En 1963 un joven de apenas veintiocho años levanta en su ciudad natal un pequeño templo que, medio siglo más tarde, sería considerado como uno de los mejores ejemplos de la arquitectura española del siglo XX y como tal expuesto en el Pabellón de España de la XIV Bienal de Arquitectura de Venecia 2014.
Bajo el lema “Absorbing Modernity: 1914-2014” su comisario, el holandés y premio Pritzker Rem Koolhaas, reivindica el ideario moderno que en el último siglo alumbra obras como la capilla de Albacete, de un refinamiento espacial y material tan inmenso que se convierten en auténticos iconos de la cultura contemporánea.
El Oratorio de San Felipe Neri, conocido popularmente como Los Filipenses, es la primera obra construida por Antonio Escario Martínez (Albacete, 1935) que, al no haber finalizado sus estudios, suscribe el trabajo con el arquitecto Adolfo Gil Alcañiz.
El encargo le obliga a reflexionar sobre la filosofía y el arte sacro, en un momento en que abundan corrientes regeneradoras en el seno de la Iglesia, que buscan lograr un aggiornamento doctrinal.
Los movimientos de reforma de la espiritualidad católica culminan con la célebre alocución del pontífice en Asís (1956) anunciando el camino para la celebración de un concilio ecuménico. Ese periodo convulso de cambio pone en crisis la ancestral morfología del templo cristiano, cuestionando el papel y significado de sus componentes más emblemáticos: presbiterio, altar, púlpito, ábside, coro, baptisterio…
El agotamiento de la vía historicista hace que a partir de los 50 se ensayen nuevos modelos que llegan a España con retraso debido a la misantropía del régimen, inmerso en la reconstrucción del maltrecho patrimonio eclesiástico tras la guerra civil.
Parece que Escario aborda el proyecto rechazando la literalidad de los esquemas tradicionales y piensa el espacio religioso desde una perspectiva ética, buceando por las heterodoxas fuentes tipológicas que le ofrece la arquitectura sacra del siglo XX.
La opción experimental de Alejando de la Sota, las propuestas italianizantes de Francisco de Asís Cabrero o las elaboradas geometrías (paraboloides hiperbólicos…) de Luis Moyá Blanco en Torrelavega (1956) y en la capilla del colegio de Nuestra Señora del Pilar de Madrid (1959) dibujan en la escena nacional la renovada fisonomía del aperturismo oficial.
La historiografía destaca la paulatina importación de patrones exógenos subrayando la importancia del viaje a Suecia en 1949 de Miguel Fisac, que sirve de carta de presentación tanto del sobrio neoempirismo clasicista de Erik Gunnar Asplund como del organicismo nórdico de Alvar Aalto, fundamento de su elegante caligrafía: piezas prefabricadas, vigas-hueso, superficies curvas,…
Mayor influencia despliega el navarro Francisco Javier Sáenz de Oiza, a cuyas clases acude con regularidad Escario y que planifica con Luis Laorga el santuario mariano de Nuestra Señora de Aránzazu en Oñate.
Para ese aventajado discípulo de Oiza el proyecto es un auténtico palimpsesto: una idea alumbra otra nueva, un trazo intuitivo anticipa un significado oculto… Y siempre permanecen algunas huellas. Nunca se borran del todo porque, como anota Borges, “somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”.
En cierta forma, al igual que Calvino en Las ciudades invisibles induce a la reflexión sobre la propia naturaleza de la narrativa, construyendo una novela de ficción marcadamente metatextual, la arquitectura de Escario hace gala de las numerosas variables y alternativas que ofrecen las modalidades compositivas de su trabajo.
En ese marco Los Filipenses preludia la precoz madurez de su autor, consagrando una personal arquitectura de mestizaje en la que conviven las tradiciones constructivas de los vetustos alarifes castellanos con los ingeniosos ímpetus del levante.
Esa dualidad entre el regionalismo ortodoxo y el cosmopolitismo aprendido durante su estancia madrileña rotulan su perfil fronterizo, que localiza en la esencialidad geométrico-estructural miesina su manifiesto fisiológico.
En su opera prima se perciben nítidamente referencias foráneas como la capilla de Notre-Dame-du Haut (1950-1954) en Ronchamp de Le Corbusier, o las renombradas cubiertas-ala de Félix Candela para el panteón de la familia Núñez (1958) en el cementerio Colón de la Habana y, sobre todo, las del santuario misionero de Nuestra Señora de la Soledad del Altillo (1955) en Coyoacán (México DF).
Sin embargo es con Frank Lloyd Wright y su Unitarian Church (1947-1953) de Shorewood Hills (Wisconsin) donde la influencia resulta más palpable: geometría de traza triangular, cubierta a dos aguas que sube en diagonal, muros portantes formando un zócalo de piedra caliza, iluminación cenital,…
La lectura en profundidad de San Felipe Neri permite valorar el formidable conocimiento del depurado credo wrightiano, que ya atesora un novel Escario. Éste se siente fascinado por la tremenda capacidad integradora de tendencias (del protorracionalismo, pasando por corrientes neoplásticas holandesas al organicismo) que acumula el estadounidense (Zevi, Argan).
Uno de los principales postulados preconizados por Wright es la armonización de la construcción con el medio ambiente. Y el Oratorio se extiende sobre el terreno subrayando las líneas estructurales del lugar como forma de expresar su voluntad de conjunción con el ámbito vegetal exterior.
Incluso hoy, cuando el entorno se exhibe descontextualizado ante la irreverente desmesura volumétrica que emerge alrededor del parque Abelardo Sánchez, el santuario continúa desvelando esa aspiración por el diálogo con la naturaleza.
Como Wright, Escario rechaza a priori toda morfología y tipo histórico prefiriendo introducir modelos y respuestas basándose en la abstracción (Einfühlung). Próximo a los ejercicios vernáculos de Le Corbusier en los años 30, en su primer ensayo iniciático se vislumbra un cierto romanticismo por la artesanía y una obsesión por alcanzar las raíces domésticas de la arquitectura.
El programa no se ciñe exclusivamente a la erección de un templo ex nuovo, sino que incluye la remodelación del Colegio-Residencia de la Comunidad y la implantación de una amalgama de espacios (paraninfo, salas de conferencias, biblioteca…) destinados al apostolado juvenil y al ejercicio de actividades culturales.
La extensión del programa funcional refuerza la evocación a The Unitarian, aunque el repertorio compositivo y las semejanzas formales resultan más amplios. Así, el concepto totémico de cruz a modo de campanille de hormigón exento recuerda a Asplund en su Cementerio del Bosque y también al Convento, teologado e iglesia de San Pedro Mártir de los padres Dominicos en Alcobendas (1955-1959).
Incluido en el Docomomo Ibérico es una pieza clave de Fisac que Escario conoce y de la que toma algunos conceptos básicos: iluminación, torre-campanario como hito. Pero, el uso de la curva (presbiterio semicircular), el valor texturial de las superficies y sobre todo la levedad de la cubierta son corbuserianas.
Como en Ronchamp la techumbre se presenta como analogía del barco de la salvación judeo-cristiana (Noé, …) de modo que la envolvente asemeja un cascarón revestido de madera que flota sobre la nave y se distancia de los muros de mampostería laterales dejando entrever una fina rendija de luz.
A excepción de la imagen de la Virgen, esculpida por Vilacamps, Escario diseña tanto el mobiliario (bancos, …) como las piezas litúrgicas (confesionario, …) entre las que destaca el bloque cúbico del altar en piedra.
Ese diseño de la totalidad favorece la unidad conceptual del conjunto y con el paso del tiempo permite valorar mejor la evolución de Escario, acrecentando un lenguaje propio, aunque sin olvidar nunca el origen y la esencia de su formación moderna.