Maryland está siendo estos días escenario de uno de los más bochornosos episodios de la historia reciente de Estados Unidos tras la muerte de Freddie Gray, el joven afroamericano que perdió la vida a resultas de la acción desproporcionada de seis agentes de policía de la ciudad de Baltimore. Ora porque todo indica que los responsables de la violencia policial parece que van a ser exonerados de los cargo, ora por las marchas de protestas convertidas en disturbios, la ciudad en la que se ambientó la serie televisiva The Wire ha puesto de manifiesto un problema de fondo de la sociedad norteamericana: la situación de la población afroamericana en el tejido social del país.
El colectivo afroamericano es, junto a los descendientes de germanos, nórdicos y anglosajones, uno de los más viejos de la nación. Y, sin embargo, es también uno de los que a día de hoy aún tiene problemas de integración, más serios incluso que colectivos relativamente más recientes, como el latino o el italoamericano. ¿Pero a qué se debe ésto?
En primer lugar, se debe atender al origen de su introducción en el país. Gracias a la abundante filmografía que trata esta cuestión, es bien conocido el hecho de que la llegada de africanos a las américas comenzó como mano de obra esclava traída por mercaderes de esclavos europeos. Popularmente es más reconocible su habitual destino como trabajadores agricolas en las grandes plantaciones latifundistas del Caribe y de los llamados "Estados del Sur". Este detalle ofrece una clave importantísima para entender la trayectoria de este colectivo.
Hasta finales del siglo XIX, los afroamericanos en su mayoría no estaban disgregados por los grandes núcleos urbanos de los Estados Unidos, sino reducidos y recluidos en los estados sudistas, que perdieron la Guerra de Secesión. De hecho, el dudoso honor de formar la clase baja urbana de principios de siglo XX se le debe a judíos, irlandeses e italianos, colectivos que a día de hoy tienen bastante más éxito que el afroamericano en cuanto a promoción social se refiere. De hecho, el grueso de la población negra hasta 1900 era mayoritariamente rural.
Ahora bien, esta dinámica cambió con un hecho de capital importancia para la evolución política y económica del planeta: el Crack del 29. Debido al empobrecimiento del campo y el consiguiente éxodo rural, buena parte de la población afroamericana comenzó un éxodo rural hacia las ciudades, siendo Nueva York, Boston, Detroit, Chicago y Los Ángeles los destinos principales de esta población. De hecho, se estima que casi 3,5 millones de afroamericanos emigraron del campo a la ciudad entre 1940 y 70. Sin embargo, este éxodo lejos de mejorar las condiciones de vida de esta población eminentemente rural y con señas de identidad propias, maceradas durante siglos de abusos y segregación racial, dio lugar a otro tipo de segregación.
Popularmente se ha aceptado que el Norte era un remanso de tolerancia y fraternidad hacia la población negra mientras el Sur, con la cruenta actitud de sus principales dirigentes blancos hacia la población negra, cuyo máximo exponente es el Kux Klux Klan, vivía sumergido bajo un régimen feudal. Esto es una verdad a medias. Ciertamente, el Norte veía de lejos y "con buenos ojos" a los "pobres esclavos negros", mientras el Sur trataba de aferrarse a sus costumbres segregacionistas de forma draconiana. Sin embargo, se ha de hacer notar que la clave de la tolerancia del Norte radicaba en la lejanía de los afroamericanos.
El masivo éxodo rural destapó que los negros seguían siendo ciudadanos de segunda en la Norteamérica de los felices años 50, siendo afincados en guetos y barrios bajos. Además, debido a su baja formación académica se les reservaba trabajos de poca cualificación habitualmente, los cuales ofrecían una nula posibilidad de promoción social y económica.
Esta situación, la limitación de una oportunidades en la “Tierra de las Oportunidades” fue uno de los axiomas que fomentó en gran medida las acciones del SNCC (Comité Coordinador Estudiantil No Violento), de Martin Luther King y del movimiento por los Derechos Civiles. Como narra la historia, y ante esta presión, las administraciones demócratas de John Fitzgerald Kennedy y Lyndon B. Johnson trataron de enfocar una serie de políticas para favorecer la integración de la población negra durante los años 60. Sin embargo, el contragolpe de asociaciones contrarias a las políticas de discriminación positiva crispó el ambiente, retroalimentando a su vez al ala más radical del movimiento por los Derechos Civiles, que se tradujo en revueltas urbanas y la formación de los Panteras Negras en los años siguientes.
La presidencia de Nixon y la mayoría de administraciones de corte conservador que ocuparon la Casa Blanca durante las siguientes década mermaron las políticas de integración para los afroamericanos, amparándose en los principios del Liberalismo en los que se cimenta Estados Unidos y su constitución. Y con ello, las demandas de ayuda en la sociedad norteamericana quedaron abocadas al fracaso y al olvido.
Aunque ejemplos como Will Smith, Bill Cosby o la cantante Rhianna muestran la cara del éxito de norteamericanos negros que son ricos y famosos, las cifras aún hablan por si solas. Según los registros del censo de Estados Unidos, la población afroamericana ronda el trece por ciento del total, frente a blancos, que de lejos suponen la mayor parte de la población. Sin embargo, según estos datos, un treinta y ocho por ciento de los niños norteamericanos que viven en pobreza son de origen negro. Un dato que se contrasta con el hecho de que la población negra es la peor pagada del país, ligeramente por debajo de los hispanos.
Teniendo en cuenta estas informaciones, no resulta difícil entender la crispación existente en torno a la llamada “cuestión negra” y el por qué parece asociarse a los afroamericanos al crimen. Al ser el grupo social más desfavorecido, quedando reducido a barrios suburbanos y sin posibilidad de medrar, no es extraño que buena parte de los afroamericanos desconfíe del establishment y de sus representantes, sintiéndose ciudadanos de tercera categoría en su propio país. A su vez, esta frustración conduce a los más jóvenes, el reemplazo generacional, a fomentar de manera pasiva la apreciación negativa de que los negros son “vagos y delincuentes”. Y esto no mejora tampoco si se atiende a que los prejuicios son utilizados por las fuerzas del orden como excusa para utilizar medidas desproporcionadas para mantener la paz.
Como reflexión final, si un lector español desea buscar analogías en su propio país, quizá las pueda encontrar en las memorias pseudo-ficticias del presidente Barack Obama, Los sueños de mi padre. En ellas, el por entonces senador, recordaba a una compañera de estudios que pretendía viajar a España para estudiar a sus gitanos. Según esta estudiante, los gitanos españoles eran el equivalente a los negros norteamericanos: pobres, abocados a la delincuencia, segregados y recluidos en sus propios guettos. ¿Habrá algo de verdad en esta afirmación?