Una de las cosas que me sorprendió durante mis viajes por los Estados Unidos fue la cantidad de armas poseídas legalmente. A menudo, visitando una casa, encontraba una armería con rifles y pistolas expuestas, como si fueran muebles en un lugar relativamente reservado. Cuando preguntaba a mis anfitriones si tenían armas, muchos de ellos respondían positivamente y no tenían ningún problema en mostrármelas.
Tengo que agregar que ellos eran personas normales, con vidas normales y familias normales. Muchos de ellos no predicaban la violencia, pero las armas estaban allí y eran parte de la cultura, de la vida cotidiana y así era la vida. Nunca supe cuál sería la cantidad de armas ilegales en circulación, pero sumándolas a las legales, la cantidad de armas sería superior a la cantidad de habitantes en el país, es decir, algo más de un arma por persona, independientemente de la edad y el género.
Desgraciadamente, con una cierta frecuencia, leemos en los periódicos o vemos en la televisión que una nueva masacre de inocentes ha tenido lugar. Los autores son casi siempre personas jóvenes, hombres aislados socialmente e inseguros de sí mismos, que no han aprendido a controlar sus agresiones y con obsesiones incontrolables que dividen el mundo en claro y oscuro, entre bien y mal con un abismo incolmable entre ambos lados y donde el destino de uno es eliminar el otro. El número de personas con estas características aumenta, ya que las comunidades se desintegran y la vida social pierde su contenido y se hace cada vez más superficial y todos se sientes perseguidos.
La cantidad de horas que los niños juegan entre ellos ha disminuido en estos últimos decenios, la cantidad de horas pasadas con adultos, haciendo algo juntos ha disminuido igualmente. La cantidad de horas pasadas solos en compañía de la televisión o un juego virtual, jugando o interactuado con personas “ficticias”, cambiando rol ha aumentado desproporcionadamente y las consecuencias son múltiples. Una es la falta de autocontrol, la incapacidad de administrar emociones y de relacionarse con otras personas civilmente sin definir al otro como un enemigo o un peligro. Otra implicación de esta nueva situación es el sentido de la realidad y la contaminación de esta dimensión por sentimientos no controlados. Y estas dos cosas, sumadas la una a la otra, las armas y la inseguridad, crean una situación propicia para estos gestos desesperados de seres aislados socialmente débiles y con acceso ilimitado a las armas. Armas de todos los tipos, desde la pistola a fusiles automáticos y semi-ametralladoras.
Cuando yo era niño, en la Patagonia, teníamos un fusil calibre 22 en la casa, pero nadie nunca pensó salir con él a la calle y disparar a los vecinos porque un momento antes alguien nos había gritado o retado. Hacer una cosa de ese tipo no era parte de la realidad. Nadie lo hacía porque no era una opción real. El mundo ha cambiado y los niños de hace 50 años o los jóvenes de 40 años atrás no son los de hoy.
La frecuencia de estas masacres aumenta y el número de víctimas es alto y las soluciones no son fáciles. El control de las armas puede ser un pequeño paso hacia adelante, pero no eliminará el problema, ya que la raíz es social y habría que resocializar casi a una generación entera. La fuerza de una persona no está en vengarse, disparar primero o golpear, la fuerza está en la capacidad de autocontrolarse y esta es una habilidad que hay que entrenar cotidianamente y que culturalmente no es valorada o idealizada, como su contrario, actuar violentamente y matar. La juventud vive de héroes y los héroes de la juventud actual son los antihéroes de la civilización y la culpa es de todos y también nuestra por no haber creado una realidad mejor para nuestros hijos.