Del barrio de Velluters de Valencia quedan ruinas y a las (pocas) que quedan hay que echarles laca para que no se vengan abajo. Lo suyo es oler mal. Pero de toda la vida. Ahora a orín y litrona; antes a agua podrida, un tufo de los productos para tintar la seda que pasaba por debajo de las puertas y las ventanas en un decorado que en tiempos (entre los siglos XVI y XVII) supuso uno de los puntos de partida de la próspera industria sedera europea. Entre dos grandes avenidas que cortan el barrio por el norte y por el sur: Barón de Cárcer y Guillem de Castro, ese montón de talleres acabó desgarrándolo un proyecto de rehabilitación con filito de cuchillo jamonero.
El barrio tiene sus parados, jubilados que cogen las horas despacio, no vaya a ser, y el resto de parroquia de cualquier barrio: extranjeros con puestos de verduras y jóvenes o ya no tanto puestos hasta arriba, vecinas que tiran las migas del mantel por el balcón, el del piso de arriba o el de abajo con perro, y vecinos que salen ya de buena mañana con mala cara porque de camino al trabajo va a haber cola, o ese día va y llueve, o a saber qué.
A menudo, la calle deja de hacer sus cosas, aparece una patrulla y nadie decide darle al 'play' hasta que el coche dobla la esquina y las aceras se vuelven a llenar de gente: unos piden, otros dan, algún regateo y el comisionista (también 'chulo'). Y ahí está el problema: que sí, el 'negocio' de la comunidad hace y atrae a personal, pero resulta que el personal es el problema con más brillo. "Primero nos invadieron los ratones, luego las prostitutas y ahora la Policía. Aquí no podemos vivir tranquilos; mandan a la Policía y qué", explica un vecino cuyo portal da a la intersección donde diariamente se produce el fenómeno.
De la vida antigua pocos recuerdan algo y de los de entonces no queda nadie. Vicente Enguídanos fue uno de ellos. Tejedor artesano, fue presidente del Colegio del Arte Mayor de la Seda de Valencia y entre lección y lección de maestría textil se asoma a alguna remembranza. “Aquí hubo una industria grandísima y se atendían pedidos para grandes casas europeas. No voy a decir cuál ¬-apura un guiño mientras sonríe de manera inquieta-, pero todo fue cambiando: la forma de trabajar, la continuidad de estos oficios…”.
Ahora, la vida sigue pasando. Al final de la calle un joven saca una chusta del bolsillo, la prende y se aprieta en dos caladas lo que le queda con calorcillo en las puntas de los dedos. De repente, un ¡agua! que suena como el timbre de los Picapiedra. Todo el mundo al descanso. Se diría que es casi fiesta y por ahí pasa la vaquilla o la procesión. Los curiosos hacen barrera; las prostitutas se bajan una camiseta o se suben una falda, sonríen con abundancia y ocupan una hilera de sillas pegadas a la pared. Y así, todos los días.