Siempre he admirado a la gente que dice las cosas a la cara, esas personas que no tienen pelos en la lengua, las de toda la vida. Y he de reconocer que esos hombres y mujeres que se dedican a lanzar indirectas como pullas me caen bastante mal. Sin embargo, aún simpatizo menos con los que usan las redes sociales para lanzar mensajitos con doble intención, mensajitos que luego justifican con un post cutre tal como: «Yo me responsabilizo de lo que publico, no de lo que tú entiendas».
Tremenda coartada, me parece de una ignorancia supina. Pero vivimos así, diciendo entre líneas lo que no nos atrevemos a decir cara a cara. Fingiendo alegrarnos por algo o alguien cuando por dentro nos corroe la envidia cochina.
Sí, la envidia cochina y sucia. La envidia es siempre cochina, nunca sana. Eso de la envidia sana se lo inventó un envidioso para justificarse a sí mismo. No obstante, mentiría si no reconociera que una parte de mí se siente atraída por ese tipo de personas que mienten a destajo, enredan y luego lo maquillan todo con una carita de no haber roto nunca un plato.
Fíjense que uso el símil de no romper nunca un plato en lugar de otro bastante manido: tener carita de mosquita muerta, porque, oye, a veces las comparaciones son odiosas y no hay que hacerles ese feo a las pobres moscas.
Pero sí, tal vez sea por mi adoración a la psicología, por la necesidad de entender a la raza humana o por no desear reencarnar en hormiga en la próxima vida que me siento atraída por esas personas. No atraída en un plano sexual, obvio, sino más bien, atraída como Víctor Frankenstein ante su creación:
«¡Cómo expresar mis emociones ante aquella catástrofe, ni describir al desdichado al que con tan infinitos trabajos y cuidados me había esforzado en formar! Sus miembros eran proporcionados, y había seleccionado unos rasgos hermosos para él. ¡Hermosos! ¡Dios mío!».
(Mary Shelley: «Frankenstein o el moderno Prometeo», 1818)
Algo así. Porque no podemos negar que ante tremendo entramado de decir lo contrario a lo que se quiere decir, de fingir no sentir lo que realmente se siente y enredar de tal forma que ya no sepas dónde te queda la mano derecha, tal como en una partida de Twister, hay una inteligencia superior.
Una inteligencia superior, sí; pero monstruosa. Y los seres humanos somos así, nos fascina todo aquello que nos corrompe, que nos hiere…