Pocas personas han salvado más vidas que Luis (su nombre en francés es Louis) Pasteur uno de los científicos más importantes del siglo XIX. Recordamos su vida y sus logros en una serie de dos artículos.
El terror sacudió la mañana a su paso por la calle principal del pequeño pueblo cercano a la montaña, en el noreste de Francia. No era la primera vez que ocurría, pero siempre inspiraba el mismo miedo y angustia. Otro lobo con el mal de rabia había mordido a un ser humano, y los pobladores de Arbois, que así se llamaba el poblado, sabían lo que ocurriría.
Al principio, procedía en casa del herrero cauterizar las heridas. Inmediatamente el olor a carne quemada se colaría por las calles adyacentes, mezclándose con los gritos de dolor que salían de la garganta del pobre hombre doblemente herido. El niño de nueve años que en esa ocasión era testigo de la escena, nunca olvidaría en su vida esos momentos terroríficos. Luego, ya sabía lo que iba a pasar después. Se lo había contado su padre, así como otros de sus familiares. La muerte sería inevitable, pero antes el sufrimiento no tendría paralelo. El infectado comenzaría presentando inicialmente fiebre, dolor en el sitio de las heridas, dolor de cabeza, síntomas gastrointestinales seguido de sintomatología neuro-psiquiátrica, como agitación, hiperactividad, desorientación, conducta extravagante, alucinaciones, convulsiones, parálisis.
Se presentaban espasmos en faringe y laringe muy dolorosos, que impedían el comer y beber. Desde muy antiguo se cita el pavor que tienen los pacientes con rabia al ver el agua, de ahí el nombre de hidrofobia, con que también se conoce a esta enfermedad. La muerte más bien resultaba misericordiosa para los afectados. Si aún en la actualidad se considera terriblemente espantoso el curso de la rabia, con todos los recursos que hay hoy para el aislamiento y atenuación de las manifestaciones clínicas, especialmente neurológicas y psiquiátricas, se debe imaginar lo dantesco de la situación que era en el pasado. No es de extrañar entonces, que antes del siglo XVIII, en Francia se permitía a los vecinos, «envenenar, estrangular o matar a tiros a las personas atacadas de rabia, o que se sospechaba lo estuviera» (Paul de Kruif).
Aquel niño al que tocó ser testigo de la tragedia de un poblador mordido por un lobo rabioso era Luis Pasteur. Nunca en su vida podría olvidar tan trágico episodio. Muchos años después escribiría «siempre me han perseguido los gritos de aquellas víctimas en una calle de Arbois». Muchos se han preguntado sobre las causas que impulsarían a Pasteur llevarlo a investigar una enfermedad tan peligrosa, grave, mal conocida en su patogenia y poco frecuente como la rabia. La respuesta en parte descansa en aquella experiencia vivida en su infancia, pero sin duda debe atribuírsele también a su espíritu osado, valeroso y sin duda romántico.
Al meterse de lleno en la empresa de vencer la rabia, tenía todas las probabilidades de éxito en su contra y aun así, al cabo de tres años de un trabajo incansable, con la ayuda de sus tres abnegados colaboradores, el fiel Emile Roux, el incansable Chamberland, y muy en especial, su esposa, Marie Laurent, con quién se casó el 29 de mayo de 1849, alcanzaría el éxito espectacular. La conoció precisamente durante su trabajo académico en la universidad de Estrasburgo, siendo ella la hija del rector de la misma. Fue durante toda su vida una esposa abnegada, paciente, que le permitió siempre realizar su trabajo, procurando facilitarle al máximo las condiciones para que lo pudiera efectuar sin contratiempos.
Sus primeros años
Luis Pasteur nació en un pequeño pueblo del este de Francia de nombre Dole, el 27 diciembre de 1822, hijo único de Jean Pasteur, un curtidor y exsargento que sirvió en el ejército de Napoleón. Su niñez y adolescencia transcurrió en la ciudad de Arbois. Fue un escolar y liceísta serio, diligente, con dotes de mando sobre sus compañeros, pero no particularmente brillante. De hecho, su proceder nada hacía predecir las altas cumbres científicas que alcanzaría décadas después. Cuando más, su padre aspiraba que algún día pudiera llegar a ser profesor en el liceo de Arbois.
En el colegio demostró cualidades para la pintura y algunos estudiosos de su vida afirman que, de haberse dedicado a ella, quizás habría triunfado. Pero el joven Luis prefirió inclinarse por seguir las disciplinas científicas. Ya para ese entonces demostraba tener cualidades para continuar estudios superiores. Siendo el alumno más joven fue nombrado monitor y sus tutores, al término de esa etapa liceísta, lo recomendaron para optar a entrar a la famosa Escuela Normal Superior, máxima casa de enseñanza para los estudiantes más brillantes que serían profesores en las universidades más selectas de Francia. Pasteur aprobó el difícil examen de admisión y culminó sus estudios de química con éxito. A los 25 años, ya había obtenido el equivalente a lo que ahora llamamos maestría y doctorado, y ya estaba preparado para comenzar a deslumbrar su país, Europa y el resto del mundo, con sus descubrimientos.
Un año después de culminados con éxito sus estudios, fue nombrado profesor de física en el liceo de Dijon, pero pocos meses después se le ofreció el cargo de profesor de química en la Universidad de Estrasburgo. Este hecho resultaría de enorme trascendencia en la vida de Pasteur, ya que, como escribimos anteriormente, fue allí en donde conoció a la que fue su esposa durante toda su vida. Tuvieron una vida muy feliz, salvo la pérdida de tres de sus cinco hijos.
Su magna obra
Ha sido sumamente difícil para todos quienes se han asomado a la gigantesca obra científica de Luis Pasteur tratar de resumirla en términos sencillos y limitados para que no se excedan de los límites que les impongan la extensión de la biografía. Y, por supuesto, entre más restringido sea el número de páginas que exija el tipo de publicación, se comprende que más complicado resulta el intento de tener éxito. Uno de los que lo ha logrado con suma elegancia, fruto sin duda del hondo humanismo que lo caracterizó, fue Pedro Lain Entralgo. Este gran historiador de la medicina englobó todos los trabajos de Pasteur en cuatro agrupaciones: la disemetría molecular, las fermentaciones, las enfermedades infecciosas de los animales y las enfermedades infecciosas del hombre. La sucesión de estos grandes grupos de temas, los comparó «a los tiempos de una sonata».
Aun antes de llegar a Estrasburgo, ya el joven químico, apenas con 26 años había conseguido alguna notoriedad, al lograr resolver un viejo problema con el descubrimiento de la asimetría de las moléculas orgánicas. Comenzó estudiando los cristales del ácido tartárico, presente en grandes cantidades en los sedimentos del vino fermentado, así como los del ácido paratartárico (ácido racémico). A pesar de que ya se conocía que la composición química de ambos era igual, sin embargo cuando se les hacía pasar un haz de luz polarizada, el primero de dichos ácidos rotaba hacía la derecha no así el ácido paratartárico.
Sin embargo, el ácido racémico podía convertirse en ópticamente activo mediante diferentes procedimientos, entre ellos la fermentación. Pasteur indagó sobre estas diferencias con el microscopio encontrando que en el ácido tartárico cada cristal lucía igual al otro, mientras que en el caso del otro ácido, observó «imágenes en espejo». Se convenció de esa manera que la estructura interna de ambos ácidos eran diferentes. Había descubierto la asimetría de algunas moléculas y dando origen a la denominada estereoquímica, que sería desarrollada más adelante por otros investigadores.
De nuevo Pasteur tiene que ver con la fermentación cuando se le nombra decano de la facultad de ciencias de la ciudad de Lille. Dicha ciudad gozaba de un auge económico muy importante ya que era asiento de industrias relacionadas con el alcohol, vino, cerveza y maquinaria agropecuaria. Los industriales de Lille apoyaban a la facultad de ciencias, pero deseaban que los científicos contribuyeran con sus descubrimientos al desarrollo industrial. Uno de ellos le solicitó que investigara la forma de evitar la acidificación del alcohol obtenido por la fermentación de la remolacha.
De inmediato procedió Pasteur a hacerlo encontrando que había dos fermentos, uno que originaba la fermentación alcohólica y el otro la de tipo ácida (láctica). Al cabo de varios años de arduo estudio, estaba convencido que en todos los procesos de fermentación, se tratara de la leche agria, el vino, la cerveza o el vinagre, intervenían fermentos vivos específicos (bacterias u hongos) y que las alteraciones del vino o la cerveza eran originadas por bacterias contaminantes ((P. Berche). En esta época, Pasteur identificó y aisló numerosos microorganismos específicos responsables de la fermentación normal y anormal del vino, la cerveza y el vinagre. Demostró además la posibilidad de vida anaeróbica, aunque es posible que Pasterur desconociera que doscientos años atrás, Leeuwenhoek había presenciado la misma cosa, e incluso Spallanzani antes, con asombro, había comprobado la existencia de animales microscópicos que tenían la facultad de vivir sin aire. Pero más importantes aún, hizo conocer el hecho que, calentando a temperaturas medianamente elevadas aquellos productos por espacio de varios minutos, lograba eliminar los organismos vivientes, evitando su degradación. Había dado origen a lo que posteriormente en su honor se denominó pasteurización, descubrimiento de importancia trascendental para la industria de los alimentos. En el transcurso de estos estudios sobre la fermentación, y muy en especial después de su célebre polémica con Pouchet, Pasteur terminó de enterrar la teoría de la «generación espontánea».
Para esta época, el sabio francés ya gozaba de una merecida fama en su país, pero comenzaron también a presentarse adversarios que se oponían a sus puntos de vista pero en especial, quienes también criticaban su manera de ser autoritaria, ególatra y sobre todo polémica. No rehuía debate y más bien parece que le encantaba buscarlo, siempre seguro de sí mismo, dispuesto a nuevos experimentos con tal de comprobar sus teorías. Se le acusaba de arrogante, pero igualmente de no obtener la comprobación final de sus trabajos.
Por esos años tuvo dos rivales de mucha altura. El gran Claude Bernard, académico como él, se opuso a la teoría microbiana de la fermentación, pero poco tiempo después fallecía, sin tener ocasión de terminar sus conclusiones, de tal manera que, Pasteur respondió poco elegantemente a un difunto. El otro fue el que más adelante seria su más serio contrincante. Un médico prusiano que comenzaba a descollar en el campo de la bacteriología. Robert Koch.
El destino encaminó los pasos de Pasteur hacía el tercer gran grupo de problemas a resolver, en este caso, las enfermedades de los animales originadas por microorganismos vivos, como ocurrió con los casos del gusano de seda, el carbunco, el cólera de las gallinas, la erisipela del cerdo y la perineumonía de los bovinos. En el primer ejemplo, entre 1866-1870, pudo encontrar los agentes causales de la pebrine y la flatcherie, las dos enfermedades que atacaban a los gusanos de seda, dictando las medidas necesarias para combatirlos: destruir todos los gusanos enfermos y los alimentos contaminados. De esa manera, la industria de las seda francesa se salvó y también la de otros países. La ciencia en esta ocasión, igualmente se vio favorecida con el nacimiento de la teoría microbiana, que vería en las siguientes décadas, un esplendor inusitado.
Las investigaciones de Pasteur sobre el cólera de las gallinas no solamente conducirían al mejor conocimiento de los factores etiológicos de dicha enfermedad, sino que también tendría como efecto algo más importante aún, el nacimiento de la inmunología. Todo surgiría por un hecho causal. Luego de regresar de sus vacaciones de verano, Pasteur encontró que algunos cultivos del agente infeccioso dejados en depósito, al ser inoculados de nuevo no producían la enfermedad, mientras que otros nuevos mataban a las gallinas en pocas horas. Para no desperdiciar las gallinas sobrevivientes, fueron inoculadas con el material aniquilador de las aves, observando con sorpresa que ahora no morían, aunque seguían excretando la bacteria «salvaje» (noción de «portador sano»). Inmediatamente Pasteur asoció este fenómeno con la protección conseguida por Jenner contra la viruela y en su honor, llamó vacunación a la inmunidad inferida por la atenuación de las bacterias. Nacía también de esta manera, el campo de las vacunas, que tendría su desarrollo posteriormente (H Lee Ligon).