Los especialistas en encuestas dicen que cuando las personas consultadas no se sienten cómodas diciendo qué van a votar es porque a nivel racional no están a gusto con la papeleta que colocarán en la urna. En otras palabras, los electores actúan más por una cuestión visceral que cerebral.
Eso fue lo que pasó en Gran Bretaña el 23 de junio, cuando se realizó el referendo para decidir si se iba o se quedaba en la Unión Europea (UE), y las encuestas a boca de urna le dieron una ligera ventaja a la opción de quedarse, que resultó no ser la elegida por la población.
El referendo por el Brexit fue realmente una cuestión visceral. La campaña para irse se basó en el miedo a una invasión masiva de turcos, derivada de la posible incorporación de su país a la UE, una falsedad total, y en que Gran Bretaña le pagaba al bloque unos 50 millones de libras al día, otra mentira.
Pero el asunto central, planteado especialmente por el ex alcalde de Londres, Boris Johnson, fue: “Nosotros (los británicos) ya no somos libres. Consigamos nuestra independencia”. Incluso llegó a comparar a la UE con la Alemania nazi que quería apoderarse de Europa. Claro, sus intenciones eran simples: que el primer ministro británico David Cameron renunciara y entonces ocupar su lugar. ¡Un brillante ejemplo de idealismo!
El grito de independencia agitó el sesgo nacionalista de los nostálgicos de la época imperial, quienes creyeron que su país recibiría un enorme flujo de extranjeros si se quedaba en la UE y que no controlarían sus fronteras. El hecho de que las estuvieran controlando, en función de su acuerdo con el bloque, pasó milagrosamente a un segundo plano.
Pero más allá de ese elemento específico de la identidad británica, las razones del Brexit fueron las de la ola xenófoba, nacionalista y populista que se propaga por Europa. Su campaña contó con esos tres elementos, más un cuarto: la revuelta de la población contra sus élites.
Lo que los analistas ahora terminan de comprender es que los argumentos racionales ya no son importantes, lo que cuenta es el miedo. Y todo lo que abofetee a la élite y al sistema crea una reacción iconoclasta, que lleva a descartar a sus iconos, lo que es ahora una variable política en toda Europa.
Un buen ejemplo de ello es la ciudad italiana de Turín, donde días antes del referendo británico, el honesto, eficiente y respetado alcalde saliente Piero Fassino, quien realizó un buen trabajo, perdió las elecciones frente a una joven del Movimiento 5 Estrellas, sin ninguna experiencia previa. La gente siente la urgencia de deshacerse de todo lo viejo porque claramente no logró atender sus necesidades.
Es muy pronto para pronosticar la desintegración del Reino Unido, con Escocia otra vez reclamando su independencia. Inglaterra decidió el Brexit, donde un número considerable de sus ciudadanos sintieron el repentino nuevo despertar de su identidad.
En Francia (otro imperio perdido), fue el llamado de Marine Le Pen el que reabrió el debate sobre la identidad francesa, la necesidad de evitar diluirse en el multiculturalismo y la inmigración, en especial si son musulmanes, y recuperar el control de las fronteras francesas de la dominación de la UE.
El año que viene hay elecciones en Alemania y en Francia. En esta última, Le Pen encabeza el que actualmente es el mayor partido de su país, el Frente Nacional, y será difícil mantenerla alejada del poder. En el primer caso, se verá el crecimiento de la derechista y populista Alternativa para Alemania (AfD), que basa su intención de irse de Europa en la reapropiación de la identidad alemana y de su soberanía.
Uno de los pocos elementos positivos de la aprobación del Brexit es que crece el coro de voces que señalan que la globalización no cumplió su promesa, riqueza para todos. y que, en cambio, creó una terrible desigualdad social, que hace que unas pocas personas concentren gran parte de la riqueza nacional y muchas más queden al margen.
Según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), la clase media europea perdió 18 millones de personas en los últimos 10 años.
Durante la campaña para el referendo británico, el hecho de que los banqueros apoyaran a quienes querían quedarse en la UE tuvo el efecto contrario sobre el 27 por ciento de los ciudadanos que no llegan a fin de mes y que ven cómo 1.000 banqueros y 1.500 gerentes de empresas ganan un millón de libras al año.
Ahora hasta el Fondo Monetario Internacional publica estudios sobre cómo la desigualdad social es un obstáculo para el crecimiento y sobre la importancia de invertir en políticas de bienestar que apunten a la inclusión y a la igualdad.
Eso ocurre, podrían decir algunos, porque la reacción a la globalización no crea solo olas de derecha. Con el sentimiento de que quienes están en el sistema ignoran sus problemas, los nuevos movimientos de masas vienen de la izquierda, como Podemos en España.
En Italia, tras ganar las elecciones provinciales hace unos días, el Movimiento 5 Estrellas aparece con probabilidad de asumir el gobierno nacional, actualmente en manos del socialdemócrata Partido Democrático. Tras dos años en el poder, su líder, el “joven” Matteo Renzi, ya parece una vieja figura del sistema.
Quizá también se vuelva claro que la UE sufre el mismo problema. Todo el mundo habla de su papel marginal en el mundo, del hecho de que los burócratas no elegidos de Bruselas viven desconectados de la realidad y se dedican a discutir normas sobre cómo empaquetar tomates e indiferentes a los problemas de la ciudadanía europea.
Debemos hacer una pausa para reflexionar que esas son las mismas críticas que se le hacen a la Organización de las Naciones Unidas. Pero las organizaciones internacionales solo pueden hacer lo que sus miembros les permiten hacer.
La UE es una organización supranacional, la única que existe, pero todo su poder político está en manos del Consejo de Ministros, donde los gobiernos se sientan a tomar decisiones. La Comisión Europea queda a cargo de implementarlas, y los burócratas tienen autonomía para decidir el tamaño del paquete de tomates.
Pero luego, esos mismos gobiernos nacionales que tomaron las decisiones concluyen que es conveniente denunciar la ineficiencia de la UE. Ese juego irresponsable tiene al brexit como resultado concreto, y ahora los gobiernos deben pensar dos veces si continúan por el camino del doble discurso.
De todos modos, el emperador quedó finalmente al desnudo. Europa está desintegrada y la mayor parte de la responsabilidad recae sobre Alemania, que ha impedido todo intento de crear medidas económicas y de bienestar europeas porque no quiere pagar por los errores de países deudores, como Grecia e Italia.
El ministro de Finanzas de Alemania, Wolfgang Schäuble, llegó a responsabilizar al presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, del 50 por ciento de los sufragios obtenidos por la xenófoba AfD en las elecciones alemanas. Independientemente de lo que se diga, Draghi actúa en función de los intereses de Europa, no de los votantes alemanes.
Alemania es de lejos el país más poderoso de la UE. Resulta irónico que todos los cargos importantes en la burocracia del bloque estén ocupados por británicos y alemanes. De hecho, quienes controlan el sistema y el debate sobre el empaquetado de tomates proceden de esos dos países. Pero es la canciller (jefa de gobierno) alemana Angela Merkel, a quien se atribuye la conducción de la UE.
Alemania ahora debe decidir si continúa su intento de germanizar a Europa o vuelve a europeizar a Alemania, como cuando la capital era Bonn. Ese país ha ignorado de forma sistemática todos los llamamientos europeos e internacionales para fomentar una política diferente en la UE. Se negó a aumentar el gasto, a compartir la financiación de toda iniciativa sobre bonos europeos o cualquier medida de socialización de la crisis.
Pero es un error pensar que eso se debe a la peculiar personalidad de Schäuble. La gran mayoría de ciudadanos alemanes comparten la creencia de que no deben pagar por los errores de otros. Para ser justos, el gobierno alemán nunca trató de educarlos sobre las necesidades europeas. Y ahora, quizá sea demasiado tarde.
Las próximas elecciones serán difíciles para el actual gobierno alemán. Los pronósticos indican que la AfD obtendrá una gran cantidad de votos y los dos partidos tradicionales, el Partido Socialdemócrata (SPD) y la Unión Demócrata Cristiana (CDU), están muy preocupados.
¿Qué hará Merkel tras el triunfo del Brexit? ¿Tratará de iniciar una Europa a dos velocidades con los países del Báltico, Polonia, Hungría y otros euroescépticos? ¿Estará lista para cambiar su política egocéntrica y desempeñar un verdadero papel europeo, a pesar del crecimiento de la AfD?
Europa depende claramente de Alemania y es ahora cuando veremos si Merkel es una verdadera estadista o solo una exitosa dirigente nacional.