Siendo jefe del Estado vaticano, el papa Francisco debe saber mucho sobre las lógicas del dinero, que tan importantes han sido y son en las andanzas de ese Estado. Quizás por eso él acostumbra afirmar que “el diablo se cuela por los bolsillos”. Muchas investigaciones, documentos, testimonios y libros demuestran cómo el principio del “destino universal de los bienes” es violentado cada día por quienes más lo predican, y a este respecto existe algo determinante en todo este tinglado: la organización dirigida por el papa forma parte esencial del sistema social que él tanto crítica, centrándose en varias ocasiones en el papel del dinero como eje transversal de tal sistema.
En este breve escrito me concentro en el dinero según su concepto técnico, muy distinto al lenguaje ideológico utilizado con profusión por Francisco, y, sobre esa base, puntualizo la crítica al enfoque social dualista, también ideológico, que Francisco suele colar en sus intervenciones.
No debe el papa, cuando se refiere a temas económicos, políticos y sociales, disimular y evadir sus responsabilidades metódicas e intelectuales diciendo, por ejemplo, que él se limita a brindar orientaciones éticas, como si la ética no implicase implicaciones técnicas. La ética, sea personal o social, no existe separada de sus consecuencias; ética y economía, ética y política, ética y cultura configuran realidades unitarias, en interacción constante. Olvidar este principio equivale a puro y simple moralismo, y el moralismo expresa un oportunismo rampante porque justifica decir cualquier cosa sobre cualquier cosa. De todas formas —se dirá en el Vaticano— son los técnicos quienes deberán resolver las prédicas morales.
Totalidad social: una realidad ausente en la ideología pontificia
En el transcurso de los años noventa del siglo pasado se convirtió en un lugar común afirmar lo siguiente: “la mejor política social es una buena política económica”. Con esta frase, los políticos, ideólogos, clérigos, teólogos y economistas que la expresaban se adherían a una visión reduccionista y economicista de la sociedad, según la cual esta se reduce a dinero, mercado y consumo, siendo las otras instancias meros apéndices de la dinámica productiva.
El lema en comentario nació bajo el influjo de las corrientes neoclásicas del pensamiento económico, según las cuales un conjunto de ecuaciones y fórmulas matemáticas dan cuenta de la actividad empresarial, la competencia económica, el crecimiento productivo y el equilibrio general y simultáneo del sistema de producción, quedando las otras instancias sociales subordinadas. Este enfoque fracasa, en términos prácticos, precisamente por ese reduccionismo economicista de mercado. Los mercados económicos son dinámicos e imperfectos, obedecen a procesos de adaptaciones sucesivas y descubrimientos paulatinos, y por lo tanto de ecuaciones matemáticas parciales y relativas. A diferencia de esto —que es la realidad empírica—, el modelo neoclásico propone ecuaciones perfectas y completas existentes solo en la construcción teórica, pero no en la objetividad social.
Como contrapartida al reduccionismo economicista indicado, otros políticos, economistas, ideólogos, clérigos y teólogos (entre los cuales debe contarse a Jorge Mario Bergoglio), en la misma década de los noventa del siglo pasado, inspiraron sus declaraciones y acciones en un enunciado contrario al primero: “La mejor política económica es una buena política social”. Con esta consigna plantearon otro tipo de reduccionismo según el cual la sociedad es trabajo, vivienda, seguridad, salud y educación bajo tutela y propiedad del Estado y de los gobiernos, subordinándose a estas variables las económicas.
En ambos casos (reduccionismo economicista de mercado y reduccionismo populista de Estado) se anula hasta desaparecer el principio de la totalidad social, según el cual la sociedad es la unidad interactiva de tres niveles de realidad: el económico-social, el jurídico-político y el ético-cultural. Estos tres niveles existen en interacción y unidad, y por lo tanto los lemas reduccionistas referidos resultan por completo inválidos y unilaterales cuando se pretende traducirlos en políticos públicas.
No existe una separación absoluta entre los niveles o dimensiones de la totalidad social, sino una profunda, dinámica y constante interacción entre ellos, siendo necesaria la existencia de políticas públicas y privadas donde se sinteticen y correlacionen variables tanto económicas como sociales, políticas, éticas y culturales. La mejor política pública o privada es aquella donde se coordinan contenidos provenientes de los distintos niveles de la totalidad social, pero lograr semejante síntesis parece ser un enigma infranqueable para políticos, ideólogos, religiosos, economistas y teólogos habituados —como ocurre con el papa Francisco— a enfoques dualistas y fragmentarios sobre las realidades sociales.
Según estos enfoques, en toda sociedad siempre existen unas personas que se aprovechan de otras, oprimiéndolas, explotándolas, marginándolas y empobreciéndolas, razón por la cual es imperativo permitir y propiciar el enfrentamiento social constante como premisa del cambio estructural. Esta perspectiva, sociológica y política, conduce a la dialéctica amigo-enemigo como núcleo de la acción, y a su consigna preferida: luchar o morir, la lucha sangrienta o la nada.
En varios discursos y declaraciones del papa Francisco se deja ver cierta propensión a interiorizar como propia la perspectiva indicada. Esto ocurre, por ejemplo, cuando sostiene que ciertos movimientos ideológicos dictatoriales piensan como pensaba Jesús de Nazareth. En este punto le convendría a Francisco estudiar La docta ignorancia, donde Nicolás de Cusa explica el principio de la unidad de los opuestos (coincidentia oppositorum), trascendiendo el paradigma del odio fundamentado en la dialéctica amigo-enemigo; o también sería de provecho si investiga los movimientos revolucionarios franceses que en el siglo XVIII enfatizaban el principio de la concordia en las diferencias de ideas, experiencias e intereses. No niego la existencia de conflictos y contraposiciones entre clases sociales y segmentos de la población, tan solo insisto en la necesidad de analizar tanto la conflictividad como la cooperación en tanto contenidos básicos, y en relación, de la dinámica social. De esta manera se respeta el principio metódico de la totalidad social y el análisis unitario de la realidad a fin de obtener consecuencias pertinentes y traducirlas en políticas específicas.
El hecho de que Francisco no tenga en mente, al menos de manera suficiente, el principio metódico de la totalidad social explica sus unilateralidades y sectarismos. Él confiesa que en sus intervenciones crítica mucho a los ricos y a la riqueza, y alaba a los pobres y a la pobreza (obsérvese el sociologismo simplista del papa), pero no se refiere a las clases sociales medias. En el fondo, el predominio del enfoque social dualista (ricos-pobres, riqueza-pobreza, opresor-oprimido) invisibiliza en su mente la presencia de unas realidades sociales intermedias, muy abundantes en muchos países, que interactúan con la pobreza y la riqueza en una dinámica bastante más compleja que la imaginada en el dualismo ideológico pontificio. Sí, la sociología del papa Francisco es simplismo puro. Su medianía en materia de disciplinas sociales y económicas origina los más altos estándares de superficialidad, y es eso lo que predica.
El malo de la película
En un marco categorial dualista como el utilizado por el actual papa es comprensible la ausencia de un concepto pertinente del dinero, válido desde la perspectiva histórica y congruente con el estado actual de la investigación y de la evolución social. En sus declaraciones, entrevistas y discursos, en perfecta sintonía con la ideología y el populismo pontificios, Francisco afirma que el dinero es “el estiércol del diablo”, “peor que el diablo”, una realidad “idolátrica y enfermiza” capaz de “envenenar nuestra mente con el orgullo”, convirtiéndonos en “maniacos de cuestiones ociosas”. “¡El dinero corrompe! No hay salida… Si eliges el camino del dinero al final serás un corrupto”.
Opiniones como estas inducen una suprema ignorancia sobre la economía monetaria e impiden la realización de procesos educativos respecto a los temas financieros, pero existe algo más y mucho más grave: obstaculizan la realización de una crítica sistemática y bien fundamentada respecto del sistema monetario internacional, que, como es sabido, incluye prácticas estimulantes de la desigualdad, la pobreza y la pobreza extrema, y contrarían el principio del “destino universal de los bienes”.
Ese sistema financiero internacional también se encuentra vinculado al Estado vaticano, circunstancia que en buena teoría debe propiciar un ejercicio sistemático de autocrítica económica en ese Estado, pero de esto nada. Cuando el papa y otros purpurados hablan de la sociedad de mercado y del sistema financiero internacional lo hacen desde el Olimpo de su supuesta pureza, amenazada por una sociedad enferma, pero por debajo de la mesa se sirven con la misma cuchara y el mismo dinero. Mejor preguntémonos por el sentido técnico del dinero, su naturaleza y funciones, y dejemos al papa en sus malabares teológicos, clericales, ideológicos, económicos y políticos acostumbrados, que de nada sirven o casi nada a los intereses, sensibilidades y experiencias de los pobres sociológicos y económicos que la ideología populista del Vaticano cree representar y defender.
¿Para qué sirve el dinero?
Sin entrar en los temas complejos teórico-prácticos asociados al dinero (teoría cuantitativa clásica del dinero, economía real y economía monetaria, modificaciones keynesianas de la teoría cuantitativa, tasa de interés, demanda efectiva, demanda monetaria en los enfoques de Keynes y Friedman, modificaciones de Friedman y otros asuntos relevantes), conviene recordar que ese “estiércol del diablo”, como lo llama Francisco, cumple funciones sociales muy importantes, tales como las siguientes:
• Facilita el intercambio de bienes y servicios evitando las insuficiencias del trueque.
• Permite establecer el precio de los bienes y servicios, y en tal tesitura coopera en esclarecer el vínculo entre los procesos de producción, distribución y consumo de las mercancías. Se trata, por lo tanto, de una unidad de cuenta o medida como raíz del sistema de precios.
• Es un activo financiero capaz de conservar el valor para futuras transacciones, siendo utilizado como depósito de valor.
Es evidente que en las funciones referidas se implican contenidos de índole social no directamente monetarios, es decir, asuntos relativos a procesos educativos, culturales, políticos y redistributivos, así como temas relacionados al carácter público del dinero (en el estado actual de evolución histórica), la vigencia contemporánea o no de los bancos centrales, las políticas monetarias y la naturaleza feudal o no de los Estados y gobiernos.
Respecto a este último tema conviene recordar que la utilización del dinero en Estados y gobiernos donde prevalece la feudalización político-ideológica, partidaria y de los intereses creados sectoriales (empresariales, sindicales, académicos, políticos, clericales, etc.) se convierte en fuente directa de desigualdad social y empobrecimiento generalizado en beneficio de las denominadas tecno-burocracias públicas y privadas. Este asunto debe abordarse desde el análisis técnico-científico, y no sobre la base de enunciados moralistas y generalistas de populismo pontificio. La desigualdad social se relaciona, por una parte, al tema de la propiedad de activos productivos, y por otra, a la existencia de una tecno-burocracia público-privada al servicio de Estados feudalizados por el poder y los intereses materiales sectoriales. Hablar de desigualdad y no analizar estos temas equivale a pronunciar palabras vacías de contenido.
Revisemos otros equívocos en la ideología populista de Francisco:
Función social de la propiedad
La propiedad privada es válida y legítima desde varias perspectivas. En primer lugar como resultado de la evolución histórica de los procesos sociales, no se trata de una arbitrariedad voluntarista originada en personas malvadas y mafiosas. Su presencia y dinámicas se asocian al progresivo aumento de la riqueza material, a los cambios tecnológicos y a la evolución de las estructuras de poder político, económico y social; en segundo lugar, existe como resultado de la cooperación entre distintos segmentos de la población que confluyen en emprendimientos específicos; en tercer lugar, ha facilitado los procesos de producción, distribución y consumo al fortalecer los intercambios comerciales entre las naciones.
Los tres puntos anteriores poseen un claro carácter social, colectivo; la función social de la propiedad, por lo tanto, es un rasgo intrínseco, y no una imposición exterior de carácter estatal, política o religiosa. Sobre la propiedad no “pesa” una función social impuesta por las autoridades políticas, como a veces insinúa la ideología pontificia, la propiedad es social en su propia naturaleza. En correlación con este asunto se encuentra el tema de la autogestión, copropiedad y cogestión de medios de producción en el marco de las economías de mercado, y en este punto convendría que el papa Francisco se asesorara bien para emitir criterios mejor fundamentados y diferenciados tanto respecto al paradigma estatista originado en la teoría objetiva del valor como en relación al paradigma economicista originado en el neoclasicismo económico.
El “precio justo”
Según piensa Francisco y con él buena parte de quienes le acompañan en asuntos relativos al pensamiento social, existe algo así como un “precio justo” de las mercancías, bienes y servicios originado en las necesidades de las personas y en los costos de producción vinculados a la generación de las mercancías. Semejante aserto es falso. En términos experienciales, también para el caso del Estado vaticano y de la sociedad vaticana, los distintos precios vienen determinados no por las necesidades individuales o grupales, sino por dos variables simultáneas y enlazadas: las condiciones objetivas de la sociedad asociadas a los sistemas productivos, las evoluciones tecnológicas y las interacciones de esas instancias con los subsistemas sociales, políticos, éticos y culturales; y las apreciaciones subjetivas respecto a los bienes y servicios deseados.
Tenemos, por lo tanto, un dinamismo de precios ajeno a inmutabilidades seudo-metafísicas como lo sería un “precio justo”, se trata de un dinamismo que comporta una disrupción permanente del supuesto sistema de precios justos, y en tal tesitura solo Dios sabe el “precio justo” en cada instante de ese dinamismo, pero las disciplinas sociales no están en condiciones de penetrar en la mente de Dios ni operan con entidades seudo-metafísicas, sino con variables empíricas cambiantes.
¿Quién es ese tipo humano que como si fuese Dios sabe cuál es el “precio justo” porque desde su oficina-torre iluminada conoce la totalidad de las variables objetivas y subjetivas involucradas en la creación de los productos en cada instante del dinamismo social? No es difícil saberlo, se trata de políticos, ideólogos, clérigos, teólogos y economistas, que dueños de semejante conocimiento absoluto, propician intervenciones legales e ilegales en favor de un sistema de precios fijo, inmutable y seudo-metafísico.
A este respecto sería bueno que el papa Francisco o sus asesores repasaran la historia de la teoría y la práctica del “precio justo” antes de utilizar esa noción en las predicas religiosas. Tal estudio, por supuesto, implica para el caso de Francisco, volver a estudiar las consideraciones de personas como Alberto Magno, Tomás de Aquino, Bernardino de Siena, Francisco de Vitoria y muchos más hasta nuestros días, quienes tienden a definir el precio de los productos según la estimación de los mercados en conjunción con los costos, pero subrayando de modo preferencial la importancia de las estimaciones comunitarias, es decir, sociales.
Por supuesto, el Estado vaticano haría bien en analizar las realidades económicas y sociales contemporáneas, que tanto le interesan, para dirimir en ellas cómo operan los precios y como se expresan categorialmente las reflexiones técnicas sobre el precio en varias escuelas de economía tales como la keynesiana, neoclásica, austriaca y sus ramificaciones. Quizás así ese Estado se daría cuenta de que el tema es muchísimo más complejo y multidimensional que la prédica moralista del “precio justo”, y se daría cuenta de algo más: de su participación directa en la estructura de precios establecida.
Interés privado y bien común
Finalmente, si bien el papa Francisco no suscribe la tesis de la contradicción irresoluble entre lo privado y lo común, es lo cierto que en varias de sus declaraciones subyace ese planteamiento de base, como cuando afirma la existencia de “cocodrilos” humanos que amasan fortunas a expensas de los pueblos, “cocodrilos” que arrebatan (roban) los frutos del trabajo ajeno.
Tales experiencias de arrebato y expolio social son reales, basta analizar los indicadores de desarrollo humano para comprobarlo o la feudalización de los Estados, gobiernos y mercados bajo la influencia de los intereses creados sectoriales, pero de ahí a sustentar una narrativa ideológica donde prevalece la incompatibilidad de lo privado y lo común existe mucho trecho.
En términos de ontología social, los intereses privados no son incompatibles, per se, con el bien común, ni viceversa. Todo lo contrario, el bien común no existe cuando se violentan los intereses privados, y los intereses privados dejan de ser válidos cuando implican deterioros y afectaciones en el bien común. La correlación del interés propio y del bien común constituye el núcleo de la unidad social en la pluralidad de intereses y experiencias, y es este núcleo fundacional de la concordia el que se abandona cuando las ideologías —incluida la ideología pontificia— declaran la desaparición del interés propio para mejor promover el bien común o viceversa.
Cuando se actúa en la dirección de semejante aserto, el resultado, verificable históricamente, es el siguiente: un grupo de seres humanos autodefinidos como iluminados y en conexión con Dios y la historia, se autoproclaman expresiones cuasiperfectas del bien común o del interés privado e introducen regímenes tiránicos para imponerlo, o sería mejor decir, imponer por la fuerza lo que tales grupos entienden por bien común e intereses privados. En este punto conviene recordarle al papa Francisco que cuando los intereses privados son eliminados, en realidad se les sustrae al bien común, debilitándolo hasta hacerlo desaparecer, y viceversa, cuando el interés privado abandona su coordinación y conjunción con el bien común, se deforma hasta convertirse en egolatría individualista.