Corría el año 1896 cuando el pintor barcelonés Isidre Nonell, hospedado en el balneario de Caldes de Boí, distrajo su ocio bosquejando dibujos sobre el paisaje y las localidades cercanas. Aparte de la excelencia de sus fuentes termales, en aquella época prácticamente nada se sabía sobre el valle fuera de sus lindes y, por supuesto, nadie conocía la riqueza artística atesorada por sus pueblos.
De regreso en Barcelona, el artista mostró sus dibujos al arquitecto, ensayista y político Josep Puig i Cadafalch (1867-1956), uno de los personajes eminentes del modernismo catalán. Al distinguir las formas románicas de los campanarios reproducidos por Nonell, Puig i Cadafalch se mostró admirado ante aquellas construcciones de fábrica ligera y elegante porte. Tanto le cautivaron que a su mediación se debió la “Misión arqueológica”, sufragada por el Institut d'Estudis Catalans, que visitó La Vall de Boí en 1907.
Los integrantes de aquella expedición singular eran Guillem Marià Brocà (jurista y arqueólogo), Josep Gudiol (arqueólogo e historiador del arte), Josep M. Goday (arquitecto), Adolf Mas (fotógrafo) y el propio Puig i Cadafalch. A lomos de mulos trasladaron un pesado equipo fotográfico, gracias al cual pudieron rescatar para la posteridad las joyas románicas del valle.
Los encantos del estilo lombardo
El arte románico llegó a la península Ibérica con la marea humana de las peregrinaciones al sepulcro del apóstol Santiago. Las tierras pirenaicas fueron las primeras en conocer el nuevo estilo, al ser paso obligado para tantos penitentes. A principios del siglo XI, junto a los peregrinos que cruzaban estas tierras llegó un grupo de canteros procedentes de la Lombardía (norte de Italia); se conoce su origen por los rasgos estilísticos plasmados en los templos que alzaron en el valle. A ellos se debe el legado artístico que el 30 de noviembre de 2000 fue catalogado por la UNESCO como Patrimonio Cultural de la Humanidad, compuesto por las iglesias de Sant Feliu de Barruera, Sant Joan de Boí, Santa Maria de Cardet, la Asumpssió de Coll, la Nativitat de Durro, Santa Eulàlia de Erill-la-Vall y Sant Climent y Santa Maria de Taüll, así como la ermita de Sant Quirc de Durro.
Que nadie busque grandes catedrales ni obras fastuosas en el valle. La virtud de su arquitectura, modesta en dimensiones, estriba en la maestría demostrada por sus artífices pese a la exigüidad de medios de que dispusieron. El románico de Boí resulta admirable en su modesta perfección, dada la pericia técnica de sus fábricas y acabados ornamentales. Lo distingue una belleza adusta, cuya coquetería es la espiritualidad que su contemplación inspira.
Antes de la irrupción del estilo lombardo, las iglesias pirenaicas respondían a los modelos del arte visigótico y mozárabe: estaban alzadas con mampostería (fragmentos de piedra sin tallar, de forma y tamaño irregular) y recurrían al arco peraltado o de herradura para enmarcar puertas y ventanas (escasas, por otra parte, para conservar la robustez del muro). Los maestros lombardos revolucionaron esta arquitectura rústica, aportando un paramento más sólido y elegante gracias al uso del sillar de cantería (piedra tallada de forma cuadrangular) o del sillarejo (de menor tamaño, pero escuadrado también), y redondearon los perfiles de las arcadas, haciéndolas de medio punto. Sin embargo, el novedoso estilo respetó para las construcciones de mayor enjundia la planta basilical de tres naves, heredada de los tiempos del Imperio romano, que los constructores remataron con una triple cabecera de ábsides de medio tambor (es decir, con planta hemicíclica). Pero si un rasgo caracteriza a la fábrica de las iglesias de Boí, sin duda se trata de sus campanarios, divididos en pisos, que se han convertido en el símbolo iconográfico del románico local, y aun del valle.
De tan altivas torres cabe destacar su canon oriental: todas ellas se alzaron siguiendo el modelo de proporciones de los alminares (minaretes) de las mezquitas musulmanas, según el cual la altura es igual al perímetro. En segundo lugar debe constar que no solo tenían una función religiosa, pues igualmente sirvieron para la vigilancia del valle. Tampoco hay que omitir el acusado contraste entre la impresión de ligereza que inspiran –los ejemplos más vistosos son los de Sant Climent de Taüll y Santa Eulàlia de Erill la Vall– y la gravidez del cuerpo eclesial al que acompañan. El efecto de aparente liviandad se consigue mediante la profusión y amplitud de los ventanales, en un exacto equilibrio de fuerzas soportado por los dos pisos inferiores, mucho más macizos.
Por otra parte, y en vivo contraste también con la sobriedad general de la fábrica, sobre los campanarios y exteriores absidales —también junto a alguna que otra portada, pero no en todos los casos— florecen los únicos caprichos ornamentales que estas iglesias se permiten, a base de labra, y que suelen consistir en ménsulas de arcos ciegos, medias columnas adosadas y frisos de esquinillas, formas de inequívoco origen lombardo, aparte del crismón (monograma de Cristo).
Una explosión de color
La sobriedad exterior de los antiguos templos se engalanaba de colorido e imágenes puertas adentro, puesto que los muros interiores estaban recubiertos por frescos de intensa tonalidad, ilustrados sobre pantallas de cal. Pinturas que bosquejan la imagen del mundo que podía tener un montañés del siglo XI, cuando la naturaleza, la historia y la propia existencia cotidiana se interpretaban a través del tamiz de una religión expuesta en manuscritos que muy pocos sabían leer. De ahí la importancia divulgativa que adquirieron los frescos, como auténticos textos visuales. Buen ejemplo de ello conservan las iglesias de Sant Joan de Boí y de Sant Climent y Santa Maria de Taüll, cuyos interiores lucen copias de una parte de su antigua decoración pictórica, pues los originales están depositados en el Museu Nacional d'Art de Catalunya (MNAC).
Al representar los episodios de la Historia Sagrada (el Nacimiento de Cristo, el Juicio Final), las vidas de los santos y los fantásticos seres del bestiario medieval, los autores de estas pinturas se esmeraron en la creación de un espectáculo visualmente impactante, que debía conmover el ánimo del feligrés y reforzar su adhesión a la autoridad moral de la Iglesia. Y como si se tratara de un precedente lejano y caprichoso, la estética de gruesos trazos y viva policromía de estas obras pictóricas nos recuerda al cómic de nuestros días, y en sus imágenes se aprecia una búsqueda de naturalidad ligada a la hondura dramática de la escena representada.
Los frescos de Sant Climent, conjunto pictórico principal del valle, fueron realizados en el siglo XII. Los modernos estudios han desvelado una doble autoría. Al parecer, las pinturas de la capilla central del ábside corresponden al llamado Maestro de Taüll, un artista de nombre desconocido y probable origen italiano. Tenía una formación técnica sobresaliente, como demuestra su obra por el dominio de la composición, el detallismo de las figuras —de trazo estilizado y con rostros de gran realismo— y una rica gama cromática, basada en los colores carmín, azul y blanco. Su trabajo sirvió de modelo para la decoración de los absidiolos, realizada por un pintor o grupo de pintores de menor destreza, a quien o quienes se atribuye también la autoría de los frescos de la otra iglesia local, Santa Maria de Taüll.
El Evangelio en tilo
El patrimonio artístico del valle se enriquece también con las tallas del Davallament (Descendimiento), la escena sacra que representa a Cristo muerto cuando es retirado de la cruz. Un episodio del Evangelio que por desconocidos motivos tuvo especial predicamento en La Vall de Boí, pues quedó plasmado en los grupos escultóricos de autor anónimo de Durro, Erill la Vall y Taüll, datados los tres entre los siglos XII y XIII. Están compuestos por figuras de madera de tilo con restos de policromía, de pintura al temple. Las tallas, de dimensiones humanas, acusan una estilización intencionada, y en sus rasgos se aprecia el esquematismo primitivista de la escultura altomedieval.
El Davallament de Durro, fotografiado en 1907 por la misión arqueológica del Institut d'Estudis Catalans, fue víctima de la furia extremista en 1936, al comienzo de la Guerra Civil española, cuando un grupo de milicianos lo entregó al fuego. Solo quedan dos piezas del grupo escultórico original, las imágenes de la Virgen María (expuesta en el Museu d'Art Nacional de Catalunya, en Barcelona) y de Nicodemos, el judío rico que pagó la tumba de Cristo. La segunda de estas piezas, que no se conserva íntegra, puede verse en la propia iglesia de la Nativitat de Durro, pues reapareció del olvido en el año 2000, mientras se llevaban a cabo trabajos de restauración en el templo (había pasado décadas escondida tras un retablo de la capilla del Santo Cristo).
Las piezas del grupo de Erill-la-Vall, conservadas en su integridad, están repartidas entre el MNAC (dos) y el Museu Episcopal de Vic (cinco); del conjunto de Taüll, que se encontraba en la iglesia de Santa Maria, quedan cuatro imágenes hoy expuestas en el MNAC.
Una leyenda de galante santidad
Un detalle difícil de apreciar incumbe a los campanarios de las iglesias de Santa Eulàlia de Erill la Vall, Sant Joan de Boí y Sant Climent de Taüll: están los tres colocados en línea recta.
¿A qué se debe esta orientación? Ya se dijo que asumieron estas torres, aparte de sus funciones religiosas, el cometido de atalayas de observación y señales, por lo que se buscó intencionadamente la buena visibilidad entre ellas. Sin embargo, una leyenda atribuye esta disposición a los amoríos de tres jóvenes del valle.
Se llamaban Eulàlia, Joan y Climent, y como podrá deducirse vivían en Erill la Vall, Boí y Taüll, respectivamente. La primera y el último eran hijos de familias pudientes, y el destino quiso que se enamorasen, de modo que cada uno de ellos alzó en su casa solariega una torre de seis pisos, desde las cuales pudieran verse salvando la distancia —y la pendiente— que los separaba. En tal empeño estaban cuando entró en liza Joan, enamorado también de Eulàlia aunque no correspondido por esta. Ni corto ni perezoso emprendió la edificación de una tercera torre, intermedia entre las anteriores, para poder contemplar a su amada más de cerca que Climent... Pero al ser mucho más humilde, solo le llegó el dinero para alzar tres pisos.
Peor que la pobreza, solo la muerte ha de ser. La misma que sorprendió a Climent cuando preparaba su boda con Eulàlia, antes viuda que esposa. Cuentan que Joan se convirtió en la mejor compañía y consuelo de su amada, siempre desde una casta admiración. Siglos después, los tres jóvenes fueron canonizados. Convertidos en patronos de sus respectivos pueblos, sus casas se ampliaron para que sirvieran de iglesias, sobreviviendo las antiguas torres de las tres viviendas.
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