Detenerse a reflexionar sobre quién soy es un ejercicio interesante. Es un desafío porque no se trata de un currículum, sino de transmitirles ‘quién soy’. Uno simplemente ‘es’, lo reflexione o no, lo transmita o no. Soy la sintiente de mis emociones, mi anclaje, y en un mundo donde la identidad parece esfumarse en el campo de la virtualidad, solo a través de ellas puedo reconocerme. Mi nombre es Andrea Rosales, una persona tejida por las experiencias, las pasiones y las influencias que marcaron mi camino.
Nací en Buenos Aires, Argentina, el paisaje de mi historia personal. Desde muy joven, la curiosidad me llevó a bucear por los rincones culturales de mi entorno. Recuerdo las tardes pasadas en la biblioteca del barrio cercana a la escuela. A mi memoria viene la imagen de las escaleras para llegar a los libros, los bancos donde sentarse y hasta las fichas que llenaba la bibliotecaria. Lo más paradójico de esta memoria es que era un lugar de buenos momentos, ir con mis compañeros en grupo, como si de una salida recreativa se tratase.
A medida que crecí, lo cultural fue una constante en mi vida. Mis padres, Benito y Ana María, fueron personas instruidas con niveles básicos de educación, pero siempre nos acompañaron en nuestra curiosidad de descubrir mundos artísticos, lugares que solían ser frecuentados por personas más grandes. Con unos 13 años, junto con mis hermanos y amigos, comenzamos a asistir a eventos de música, bandas que luego terminaron siendo reconocidas a nivel latinoamericano y cruzando los mares también.
No éramos fanáticos exacerbados; disfrutábamos de las letras, la poesía que había en ellas. Para aquel entonces, mi hermana sabía inglés y se tomaba el trabajo de traducirnos las letras de canciones de Queen, Rod Stewart, Génesis o Peter Frampton, entre otros. Por referencias, porque no eran contemporáneas a nosotros, también nos traducía los temas de James Taylor o Bob Dylan. Cuando el cantautor fue anunciado como Premio Nobel de Literatura, sentí orgullo de lo que buscábamos en nuestra adolescencia.
Pero asistir a conciertos de rock no era mi única afición; también escribía. Uno de mis lindos recuerdos fue en segundo año de la secundaria, donde se realizó un concurso de literatura, una redacción cuyo tema aludía a una festividad nacional. En ese concurso, mi trabajo fue elegido como el mejor de la escuela y leído en el acto escolar.
También íbamos a ver obras teatrales. En la escuela había teatro como formación extracurricular, y unos compañeros participaban en proyectos fuera del ámbito escolar, por lo que no era extraño que vayamos a ver esos espectáculos.
Todas estas experiencias han enriquecido mi vida desde una adolescencia temprana y, además, con el tiempo, uno ve el fruto de apreciar la diversidad de miradas que cada disciplina pudiera ofrecer. Es así que, desde muy jovencita, estuve ligada al arte, interés que nunca me abandonó, incluso luego de comenzar mi educación en la universidad.
Llegó el momento de elegir una carrera universitaria, y decidí estudiar abogacía. Un campo que me apasionaba bastante, movida por un idealismo de justicia. Luego vino la trayectoria profesional, que no fue idílica; más bien, fue de un período de desafíos internos sobre todo. Mi idealismo y la realidad no siempre iban de la mano. Aun así, supe aprovechar los debates a que me he enfrentado, los proyectos que he organizado y la interacción con personas de diferentes procedencias. Creo que mi mayor balance son las ganas de seguir alimentándome, sobre todo culturalmente.
La escritura es mi medio esencial para compartir mis pensamientos y reflexiones. Mi campo más placentero es el cine clásico; creo que la herencia artística dejada por aquellos cineastas es difícil de encontrar hoy. Por supuesto que también disfruto de producciones más nuevas, solo que estas tienen una buena parte ‘servida’: la tecnología aplicada al cine.
Sobre cine escribo para la Revista Mariné, un hermoso lugar virtual argentino donde se respira cultura y arte.
También colaboro en Cultugrafía, donde diversos autores abordan temas artísticos, sociales y culturales con una mirada crítica.
Y tengo mi propio proyecto en la web, ‘El Substack de Andrea y Juan’, que comparto junto a un escritor argentino.
Pero también un libro, una fotografía o un fotograma de cine pueden ser buenos motivos para escribir. Suelo hacerlo, no con mirada técnica, sí subjetiva, lo que me ‘pincha’ de lo leído u observado.
Así se forjó mi identidad, compartiendo con otras personas que deseaban expresarse. Con mi escritura como medio, estoy convencida de que cada paso es una oportunidad para crecer y aprender, porque el arte nos hace mejores personas. Me tiene entusiasmada estar en Meer. Espero poder encontrar tantos entusiastas como yo.