El proceso de racialización de los sujetos, en el pasado y aún en la actualidad, ha tenido y tiene una intencionalidad: la deshumanización de todo aquel que se racializa. Cuando se desprovee a alguien de su condición de humano, de ser físico, psíquico, ético y epistémico, es posible justificar cualquier acción contra él, su asesinato, su violación, su apropiación, su esclavización, su venta, su descalificación, su denigración, o cualquier otra cosa que los que conservaron su humanidad se permitan hacer con ellos.
En el caso de los africanos y sus descendientes nacidos en las Américas, desde la colonización europea fueron sometidos arbitrariamente a múltiples experiencias que vulneraron su humanidad, entre ellas la esclavitud, los linchamientos, la segregación, el encarcelamiento masivo, la brutalidad policial, entre otras; y, aunque en las últimas décadas algunas de estas prácticas han perdido su carácter explícito, siguen estando presente en la dinámica social, manifestándose de forma cada vez más sutil y casi imperceptible.
Pero en este contexto, la ciencia médica y la industria farmacéutica no han escapado del racismo. Los afroamericanos durante décadas fueron desprovistos de su humanidad en los hospitales, por parte de médicos e investigadores inescrupulosos que no los percibieron como pacientes sino como seres inferiores, disponibles para el uso y abuso durante la realización de sus investigaciones médicas, dirigidas a atender y erradicar las enfermedades que aquejaban y preocupaban a los blancos. De acuerdo a ello, durante décadas los afroamericanos fueron instrumentalizados y, sus cuerpos racializados y subvalorados empleados para la realización de experimentos. El uso de cerdos y perros para la experimentación médica dejó de ser necesaria cuando se pudo disponer de los cuerpos sanos y enfermos de los sujetos racializados y deshumanizados, a los cuales médicos e investigadores accedieron con consentimiento o sin él, es decir, de forma impuesta o voluntaria.
Algunos afroamericanos fueron obligados a participar en condición de objeto de estudio en estos experimentos sin poder negarse por su condición de esclavos, otros fueron reclutados bajo engaño; también se aprovecharon de la precaria condición de vida de esta población, la pobreza y el desempleo para contratarlos a cambio de unos pocos centavos para participar en experimentos. Pero otro método empleado por médicos e investigadores fue disponer arbitrariamente de aquellos sujetos abandonados en instituciones psiquiátricas, geriátricos o encarcelados; el engaño a pacientes enfermos, así como, la apropiación sin consentimiento familiar de los órganos y células de los pacientes fallecidos. Esta situación se hizo más frecuente y descarnada cuando se trató de las mujeres, quienes no solo fueron víctimas del racismo sino también del sexismo, que las consideró doblemente inferiores y socialmente prescindibles.
Entre los casos más emblemáticos es posible mencionar al cirujano estadounidense James Marion Sims, considerado el «padre de la ginecología moderna», quien, entre 1845 y 1849 practicó múltiples cirugías experimentales sin anestesia a más de 11 esclavas en una clínica improvisada en su jardín, cerca de las plantaciones de esclavos en Alabama. En 1853, el médico se estableció en Nueva York para fundar el primer hospital de mujeres de Estados Unidos, donde aplicó en mujeres blancas con anestesia lo que experimentó durante más de 4 años con mujeres negras sin anestesia. Según Harriet A. Washington, historiadora y experta en ética de la medicina, esta práctica se naturalizó pues «una de las mayores teorías médicas sobre los afroaestadounidenses era que no sentían dolor o al menos no sentían dolor como los blancos. Una creencia muy conveniente si quieres abusar de ellos durante la cirugía».
Otro caso que ha dejado en evidencia el racismo en la medicina fue el Experimento Tuskegee. Entre 1932 y 1972 el Servicio Público de Salud, junto con el Instituto Tuskegee en Alabama, le ofrecieron comida y alojamiento a 600 aparceros afroamericanos y «la última oportunidad para tener un tratamiento especial gratis»; sin embargo, fueron engañados y utilizados como como conejillos de india en un experimento que perseguía comprobar el desarrollo de la sífilis sin ser tratada, desde sus fases iniciales hasta la muerte. Es decir, durante 40 años los participantes del experimento fueron estudiados, pero nunca se les proporcionó tratamiento, motivo por el cual fueron muriendo, contagiaron a sus esposas y sus hijos nacieron con la enfermedad.
En 1951 la afroamericana Henrietta Lacks, también fue víctima del racismo y la reprobable ética médica, cuando acudió al Hospital Johns Hopkins por un doloroso bulto en el cuello uterino y sangrado vaginal. Lacks fue diagnosticada con cáncer cervical, sin embargo, durante la realización de los exámenes, -sin su conocimiento o consentimiento- el médico George Otto Gey le extrajo células del carcinoma con fines de investigación, con las cuales desarrolló una línea de cultivo celular inmortal denominada «HeLa»; las cuales además fueron puestas en producción masiva, comercializadas y utilizadas en más de 70.000 experimentos científicos alrededor del mundo.
Pero estas prácticas no solo han sido realizadas en los afroamericanos, los latinos tampoco han escapado del racismo, el sexismo y el clasismo que predomina en el ámbito médico y la industria farmacéutica. En 1956, el biólogo Gregory Pincus y la médica Eris Rice-Wray, reclutaron a 132 mujeres portorriqueñas de bajos recursos para probar los posibles efectos secundarios de la primera píldora anticonceptiva. Muchas de ellas murieron como resultado directo de su uso y otras sufrieron efectos secundarios como cáncer, infecciones urinarias, cambios en el periodo menstrual, entre otros. Pero durante los años 70, tras destaparse lo ocurrido en el Experimento Tuskegee e iniciarse los primeros intentos de regulación de los experimentos médicos en los Estados Unidos, los investigadores optaron por buscar cobayas humanas en otros países; sin embargo, siempre fueron países africanos o con población de origen africana, entre estos países como Haiti, Uganda y Nigeria.
Estos hechos en su conjunto ponen en evidencia una larga tradición de explotación y abusos de los afroamericanos y otros sujetos racializados, con el objetivo de tributar a la investigación y al «avance» médico; pero sobre todo, a las arcas del capital de la gran industria farmacéutica en los Estados Unidos. No obstante, estas prácticas han generado que gran parte de la población afroamericana desconfíe de los hospitales y médicos; ha limitado la prevención de enfermedades y ha favorecido la proliferación de otras, así mismo, ha contribuido a diezmar a la población afroamericana por muertes tempranas y evitables ante la ausencia de diagnósticos y la reticencia a la aplicación de tratamientos.