El siglo XX está marcado por la introducción de las tecnologías de grabación y reproducción sonoras y visuales al ámbito de la vida cotidiana. Específicamente, los años de la posguerra marcan el inicio de un periodo en el que los soportes y aparatos musicales se consolidaron como fenómenos de masas. Desde aquellos días hasta hoy, los medios de almacenamiento, circulación y reproducción de contenidos musicales se han multiplicado y modificado sustancialmente. De los discos de vinil, las cintas de carrete, los casetes y los CD’s hemos pasado al mundo de los archivos digitales resguardados en discos duros y, ahora, a “la nube”: música en Internet, a la cual accedemos por medio de aplicaciones y herramientas digitales. Cada una de estas tecnologías ha determinado lógicas de consumo y circulación que modificaron radicalmente la socialización en torno al fenómeno sonoro. Hasta hace no muchos años, para conseguir un disco o un casete que no formara parte del mainstream musical era necesario recurrir a un vecino que hubiera salido del país, a un amigo al que le alcanzara para comprar producciones originales o ahorrar durante semanas para acudir a comprarlo a una tienda que arriesgara contenidos ajenos a los redituables y siempre banales circuitos comerciales. Precisamente, este proyecto de exhibición toma su nombre de Imagen Pública, una tienda de música donde Israel Martínez, artista proveniente de Guadalajara, encontró un manto sonoro del cual abrevar. El local ubicado en la Avenida Alcalde de esa ciudad, ofrecía un sinnúmero de grabaciones a un precio asequible para el melómano alternativo promedio, pues vendía sobre todo copias en casetes. Para uniformarlos, “El Indio” -como algunas personas conocían a José Luis Avilés, propietario del negocio- colocaba un papel bond amarillo o rosa que contenía la información del álbum. Esa era la marca de Imagen Pública, su sello distintivo.
Imagen Pública fue un lugar de intercambio de música, pero también de ideas, conversaciones, referencias, libros y de invitaciones a toquines y a otros espacios. Junto a las tiendas El Quinto Poder, fue asimismo el sitio donde Martínez pudo acercarse a la visualidad que acompaña lo sonoro, a través de los cientos de pósteres de diferentes bandas que se empalmaban unos con otros en las paredes del local y que iban llenando, poco a poco, los cuartos de los adolescentes de la capital tapatía que a inicio de los años noventa se sentían más identificados con la estridencia y los gritos de John Lydon que con los infomerciales promovidos por el gobierno de Carlos Salinas de Gortari como parte del programa “Solidaridad”, en los que participaba una distinguida pléyade de artistas como Daniela Romo, Mijares, Vicente Fernández y Lucha Villa, entre otros notables talentos nacionales.
La tienda, que tomó su nombre de la banda formada por el enfant terrible del punk inglés después de que se desintegraron los Sex Pistols, es un espacio que condensa simbólicamente las preocupaciones de las obras de Israel Martínez que conforman esta exhibición: el vínculo de la música con los soportes materiales, los cambios socioculturales que traen consigo las modificaciones tecnológicas, la distribución de contenidos, la historia de la contracultura musical, así como el sonido y el problema de la escucha como temas centrales de la sociedad contemporánea.
El Ipod y los reproductores MP3 trajeron consigo el fenómeno de la “desmaterialización” de los soportes musicales. A diferencia de los LP’s, los casetes e incluso de los CD’s, la música gestionada y almacenada desde la computadora no es “tangible”. Es decir: aunque la información está depositada en discos duros, el usuario nunca tiene en sus manos el booklet, la cajita o la portada de un álbum. Con la llegada de Spotify y YouTube, este fenómeno se ha vuelto aún más radical: la información no está en nuestra propia computadora, sino en Internet o “la nube”. Pero hablar de “desmaterialización”, en realidad, es una falacia: todos estos contenidos, al igual que nuestros correos electrónicos y las bibliotecas digitales de Google Books, están depositados físicamente en instalaciones repletas de servidores, ubicadas en lugares del mundo que desconocemos. Los contenidos no “flotan en el aire”, están resguardados en espacios a los que no tenemos acceso, que se encuentran en propiedad privada, alejados del escrutinio público. Asimismo, en estas plataformas una suscripción permite acceder a contenidos sin publicidad, pero los archivos nunca pasan a nuestras manos, o más bien, a nuestros discos duros.
La era de Internet, por otra parte, es la era de la sobreinformación: si antes era imposible conseguir un libro o un CD, ahora el fenómeno se ha invertido: hay tantos que no podemos escucharlos todos; pero seguimos abarrotando nuestros discos duros de pistas que nunca vamos a escuchar y de PDF’s que jamás vamos a leer. La inmensidad del archivo de Spotify provoca que muchas veces nos sintamos perdidos, sin saber qué canción escuchar… Internet es tan grande que es como tenerlo todo y nada al mismo tiempo.
En contra de estas políticas corporativas y a contracorriente de la idea de un archivo innavegable, Israel Martínez comenzó a materializar los contenidos musicales que escuchaba en Internet. Imagen Pública (autorretrato), es una instalación conformada por 666 casetes que contienen álbumes provenientes de Spotify, YouTube, Vimeo y otras plataformas digitales, como blogs y sitios de descargas. Para identificar el contenido de cada casete, Martínez generó un índice pacientemente mecanografiado en papel bond rosa y amarillo, de manera similar a los casetes que vendía “El Indio” en la sucursal de Imagen Pública.
Aunque en un inicio comenzó a recuperar álbumes de punk, hardcore y música alternativa que había perdido a lo largo de los años, Martínez decidió muy pronto grabar otro tipo de géneros, particularmente música de diferentes regiones del mundo. Así, al lado de las Eskimo songs from Alaska, Eskorbuto, cantos pakistaníes, el renacimiento libanés y la vanguardia turca, encontramos en el inventario música antigua, experimental, jazz, rockabilly, surf, bel canto, clásica, barroca, corridos, rancheras, boleros, gitana, reggae, flamenco, glam, post-punk, fado… Con excepción de algún éxito de Madonna, no encontramos los grandes nombres comerciales de la industria pop.
La disposición de los casetes en la sala de exhibición, apilados unos sobre otros, remite a un conjunto de edificios. Esta solución obedece, por un lado, al trabajo de investigación y documentación que Martínez está realizando sobre los modelos de vivienda impulsados por los gobiernos comunistas en Europa del Este (Comunes, proyecto en proceso). Al mismo tiempo, en esta ocasión apunta a cómo el sonido conforma la sustancia de las relaciones que se tejen en un edificio, un multifamiliar e incluso una ciudad en su conjunto.
A diferencia de los CD’s o los archivos digitales, las cintas magnéticas no “se queman” ni se “copy-pastean”: para grabar estos casetes, el artista tuvo que escucharlos todos y cada uno, de principio a fin, en una especie de performance privado y discontinuo que duró 666 horas. Esto implica necesariamente un ejercicio paciente de escucha; ejercicio del que la mayor parte del tiempo carece la sociedad contemporánea.
El problema de la circulación de contenidos es un tema del que Martínez se ha ocupado no sólo en el ámbito artístico, sino a través de su trabajo como productor musical y fundador de sellos independientes. Abolipop y Suplex, formados en colaboración con su hermano Diego Martínez, son dos plataformas de distribución y producción que han enriquecido la escena de la música independiente en México. Sus álbumes y compilaciones se caracterizan por haber apostado por contenidos alejados de los circuitos comerciales. El número 666 de la pieza parece ser justamente un guiño a los movimientos contraculturales y de resistencia.
Por último, al igual que cualquier biblioteca musical, la instalación funciona a la manera de un espejo: los casetes apilados y las hojas con el índice mecanografiado son una especie de autorretrato del artista.
Al colocar los audífonos de la instalación sobre nuestros oídos, escuchamos la inconfundible voz de Felipe Calderón: “…que restablecer la seguridad no será fácil, ni rápido, que tomará tiempo, que costará mucho dinero, e incluso, y por desgracia, vidas humanas. Pero ténganlo por seguro, esta es una batalla en la que yo estaré al frente, es una batalla que tenemos que librar, y que unidos, los mexicanos, vamos a ganar a la delincuencia”. A continuación, el sonido que emiten se vuelve inaudible, no porque no se escuche bien lo que pasa, sino porque es imposible escuchar su contenido por un acto de voluntad propia. Después del discurso presidencial, se reproduce la voz de una mujer que llora, diciendo “déjame pasar, es mi hijo, es mi casa”. Alguien más, con acento chihuahuense, narra cómo llegó un carro, se detuvo frente a la casa, sacó la mano y mató a balazos a dos muchachos. El del coche tenía 14 o 15 años, y dejó una nota: “Faltan 11. Vamos a venir por ellos”.
La serie de horrores continúa: relatos de miembros del ejército, desertores, policías, miembros de los cárteles y voces anónimas se entrelazan con el sonido de balaceras, ejecuciones, duelos y fiestas. Se trata de un collage sonoro con numerosas grabaciones tomadas de Internet que documentan la vida de un país donde se ha declarado una guerra contra el narcotráfico. En un momento de la pieza, un integrante de un cartel habla sobre cómo él y sus compañeros cruzan a Estados Unidos a comprar armas.
Esta obra fue comisionada originalmente para la exhibición PCFS - Post Colonial Flagship Store, realizada en 2014 en el freiraum quartier21 del MuseumsQuartier en Viena. En la exposición, varios artistas utilizaron como modelo de producción la flagship store –tiendas que, más que vender, buscan posicionar a la marca que representan a través de productos clave y experiencias exclusivas- para generar críticas sobre el neocolonialismo del mundo contemporáneo.
South of Heaven toca la relación asimétrica de México con Estados Unidos a partir de una analogía entre la distribución musical, las armas, las drogas y la economía. Concretamente, Martínez evidencia que Estados Unidos no sólo determina la distribución de contenidos en Internet, sino que es también el mayor consumidor de los estupefacientes que se producen y que atraviesan la República Mexicana, así como el mayor proveedor de armas para los carteles del narcotráfico, al tiempo que promueve la guerra contra las drogas… El sonido reproducido en las dos bocinas de una persona esnifando cocaína acrecienta el malestar que provoca el conjunto de todos estos elementos.
En nuestro vecino del norte nadie conoce la frase, pero en México forma parte del imaginario colectivo: “¡Pobre México: tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos!”
La voz distorsionada del artista narra sus experiencias, directas e indirectas, con la violencia y el narcotráfico. Balaceras en la calle, amigos y conocidos involucrados con la distribución de estupefacientes, pláticas de sobremesa con la familia, noticias que cotidianamente hablan de los narcos, vecinos metidos en el negocio que mueren un domingo cualquiera, amigos que de consumidores pasan a la venta… ¿Quién no conoce historias como éstas? ¿Quién no las ha vivido en carne propia? El amigo, el primo, el vecino, la novia, el conocido, el amigo del amigo… Las drogas, la violencia y el narcotráfico no como noticia de prensa, sino arraigadas en lo más profundo, en cada pliego resquebrajado de la vida cotidiana.
A un lado de la tornamesa se encuentra la transcripción mecanografiada de toda la grabación, como si hubiera sido obtenida en un interrogatorio policiaco. “Ahora veo –dice al final- cómo la droga y el narcotráfico siempre han estado a mi alrededor: dentro de mí”.
Grenetina para mantener los pelos parados, Resistol 5000 para aspirar antes de un concierto: la estética, la vida cotidiana, la identidad. Como estas fotografías, Martínez ha realizado numerosas piezas alrededor del movimiento punk (del cual fue parte en la década de los noventa en Guadalajara) y su historia, pero también ha participado en mesas redondas sobre el tema y publicado textos y entrevistas. Recientemente editó Nada volverá a ser igual, un recuento de la escena hardcore - punk jalisciense que contiene dos CD’s, así como un libro con testimonios y textos críticos. Contra la “retromanía” y la nostalgia imperantes en nuestra época, que idealizan todo lo que tocan, Martínez ha mantenido una posición crítica sobre la historia de estos movimientos.
En una de las fotografías de Secretos del movimiento punk aparece una gorra original de la marca Nike, que tiene encima un parche –también original por cierto– de Conflict, una banda icónica del movimiento y la música anarcopunk. Al poner un parche sobre el otro, Martínez cuestiona el negocio de la revolución y deja entrever que un cambio de esta naturaleza es tan superficial como artificial. De igual forma, la pieza señala cómo no existen los movimientos perfectos, sin contradicciones ni coqueteos con el mercado. Nadie es absolutamente congruente ni goza, por los símbolos que viste, de una superioridad moral, motivo por el cual sería importante que todos estuviéramos abiertos al diálogo y dispuestos a escucharnos unos a otros. Evidentemente, la pieza contiene también un claro comentario irónico: esconder la ropa de marca debajo de un símbolo de rebeldía es tanto como querer tapar el sol con un dedo.
Un momento mítico del arte sonoro: John Cage dentro de una cámara anecoica buscando el silencio absoluto. Sorpresa: el cuerpo produce incesantemente dos sonidos: el de la respiración y el de los impulsos eléctricos del sistema nervioso. Silence: el sonido no existe: there is no such thing as silence. Israel Martínez se aleja en esta pieza de la historia del canon y contrapone la figura de Rulfo a la de Cage, el cuarto de baño a la cámara anecoica, el tracto digestivo al sistema nervioso.
En la pantalla aparece la animación de una caminata donde el fondo lo conforman distintos paisajes que han sido importantes para Martínez y mucha gente de la cultura alternativa o underground de Guadalajara. Contrapuesta al estatus y glamour actual de la marca Dr. Martens, fuera de la pantalla hay unas botas REY, como las que punks (y obreros) tapatíos calzaban en las décadas de los ochenta y noventa. Hay una frase que dice: “morir con las botas puestas”.
Caminar descalzo, ¿quitarse el disfraz? ¿Dejar atrás los clichés? ¿Nostalgia? ¿Crítica? ¿Utopía?
La primera fotografía es en Polonia, la segunda de República Checa, dos países que vivieron el ascenso y la caída del socialismo. En la primera está grabada la utopía: el símbolo inalcanzable, la esperanza del futuro. En la segunda aparece un osario: lo único seguro, la muerte.
Esta yuxtaposición podría leerse como el fin de la utopía. No obstante, las fotografías señalan la tensión que rige el centro mismo de la vida humana: un movimiento incesante entre lo ideal y lo fatídico.
“Hay que aprender a juzgar una sociedad por sus ruidos, por su arte y por sus fiestas más que por sus estadísticas. Al escuchar los ruidos, podremos comprender mejor a dónde nos arrastra la locura de los hombres y de las cuentas, y qué esperanzas son todavía posibles”. (Jacques Attali).
Israel Martínez se ha centrado en explorar el sonido desde una perspectiva que contempla siempre a la sociedad en la que vive. Desde el año 2012 comenzó a grabar en video a músicos callejeros en distintas regiones de México y en Alemania, Polonia, República Checa, Austria, Eslovenia, Hungría, Serbia y España. Las impresiones fotográficas y el video que conforman esta obra son fruto de este esfuerzo, que se mueve entre lo documental y lo poético.
En estas piezas vemos a niños, jóvenes, adultos y viejos dedicados a la música tradicional, popular o experimental, en un intento por sobrevivir en un mundo donde la cultura y la música no son una preocupación prioritaria, a menos que formen parte de la industria del espectáculo y sean redituables económicamente. Si bien no existe el arquetipo del músico callejero, la condición de los retratados está marcada generalmente por la precariedad económica. Muchos de ellos, además, son migrantes, lo cual deja entrever a una sociedad caracterizada por la desigualdad económica, el desplazamiento forzoso y la pobreza.
Junto al de los coches, los pájaros, las conversaciones, los pasos de los transeúntes, los cláxones, los aviones y los medios de transporte colectivo, el sonido de los músicos callejeros integra el paisaje sonoro de las urbes contemporáneas. Como afirma Jacques Attali, el quehacer de estos personajes constituye una parte fundamental de nuestra sociedad y nos ayudan a comprender mejor y pensar el mundo en el que vivimos.
Las obras de Israel Martínez se alejan de la gestualidad y la marca personal, pues recurren generalmente a técnicas de producción y reproducción mecánicas o digitales. Paradójicamente, todo su trabajo está atravesado por experiencias personales: su vida, sus inquietudes, sus viajes. En este sentido, tal vez la línea que agrupa el corpus de Imagen Pública no tiene que ver tanto con una dimensión formal sino con una preocupación latente: la de reflexionar sobre nuestro entorno y las dinámicas sociales a partir del sonido, la música y los movimientos contraculturales.
Hace años, mientras nos despedíamos en la estación de U-Bahn, Martínez me hizo notar una serie de prendas negras colgadas en las calles. Me explicó que en diversos países son un símbolo utilizado como manifiesto de inconformidad ante el estado de las cosas en la sociedad. La amarga sonrisa con que las señalaba me recuerdan a las fotografías de Outopía que aparecen en esta exhibición: ambas me hacen pensar en el esperanzador desasosiego y la tesitura crítica que resuenan a lo largo de su obra.
Esteban King Álvarez