Atenas, la que se alzó en tiempos pasados como el centro de la cultura y la democracia en Occidente, es hoy una capital que pide a voces salir de su progresivo deterioro y empobrecimiento. La capital griega se va desvaneciendo por los efectos de la crisis como si estuviera emulando épocas lejanas, cuando cristianos y otomanos se dedicaban a destruir la Acrópolis, la colina sagrada y el emblema más significativo de este país del sur de Europa.
Quizá sea una síntesis demasiado cruel de esta capital, donde en la época antigua confluyeron riqueza, arte y democracia. Pero es la impresión que me llevé durante los cinco días que estuve en la ciudad.
Atenas, que alcanzó su máximo esplendor el siglo V a. C. bajo las directrices de Pericles se engulle ahora entre la pobreza de sus gentes y la grave contaminación debajo del telón de fondo de la mayor crisis económica de su historia.
Hay que patear barrios como Exechia, Omonia, el Pireo o Piristeri para descubrir la Atenas real, la que no se exhibe ante los turistas. Aún así, desde la zona más turística de Atenas, la plaza de Monastiraki, subiendo hacia la Acrópolis, pude intuir el dolor latente de la ciudad. La primera cita obligada para todo visitante es la colina de la Acrópolis. A esta joya, monumento de la Humanidad por la Unesco, se asciende por estrechas calles bordeadas de pinos y naranjos. Por el camino hay que detenerse en el Ágora romana, un recinto cerrado lleno de columnas y arcos y uno de los vestigios mejor conservados que dejó la conquista romana. Aquí ya pude observar el carácter abierto de los griegos. Una de las familias que vive justo delante del Ágora se esforzó en contarnos a mi amiga Ana y a mi la importancia de este monumento y noté el orgullo que sentían de vivir ante lo que fue el centro de la vida pública en la época de los romanos.
Subiendo por las escalinatas del Propileo, a la derecha se puede ver el templo de Atenea Niké, en honor a la diosa que da nombre a la ciudad, hija de Zeus, dios de dioses. Ascendiendo por la colina se encuentra el teatro de Dionisio, donde se conservan las gradas en las que el público podía disfrutar de las obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides. Para mi fue como retroceder hacia mi adolescencia, cuando en el instituto me sentí fuertemente atraída por la antigua civilización griega, sus oradores y sus grandes filósofos, como Aristóteles y Platón.
Siguiendo el camino se ven ya las murallas que funcionaban como defensa en la época de Eumenes II. Ya arriba, a 156 metros sobre el nivel del mar, la Acrópolis: la roca sagrada y la joya de Grecia.
Ver el Partenón me produjo una serie de sensaciones contradictorias. Emoción por estar ante una de las maravillas del mundo, pero pena por las condiciones en que se encuentra el monumento. Rodeado de los hierros de los andamiajes y con una enorme grúa que afea e impide observar en su totalidad la fachada se encuentra este templo, uno de los más venerados por los griegos. El Partenón, declarado patrimonio de la Humanidad por la Unesco, aún sufre las consecuencias de sus sucesivas destrucciones por guerras y desastres naturales. Franceses e ingleses expoliaron entre los siglos XIX y XX algunas de sus esculturas y mármoles, que ahora se exhiben en el museo Británico y en el Louvre. Aunque algunos frisos y otros restos arqueológicos encontrados en la colina se guardan en el nuevo museo de la Acrópolis.
Yanis, uno de los vigilantes de la Acrópolis, se lamenta de la bajada de los salarios en Grecia. Me cuenta que muchos griegos viven del turismo y ahora están sufriendo la pérdida de poder adquisitivo porque las convulsiones políticas en Grecia han repercutido también en una caída de este sector.
Lejos de las zonas turísticas de Plaka y Monastiraki, Atenas es una ciudad de medianas avenidas, llenas de vehículos, sobre todo muchas motos. Todo en medio de una polución que a veces parece que te corte la respiración. Con más de 5 millones de habitantes, la capital y su área metropolitana aglutinan casi la mitad de los 11 millones de población de todo el país. Las leyes cívicas existen aunque no se cumplen, ni siquiera por parte de las autoridades.
Forma parte del paisaje ateniense ver conductores sin el cinturón de seguridad, coches que no respetan los pasos de cebra, motoristas sin casco o taxistas que esconden el taxímetro y negocian a su antojo el precio del recorrido. Me daba la impresión de estar más cerca de Oriente que de Occidente.
La ley antitabaco se la saltan con total impunidad. En el Mercado Central, cerca de la plaza de Omonia, observo que algunos vendedores sirven a sus clientes con el cigarro en la boca. Ingrid, la delegada de la agencia EFE en Atenas, me cuenta que hace poco un alto cargo de la Sanidad consumió unos cuantos cigarrillos en su despacho mientras ella le entrevistaba.
A pesar de este descontrol, Ingrid me confiesa que aquí se siente como en casa. Desde el primer día se ha sentido arropada por vecinos y otros colegas periodistas. Y es que si algo caracteriza a los griegos es su generosidad, hospitalidad y su predisposición a solidarizarse con el prójimo. Me dice que de ellos admira su conciencia política y su capacidad de agruparse en movimientos sociales que en los últimos años han llenado de protestas y reivindicaciones la famosa plaza Syntagma. Este carácter no es fortuito. Viene de antaño, cuando nacieron las polis y los ciudadanos se agrupaban en comunidades.
Un barrio genuino que sorprende por lo que tiene de bohemio y revolucionario es Exequía. La historia de esta zona, así como de los peculiares graffitis, me la reservo para el siguiente artículo.
Cogimos el metro para ir al Pireo, la zona portuaria y de los pescadores atenienses. Nos encantó pasear por sus calles, llenas de tiendas de fruta, de las especias más variadas, algunas típicamente mediterráneas y otras llegadas de Oriente y África. Durante toda la mañana el Mercado de Pescado del Pireo está lleno de dinamismo y movimiento. Los vendedores cantan alegremente e invitan a los ciudadanos a comprar pescado fresco; sardinas, doradas, pulpos o boquerones que no cesan de llegar de las barcas pesqueras.
Nos encantó comer en una de las tabernas típicas junto al mercado, donde degustamos diversos platos de pescado a muy buen precio.
En el humilde barrio de Metasorio pude comprobar lo que el día anterior me había contado mi colega periodista. Entramos en una de sus tabernas para comer y la dueña con el cigarro en la mano, eso sí, me condujo hasta la cocina para que yo misma eligiera entre los menús que estaba preparando. Los otros clientes, gente del barrio, se esforzaban por hablar en inglés para transmitirnos lo felices que estaban de tenernos entre ellos. Uno de ellos me confirmó que ahora la gente tiene esperanzas con el cambio de gobierno. Me dijo que Tsipras había empezado con buen pie y estaba devolviendo a los griegos lo que les pertenecía. Por ejemplo, la explotación del puerto del Pireo, hasta ahora en manos de los chinos, iba a ser devuelto al pueblo.
A pesar de las diferencias de lengua que nos separan -el griego actual nos resultaba totalmente ininteligible- interactuábamos gratamente con sus gentes mediante gestos y nuestro inglés de andar por casa.
A pocos metros, en la misma calle de la taberna, el pastelero del barrio nos regaló una bolsa de pastelitos variados como gratificación por comprarle en su tienda. Volvimos la noche antes de partir a España. Otra vez con la mano en el corazón, este humilde hombre nos invitó a regresar a Atenas, él nos abría la puerta de su casa.
En la plaza Syntagma, viendo el curioso cambio de guardia ante el Parlamento, una mujer se me acercó para decirme que uno de los jóvenes y guapos guardias era su hijo.
Durante esos cinco días, los griegos me demostraron que llevan la pobreza con dignidad, generosidad e incluso con humor. Se palpa en la calles cómo han ido perdiendo de manera galopante su poder adquisitivo, algunas caras hablan por sí solas. Pero sorprende como conversan entre ellos, como se apoyan mutuamente y como reparten sonrisas y simpatías a propios y extraños. Eso sí, a algunos europeos más que a otros. Nos lo comentó Ingrid y lo pudimos comprobar rápidamente. Sienten gran aprecio por los españoles y lo demuestran colocándose la mano en el corazón como signo de unión entre los dos países.
Termino con una anécdota que creo puede definir el amable y generoso carácter de los griegos. En uno de nuestros paseos por el barrio de la Plaka, mi amiga y yo pasamos por un restaurante tradicional y, como es normal, había un camarero invitando a la gente a probar uno de los platos que ofrecen. Vio que lo que queríamos era simplemente pasear pero realmente no sabíamos muy bien por donde ir, estábamos un poco perdidas. Entonces el camarero, lejos de atosigarnos para ganarse dos clientes, sacó una moneda y echó nuestro destino a cara o cruz. Salió cara y nos dirigimos hacia Monastiraki donde, para sorpresa nuestra, encontramos un interesantísimo mercado de antigüedades que merece la pena visitar en Atenas.