En los origines de la civilización, cada uno pensaba en su comida y éramos cazadores y recolectores. El mundo era un vergel incontaminado y la población era poca. Después se inició la agricultura: la preparación de la tierra, las semillas, el regado y la cosecha. La preocupación era la de producir lo suficiente para sobrevivir. Sobre la agricultura, surgió el estado y con él los controles, leyes e impuestos. La producción de alimentos era el reflejo de la riqueza y el poder de un pueblo y la producción tenía que aumentar para satisfacer las necesidades de los sacerdotes, administradores y soldados. La tierra dejó de ser un bien común y se impuso la propiedad privada y con ella, las clases sociales, el problema de la ganancia, los costes y los precios. Producir alimentos se convirtió lentamente en un negocio y el interés principal fue ganar dinero y poder.
La importancia de la calidad de los alimentos empezó a ser un problema secundario. Bastaba garantizar que la gente no muriera envenenada inmediatamente y todo estaba bien. Con el tiempo, la agricultura se convirtió en empresa y la lógica de gestión fue basada en cálculos y estrategias de optimización, donde la regla es: reducir los costes y aumentar constantemente las ganancias. Al mismo tiempo, una alta productividad permitía precios bajos y esto la posibilidad de reducir los sueldos.
La producción de alimentos fue capitalizada, subsidiada y procesada. Los productos fueron distribuidos por grandes cadenas especializadas y el precio fue determinado en contratos a largo plazo y esto consolido una lógica de producción, basada en nuevos cálculos, que no incluían directamente la calidad de los productos, llegando a extremos para producir y ganar siempre más y más barato. Para reducir los costes, se usan materias primas de baja calidad y los alimentos dejan de ser alimentos, cuya función por excelencia es nutrir a las personas, sino “productos de venta destinados a un mercado anónimo”.
Hoy vivimos una tragedia desconocida, pero grave. Muchos de los alimentos que se consumen cotidianamente y que son productos de esta lógica y sistema son altamente nocivos para la salud. La fruta contiene herbicidas y restos de insecticidas, que la hacen carcinógena, la carne de res y de pollo está repleta de antibióticos y sustancias toxicas. La harina altamente procesada hace daño, los alimentos procesados contienen ingredientes que hacen mal a la salud. La azúcar refinada o el consumo elevado de sal han creado epidemias que ponen en grave riesgo la vida de las personas y, en general, la producción de alimentos es un peligro inminente para el ambiente por el uso excesivo de fertilizantes, de venenos y la “producción de carne”, además, es la causa mayor de producción de gases de invernadero.
En este trágico cuadro, que desgraciadamente es más realidad de lo que estamos dispuesto a considerar, se agrega otro factor: la cría de peces y salmones, que hace del pescado, un alimento considerado sano, un peligro para la salud, que además contribuye a la contaminación de los mares y a desastres ecológicos de los cuales estamos apena descubriendo las trágicas consecuencias. La humanidad, en el altar de la ganancia, se ha autocondenado a una muerte lenta y lo más sacro de lo sacro, el alimento, se ha convertido en veneno doble, sea para la salud de las personas que para el ambiente.
Desgraciadamente las alternativas que tenemos son pocas, ya que no podemos volver al pasado y entre las pocas cosas que podemos hacer está exigir controles y una nueva lógica en la producción de alimentos, donde la salud de las personas y el ambiente sean prioridades absolutas. Hoy, como nunca antes en la historia de la humanidad, el dilema es entre la vida y la muerte, entre alimentos sanos y la ganancia, entre una lógica subordinada a la vida o la vida subordinada a la ganancia, obtenida con métodos que violan la razón y la moral. Cuando el alimento se convierte en veneno es porque la ganancia es más importante que la vida y la salud. Y una sociedad que permite estos excesos pierde toda su humanidad.
Las nuevas luchas son y serán siempre más por la calidad de los alimentos, por el acceso y la pureza del agua, en contra de la contaminación ambiental y contra el peligro eminente del sobrecalentamiento global. Es decir, una lucha por la vida misma y por las generaciones futuras, que nos tendría que unir, en vez de separar. Jamás el mal llamado “progreso” ha sido un riesgo para toda la humanidad y jamás la humanidad ha afrontado un problema tan vital como la lucha en contra de sí misma para poder garantizar su propia vida y existencia. El documental Pescado no tan sano ilustra en modo innegable este nuevo y urgente dilema: o estamos por la vida o por la muerte, comenzando por lo más vital, los alimentos.