El gran Umberto Eco nos dejó entre tantos escritos una joya pedagógica que explica en 14 características lo que es el Fascismo, y que llamó el «fascismo eterno». Afirma que dicho fenómeno no debe cumplir exactamente con todos los rasgos que lo definen, pero sí con la mayoría de ellos, y señala que debemos tener cuidado de confundirlo con otras realidades con las que comparte algunos elementos. A pesar de su advertencia, son muchos los irresponsables que usan el término como una ofensa sin cerciorarse si su víctima es o no realmente un fascista. Se puede decir que esa gente no tiene remedio. Sin duda Eco se la puso fácil al que no quiere ser engañado.
Salvando las distancias, me gustaría emular al gran filósofo haciendo lo mismo pero con el caudillismo, a pesar de no ser una ideología. Palabra que en Iberoamérica nos ha servido para hablar erróneamente de todo jefe autoritario, especialmente si está relacionado con los militares u hombres de armas. Sabemos que muchos seguirán haciendo lo que quiera con ella, aunque nosotros queremos creer que esta pequeña contribución puede ayudar a hablar con más cuidado e incluso estar atentos ante la reaparición de los principales rasgos del terrible mal. Los rasgos o características que ahora enumeraremos fueron tomados de mi tesis de maestría (2016): El surgimiento de los caudillos en el proceso de Independencia de Venezuela (1808-1817).
La gente habla de caudillismo al referirse claramente a una «tendencia» en el ejercicio del poder donde prevalece la acción de los caudillos. De manera que más que hablar de caudillismo tenemos que señalar los rasgos del caudillo, y a eso nos vamos a referir fundamentalmente. Porque en realidad el caudillismo es un sistema de jerarquías y pactos entre los caudillos que forman una pirámide (Diego Bautista Urbaneja), por lo cual podrían existir estos últimos, mas no el caudillismo. Es decir, dicha pirámide está conformada por caudillos regionales y locales, los cuales establecen un acuerdo entre ellos para «elegir» a un caudillo nacional (especie de árbitro). La existencia de esta red piramidal no quiere decir que el poder sea transitivo, sino que cada caudillo manda sobre el que está inmediatamente debajo de él y nada más.
El caudillismo y el caudillo solo pueden existir si el ejército formal es inexistente o débil en su capacidad para centralizar el poder del ejercicio de la violencia. Y por tanto la misma condición se aplica al Estado: a menor Estado mayor posibilidad de aparición del caudillo y/o el caudillismo. El caudillo representa una fragmentación del poder.
El caudillo es un jefe guerrero, de allí deriva su nombre según el Diccionario de la Lengua Española el cual nos señala que su origen proviene del latín: capitellus, que se refiere a cabeza, el que dirige y manda a la gente de guerra. Puede ser un jefe militar, es decir, que pertenece a un ejército formal aunque cumpliendo con las condiciones del punto 2.
El caudillo es un jefe político personalista, porque su voluntad personal carismática y violenta determina sus decisiones como autoridad, y no las leyes o las instituciones. Las bases de su carisma son sus habilidades guerreras y de liderazgo: que demuestra en los triunfos en batallas, heroicidad, dominio como jinete, porte y nobleza, condición de macho (capacidad de conquista amorosa y de reproducción: gran cantidad de hijos), y guía o mando de los soldados en las campañas: relación informal en la vida cotidiana con los soldados, uso del lenguaje y costumbres de los soldados y trato igualitario salvo en la batalla.
El caudillo controla un ejército privado o hueste o «partida» (no formal) que puede entrar en conflicto con el ejército formal cuando éste limite su poder; o la creación de fuertes lazos de lealtad entre soldados y el caudillo que llevan a una relativa «privatización» de los cuerpos del ejército que están bajo su mando. Sus soldados lo idealizan brindándole diversos títulos como taita, etc. que le permite una casi ciega obediencia. Es por medio de este ejército particular que influye en política.
La autoridad del caudillo puede centralizar varios tipos de poderes: el económico, el social, el político (incluso institucional: creación e interpretación legal y de justicia), y el militar por supuesto; en una determinada localidad o región.
El caudillo es un terrateniente porque es la tierra el principal medio por el cual logra el apoyo de su ejército privado, el cual lo conforman personas que dependen del empleo en sus haciendas y de los recursos que estas proveen para subsistir. Al mismo tiempo determina la prosperidad de la localidad o región y por ello controla las decisiones económicas. Estas tierras le permiten el adoptar algunas características de “feudo”: autonomía o aislamiento geográfico y político frente a las instituciones.
El caudillo es un patriarca generoso (o patrón justo que escucha las demandas): lo cual logra apadrinando muchos de sus peones o hijos de personas influyentes de la localidad, de manera que se cree un vínculo religioso-familiar con sus seguidores o aliados; además de satisfacer relativamente las necesidades de las personas bajo su autoridad, en especial sus soldados y en segundo término la población donde ejerce su poder.
El caudillo dirige un ejército privado el cual recluta sin grandes exigencias de las condiciones de sus soldados para el combate, y la jerarquía de mando solo responden a su voluntad personal y a la lealtad que le tengan dejando para un segundo plano el mérito.
La «forma caudillesca» de hacer la guerra es predominantemente informal (tipo guerrillera) y con ausencia importante de armas de fuego y del uso de la infantería. El caudillo tiende a dar grandes libertades a sus soldados de modo que ejercitan el saqueo y la crueldad.
Un último aspecto, que no hemos querido enumerar, es el hecho que se ha dado un acuerdo historiográfico que establece al caudillo con un fenómeno del siglo XIX en Iberoamérica. Lo que seguramente ya muchos habrán advertido en algunos factores de sus rasgos. Creo que esto nos bastaría para dejar de llamar «caudillo» a toda expresión personalista, pero si no ocurre por lo menos que nos sirva de recordatorio porque una centuria no pasa en vano. Somos hijos de los caudillos, por lo que el personalismo político es una enfermedad de la cual todavía no logramos curarnos definitivamente.