Hace unos meses Sadiq Khan fue elegido alcalde de Londres. El principal hecho noticioso de este acontecimiento es que Khan es musulmán, lo que le convierte en el primer regidor de Londres –y de una capital europea importante- que profesa esta religión. Este dato de por sí es significativo, especialmente en los días que corren y en la convulsión social que desata el terrorismo islámico, aunque existe otro apunte que ha resultado noticioso para los medios de comunicación y la opinión pública: el nuevo “Mayor of London” es hijo de un conductor de autobús.
Que el alcalde del centro neurálgico de las finanzas europeas provenga de una familia humilde sea algo destacado en una democracia que existe desde hace varios siglos puede parecer normal, aunque quizás lo sorprendente es que esta circunstancia destaque. La práctica totalidad de las democracias occidentales se basan en el sufragio activo y pasivo, es decir, todos pueden elegir y todos pueden ser elegibles. Sin embargo, es innegable que, de facto, la política es un oficio que está reservado a unos pocos. Y el ejemplo no se circunscribe sólo a las islas británicas.
En Reino Unido es hasta cierto punto comprensible este “clasismo político”. Al ser una democracia tan antigua cuenta con algunos elementos anacrónicos que, de hecho, están institucionalizados. Por ejemplo, la cámara alta del Parlamento, la “Cámara de los lores”, no es elegida por la población, sino que está conformada por 26 obispos de dilatada trayectoria en la iglesia anglicana y por más de 700 miembros nombrados directamente por la Reina –previa consulta con el Primer Ministro-. En Estados Unidos, otra de las democracias más longevas del mundo, el clasismo –pecuniario- es más que visible: la carrera presidencial comienza en el presupuesto para la campaña, es decir, cuanto más dinero consiga el aspirante, mayores son las posibilidades de ser elegido candidato.
Esta separación entre la “masa” y el político no se da exclusivamente en las viejas democracias anglosajonas. En España, uno de los sistemas parlamentarios más jóvenes de Europa, existe aún una brecha considerable entre los dirigentes y la población, aunque poco a poco se esté acortando. Resulta llamativa una estampa que se materializó este enero: Pablo Iglesias fotografiándose con el Rey en vaqueros y mangas de camisa. Las críticas no se hicieron esperar, y el periodista Antonio Burgos fue el encargado de plasmar el imaginario colectivo aún latente en la sociedad española al comparar al líder de Podemos con un camarero. Como si lo importante de una reunión entre Felipe VI y Pablo Iglesias fuera el atuendo del presidenciable en lugar de la charla entre ambos para posibilitar la formación de un Gobierno.
Otra descalificación llamativa y claramente clasista fue hecha por el académico de la RAE Félix de Azúa hacia Ada Colau: “debería estar sirviendo en un puesto de pescado”. Porque servir en un puesto de pescado es lo que tiene que hacer la gente de a pie, porque flirtear con las instituciones es una cuestión mayor que debiera estar reservada sólo a quienes ya saben cómo se mueven los hilos, a quienes tienen la experiencia y la “clase” suficiente para no parecer indignas pescaderas, o indignos camareros. O sorpresivos hijos de conductores de autobús.
El gran problema es que este clasismo es exclusivamente económico y está totalmente arraigado, hasta tal punto que parece no existir otro tipo de clasismo en las altas esferas que quizás sería más importante y destacado para el quehacer político: el clasismo intelectual. Tenemos la imagen del político bien vestido, bien peinado y de rictus serio y se nos antoja ajeno ver en las instituciones a personas que se salgan de ese patrón, cuando lo realmente importante deberían ser las credenciales, el expediente, los méritos, la honorabilidad y la oratoria. Aunque eso parece secundario si el político en cuestión procede de buena familia o sabe rodearse de gente importante.
Quizás es hora de cambiar los modelos y las pautas, de abrir la mente, y de comprender que lo sustancial en la política es que los elegibles sean brillantes, no que se cubran de brillantes.