Diego  Andrés
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Diego Andrés

Desde temprana edad, empecé a comprender el poder de la palabra. Quizás por sensibilidad o simplemente por haber puesto el foco ahí, entendí la importancia de saber cómo, cuándo y con qué sentido decir las cosas. Con el tiempo, entendí que pulir las formas es un desafío en sí mismo y que, a veces, escuchar o leer a personas con el don de la palabra puede ser nada menos que la contemplación de una de las manifestaciones más interesantes y espontáneas de arte. Por esto, siempre he intentado prestar atención a aquellas voces que emiten más que solo sonido.

Sí, hablo de las formas antes que del contenido, y es válido el cuestionar si se trata de una descomposición inversa, pero, como dicen los que saben, a veces “los extremos se tocan”. En ocasiones, es interesante darle una vuelta a los asuntos: ¿no puede ser el cómo tan importante como el qué? Me he equivocado muchas veces al interpretar el mundo y al definir una postura, pero el sentimiento de autodecepción generalmente proviene de cuando me equivoco en la forma en que la defiendo. Tal vez, muy en el fondo, el cómo defiendes la idea puede ser la idea en sí misma. Es decir, tal vez el qué y el cómo son lo mismo, y la manera en que ves al objeto condiciona al objeto en sí mismo. Muy cuántico todo.

Conformar una óptica es algo que se construye a lo largo de toda la vida, y querer comprender el mundo puede volvernos locos si no estamos dispuestos a enfrentar tanto desilusiones como alegrías al empatar nuestras expectativas con la realidad. Ambos estados del ser son experiencias igualmente valiosas. Por eso, ser agradecido es una de las virtudes que más valoro en las personas y es algo que intento practicar todos los días. De este electrocardiograma que es la vida, con sus subidas y bajadas, he comprendido que el «justo medio» es más un promedio que una línea tangible. Y cuando esa línea se convierte en algo plano, es porque estamos, literalmente, “del otro lado”.

La paciencia es otra virtud que trato de cultivar. Soy igual de aficionado a la cuchillería que a la escritura y, en ambos casos, el filo es de las cosas que más tiempo llevan. Un cuchillo sin filo es como un texto sin precisión: puede existir, pero no cumple su propósito. Así como afilar una hoja requiere tiempo, atención al detalle y la elección del ángulo correcto, escribir también demanda esmero y una cuidadosa selección de palabras que den forma y sentido al mensaje.

En la cuchillería, cada pasada sobre la piedra de afilar es una oportunidad para mejorar, un acto que no puede apresurarse sin arriesgar la integridad de la hoja. De igual manera, en la escritura, cada revisión es una oportunidad para afinar la idea, eliminar imperfecciones y alcanzar una claridad que solo se logra con dedicación. El filo perfecto no es solo el resultado de la técnica, sino del cuidado y la intención con que se trabaja. Lo mismo ocurre con las palabras: cuando se eligen y se ordenan con precisión, pueden cortar profundamente y dejar una marca duradera.

Tanto en el taller como en la página, la paciencia y la práctica son esenciales. En ambas actividades, el proceso es tan importante como el resultado final, y es en ese proceso donde se forjan tanto el acero como las ideas. La satisfacción de sentir el filo perfecto en un cuchillo recién afilado es muy similar al placer de leer un párrafo bien pulido. La prueba definitiva es cuando la hoja del cuchillo corta con facilidad a la del papel. Un corte limpio y sin doblar la hoja es sinónimo de un filo adecuado. De igual modo, creo que las palabras justas transforman manchas de tinta en un papel en significados y móviles para la reflexión.

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