Un día de 1519 a los pies de una ceiba fue fundada La Habana, la primera misa y el primer cabildo de la que será cuatro siglos más tarde una joven ciudad para los europeos, reconocida como la capital de la isla desde 1607 por Real Decreto. La Habana ha sido una ciudad de soñadores y de artistas, escritores y amantes de su encanto, en la arquitectura con estilos nacidos en la pendiente de la metrópolis, y las viejas plazas donde el tiempo se regodea en el placer mesurado de las caminatas y los refrigerios: ciudad hecha más para el paseo que para los carruajes, entre las oleadas de luz y el trópico que invade sonriente. Es otro el tiempo, el olor de las algas y los peces adivinados en la profundo de la garganta de una bahía que ha recibido a los barcos de poco calado desde aquel día en que se detuvo el marinero en su regazo portuario a calafatear, los que hoy nos parecería barcazas humildes, en nuestro siglo de concursos humanos por la conquista del espacio, del más alto rascacielos, de las naves espaciales, de las neurociencias; nos transporta La Habana Vieja a compartir la suerte de los aventureros que llegaban a buscar fortuna, o escapaban de las guerras religiosa europeas entre reformas y contrarreformas.
Con las mismas reglas que Felipe II recoge en sus ordenanzas pero que se acomodan a nuestra tierra, al clima, con los oficios se levantaron palacios e iglesias, humildes mercados o ambiciosas plazas; guiados por maestros canteros, carpinteros, herreros, etc. Naturales o viajeros llegaban a las colonias ofreciendo sus artes y habilidades. Muchos se casaron y quedaron en ella; otros, nacieron para interpretar los deseos y el poder real de su momento, que tuvo una historia accidentada, como la del descubrimiento cuando un temprano dios indio llamado Huracán detuvo en la bahía de un incierto cacique llamado Habaguanex una voz india que adoptó la tres veces emplazada, y al final, a la sombra de una ceiba fue consagrada ciudad de los romances y tropiezos de esos personajes fabulosos y soñadores que construyeron la fantasía y la tradición en una capital: sus escritores Carpentier, Lezama Lima, Dulce María Loynaz, y muchos otros nombres justamente reconocidos dentro de la literatura latinoamericana se enamoraron de ella, pero también ha prevalecido en el tiempo por la obra de restauración y los sueños de quienes aprenden los viejos oficios desde los espacios internos, el tejido esencial de la ciudad.
La Habana es como toda ciudad construida cerca del mar un puerto y un sitio donde las sales y el viento envejecen pronto los materiales tradicionales, el hierro se deshace y las formas se indefinen con el tiempo, es una ciudad en a que se amalgamaron muchos estilos, tiene el estilo de no tener estilo único, y creció ganándole terrenos al mar y también con las emigraciones sucesivas. Siglos atrás superó su realidad de acrópolis, pero es una ciudad que a la salida de la colonia decae, y se juega su destino en la ruleta de los nuevos asentamientos, y de un centro que ya Lezama Lima testimoniaba como vencido, agotado, es entonces que los intelectuales de la República intervienen para evitar su destrucción y el abandono de los edificios de la ciudad antigua, unos caen, como el presidio y la Universidad Pontificia de San Jerónimo; otros cambian, como el antiguo Mercado de Colón transformado en Palacio de Bellas Artes en 1956 por el arquitecto Alfonso Rodríguez Pichardo y que se amplió incorporando tres edificios para ser lo que actualmente se conoce como Museo Nacional de Bellas Artes, terminado en julio de 2001 por el arquitecto José Ramón Linares Ferrera.
Una ciudad que se había incorporado a la imagen de un historiador que, si ya no está, sabemos que aún es la guía. Era La Habana personificada, que acostumbró a sus discursos y que tenía el dominio galante de la oratoria y el encanto de eso que llaman personalidad. Pero La Habana sigue y sus viejas calles se remozan o tienen que enfrentar la crueldad del envejecimiento y los renacimientos de su molicie ahora espesada por la escena de calles meditativas durante los años de la pandemia: La Habana de Carpentier, contada con su voz asmática en crónicas radiales y televisivas, además de su itinerancia por periódicos en la primera mitad del siglo veinte, y por las irregulares de Lezama, con sujeciones a raptos espasmódicos; aquellas que en cambio, no escuchamos, sino espiamos en las reuniones y almuerzos en la casa de la vecina de Leal, la poetisa Dulce María Loynaz, es una Habana que nos puede contar Sergio González, subdirector por muchos años de la oficina. Porque estaba ahí cuando llegó aquel joven enjuto e incomprendido, inicialmente, que sacó los objetos del museo y emprendió una gira por los bateyes y los campos, con la historia a cuestas; y los que nacieron después en la aventura diaria de hacer una ciudad, los que van silenciosos y a partir de ahora conoceremos, porque no se detienen. Dentro del Museo de los Capitanes Generales comenzó la restauración el grupo de jóvenes que se encomendaron a Dédalo y Némesis, para que el equilibrio entre recuerdo y adaptación fuera un guante engastado en plata y vitrales.
Hoy, las plazas principales han sido recuperadas, las palomas anidan en los faroles y el ruido de la mar es casi medible. Tócale cuando llegan las horas del crepúsculo o antes del inicio de la jornada que trae en sus modernos carruajes visitantes y laboriosos columnas y capiteles diurnos para reiniciar la obra, muchas de las calles que deben unir las plazas ya han recobrado la ansiada lozanía, sobre saltarines adoquines obligan a detenerse y a pensar en la vida como no lo hace pulida calle. Sobre todo, se puede recorrer el alma de la ciudad que guarda quinientos años interpretados por las glorias de tiempos memoriales y las técnicas nuevas que ayudan a su recomposición, es una orquesta de violines la que aja de los talleres con su in crescendo y la que entre los gorjeos de la juventud aprende los viejos oficios olvidados en los años de la república mediatizada, los maestros desandan los pasos perdidos cada día, el arquitecto se confunde con el maestro de obra y no se nota la diferencia profesional porque a la manera de los auténticos talleres de antaño, en la Edad Media se aprende el oficio con el que diseña también, hoy que los roles están tan diferenciados, es un placer caminar sin ser notado por las calles trazados con mano nerviosa y casi tocar su frenesí desacompasado, el rincón vegetativo y la sorpresa que aguarda en las viejas ciudades, solo en ellas, lejos de las monotonías de estilos.
En 1982 recibe La Habana Vieja y su sistema de fortificaciones la condición de Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO que establecían como pauta una ciudad en la que sus habitantes colaboren con la restauración integral del espacio público, las viviendas, los servicios, no solamente de los museos y plazas. Varios han sido emblemáticos, como el Palacio de los Capitanes Generales, primera sede de la reconocida Oficina del Historiador de la Ciudad, el proyecto de la plaza vieja, el de la restauración del Convento de San Francisco de Asís, con una estrategia muy bien delineada se concibió el Plan Maestro y en un momento recibió la autonomía del Decreto de 1992, que le daba autoridad para obtener recursos financieros, más allá de la cooperación internacional con hoteles, tiendas y un impuesto cobrado a los trabajadores privados de La Habana Vieja sustentar la restauración del ciudad, en parte, y con las donaciones que internacionalmente recibe Eusebio Leal apoyado por instituciones, amigos y organismos internacionales, la Oficina del Historiador de la Ciudad fe configurada por un equipo de trabajo que se mantuvo fiel al historiador y que se encargaba de la elaboración de los proyectos y su ejecución, trabajando en equipo con la guía de Leal.
La labor del Dr. Eusebio Leal y su equipo permitió la conservación de un largo listado de sitios patrimoniales, a los que ya mencionamos hay que agregar las fortificaciones que legó la colonia, entre ellos el Castillo de la Fuerza del que inició su construcción en 1658 y se terminó diecinueve años más tarde en 1677; y los que presiden el otro lado de la bahía habanera proyectados para su defensa el de los Tres Santos Reyes del Morro y La Cabaña.
La ciudad debe su identidad a ingenieros militares que como los italianos Bautista Antonelli y Cristóbal de Rodas con el Morro, el proyecto de la desaparecida muralla de la ciudad, el español Francisco de Albear en su acueducto; y los arquitectos que la adornaron con sus construcciones civiles y militares, plazas, palacetes para las altas dignidades del clero y gobierno, iglesias y paseos que cambiaban sus nombres y su aspecto, expandiéndose hacia la ciudad extramuros, pero también a los que humildemente trabajaban la piedra conchífera y a los que han trabajado y dirigido su conservación. Su primer historiador Don Emilio Roig de Leuchsenring recoge en su libro La Habana. Apuntes históricos, entre otras experiencias, la exitosa restauración de la Catedral barroca que muchas veces identifica la ciudad dirigida por el arquitecto Cristóbal Martínez Márquez entre 1946 y 1949, para remediar problemas estructurales presentes desde su misma ejecución cuando antaño fuera oratorio de los jesuitas.
Ilustre antecedente de una actividad constructiva que mantuvo la ciudad durante los años de trabajo incesante del sucesor del jurista e intelectual Roig, el historiador Eusebio Leal aunó voluntades y creó una institución dedicada a preservar, al mismo tiempo que un símbolo.