En Puerto Madryn decidí intentar llegar a Ushuaia a dedo. Me separaban unos 2.000 kms de camino hacia el sur.
El primer camionero que me paró se llamaba Hugo. Vivía en el barrio bonaerense de Quilmes. La desconfianza inicial dio paso a historias sobre viajes por Bolivia, la política argentina y la durísima vida en la carretera. Cuando le pregunté por sus vacaciones me miró casi con extrañeza. No tenía, solo libraba del 22 al 26 de diciembre. Conducía durante 18 horas al día un camión cargado de alquitrán, dormía únicamente 4. ¿Os lo podéis creer? Para que no le venciera el sueño masticaba continuamente una bola hecha con hojas de coca y bicarbonato. En un mes podía llegar a conducir entre 26.000 y 32.000 kms. “Si le cuentas eso a un camionero español no te va a creer. Mi único placer del día es cuando voy a cenar”, reconocía somnoliento. Su hermano había muerto por la ingestión de anabolizantes y su hijo, extrañamente, parecía seguir con una incipiente carrera de culturista los pasos del tío.
Con él compartí 8 horas de viaje por la Patagonia. Y Hugo, sobre todo, era un fervoroso seguidor del Che Guevara. Más que eso, aseguraba tener más de 4.000 fotos y 150 libros sobre su ídolo, las paredes del salón de su casa pintadas con la cara del Che. Me hizo escuchar alguno de sus discursos. Cuando me contaba cómo lo habían matado en Bolivia se le saltaban las lágrimas, y escuchándolo, a mí también. Cuando nos despedimos, parecía que llevábamos horas compartiendo la cabina de su camión.
A los lados de la carretera miles de cigüeñas extraían el crudo de esta región petrolífera; se levantaban pequeños altares, jalonados por banderas rojas, en honor al Gauchito Gil, un santo local; sobre torres de hierro se exponían, como monumentos del horror, coches destrozados en accidentes. “¿Quiere que su coche acabe así? Reduzca la velocidad”, avisaban los carteles; la única vegetación que se veía era unos arbustillos que parecían las pelucas de cientos de muñecos escondidos bajo tierra. Y vimos un único árbol, que curiosamente, por estos requiebros de la vida, había plantado David, un primo de Hugo, y que tenía un al lado un cartel clavado en el suelo: “Yo soy ‘el solito’”.
En Comodoro Rivadavia, una horrenda ciudad costera, me recogió, ya de noche, Miguel. Originarío de Ushuaia, este tipo de más de 120 kilos escuchaba Radio Gaucho, una emisora solo comparable a nuestra Radio Ole, y los cassettes de Ricardo Arjona, un cantautor guatemalteco imposible, que tenía canciones con estribillos tipo, “me dijeron que era buena en la cocina… “). “Mirá vos”, repetía Miguel después de contarle algún detalle de mi viaje. Cuando a las tres de la mañana paramos para echar una cabezadita, no tardó ni 30 segundos en comenzar a roncar.
La última parte del viaje la hice con Adrián. Con él compartí ratos de mate y tostadas de queso. Me hacía preguntas tipo, ¿y allí en España gobiernan los militares? “La reputa que te reparió”, escupía cuando algún coche le adelantaba demasiado deprisa. Después de muchas horas de conducción su casi siempre incomprensible español se tornó imposible. Hablaba como un andaluz lobotomizado.
Y así fue como después de 30 horas recorrí los 2.000 kilómetros que separan Puerto Madryn de la que dicen es la ciudad más austral del mundo, Ushuaia.