Antes de 1500 -le leo a Gombrich- la naturaleza servía para adocenar personajitos. En lo que a pintura se refiere, los prados fueron un mero pretexto para las vacas y los pastores; el mar para los veleros. En su Historia del arte, E. H. G. proclama a Albrecht Altdorfer emancipador del matorral y los riachuelos. «Muchas de sus acuarelas y grabados, y al menos uno de sus cuadros al óleo, no contienen ninguna anécdota ni ningún ser humano. Se trata de un cambio notorio».
Un gran salto semántico puede causarlo un pequeño paso metodológico: lo que hizo Altdorfer fue pintar las mismas forestas afelpadas que le habían servido para retratar, por ejemplo, a San Jorge con la bicha, pero obviando a los protagonistas. Los chinos empezaron a experimentar con paisajes despoblados dos o tres siglos antes. Como parte de ciertas prácticas meditativas, los artistas eran instruidos en la ejecución de cada uno de los elementos que componen la naturaleza dibujable siguiendo la obra de los antiguos maestros. Una vez adquirida la pericia oportuna, el aprendiz salía del aula para contemplar el apabullante concierto de los elementos. Luego, de regreso en su estudio, el dibujante debía rememorar la sensación que los abetos y las peñas habían causado en su espíritu, ya que esa emoción (y no los accidentes concretos que la producían) era el modelo que debía tomar para su trabajo.
El procedimiento, en lo sustancial, se parece al que emplearon los románticos, famosos admiradores de las cordilleras. En un cuadro de Friedrich, un roble no hace de árbol, sino de sujeto moderno enfrentado a las angustias de la existencia (¡qué papel tan ingrato!), cosa que rara vez se encuentra en mitad del campo. Como los esforzados meditadores orientales, Caspar David también pintaba mirándose los interiores.
En el fondo, el género de paisaje nunca ha tratado de la naturaleza, sino de aquello de lo natural que puede representarse (adecuadamente) en pintura. Con menos sinceridad que los chinos de 1300, los europeos del XVII (suma y sigue) toquetearon según su conveniencia las gloriosas vistas de su patria para que encajasen bien en la composición. El gusto por la metáfora, el idealismo alemán y el auge de la fisiocracia hicieron el resto.
«El gran vicio de nuestra época es hacer algo más allá de la verdad», escribía quejoso John Constable, como si sus conglomerados de percherones y barcazas tuviesen una gota de realidad. De haber tenido interés en «la verdad», el buen sir John podría haber seguido el ejemplo de William Bradford (pintor, cuáquero y americano), que ni corto ni perezoso, financió seis expediciones para ver los hielos del norte. En la Enciclopedia Británica se mienta uno de sus paisajes de título sucinto («El vapor Panther en la bahía de Melville bajo la luz del sol de medianoche») se exhibió en 1875 en la Royal Academy. Bradford tampoco pintaba del natural, imagino para prevenir las amputaciones por congelación, pero contrató a dos fotógrafos bostonianos para que le surtieran de «fieles e instantáneas imágenes» con las que luego armar el cuadro.
Sus obras más famosas reproducen planicies gélidas sobre las que se yergue la vertical de los mástiles. Lo mismo de siempre, pero nevado. Sus obras menores, sin embargo, son harina de otro costal: un inverosímil filete de hielo, cruzado por unas líneas verdosas, flotando sobre el horizonte; unos icebergs estriados (a dos de ellos los cruza una línea celeste, como una banda conmemorativa) agrupados contra un cielo impenetrable.
Sabemos que Bradford no se inventó estos cascotes, porque se conservan las fotografías que le hicieron de guía. Aun así, cuesta creérselos. La concreción (un solo elemento, apenas un poco de cielo y un poco de agua) resulta sospechosa, casi inverosímil. Sabemos que cosas así existen en el mundo, pero quizás no en la pintura. Caramba: tantos siglos de estampas bucólicas y fraudulentas nos han fastidiado la mirada.
(Texto por Joaquín Jesús Sánchez)