Entre el 28 de mayo y el 8 de junio de 2016 viví una de las mayores experiencias de mi vida. Siguiendo las huellas del mayor felino de América, me embarqué en una aventura que me llevó hasta el corazón de la Amazonía. Este es el diario de aquellos maravillosos días...
Poco pude dormir esa noche antes de salir, no solo por los detalles que creía que faltaban por resolver, sino por la ansiedad de viajar a un país nuevo para mí.
El vuelo salía a las 6:00 de Caracas a Barcelona (Venezuela). Ya en el aeropuerto, cuando estaban revisando los pasajes, aún no creía que me estaba yendo, pensaba que en cualquier momento iba a despertar de nuevo en mi cama y que todo había sido un sueño.
El viaje hasta Barcelona fue muy corto, llegamos a las 7:00 mientras yo trataba de luchar contra el sueño. Mi próximo vuelo salía a las 16:00 con destino a Manaus. No conocía esa ciudad ni ese país que tanto me llamaba la atención. Tenía una mezcla de ansiedad con expectativa y un poco de miedo, ya que era mi primer viaje sola.
El aeropuerto de Barcelona es bastante pequeño, por suerte me llevé un libro para leer, pero mientras más se acercaba la hora de partir, más ansiedad tenía y el reloj iba cada vez más lento como adrede. Puede ser también el hecho de que retrasaban hora a hora la entrada a la sala de embarque.
Por fin, a las 14:00 empezamos a avanzar mientras trataba de enviarle un mensaje a Henrique, quien me iba a recibir en Manaus.
Un imprevisto en el aeropuerto de Barcelona
Estaba avanzando, poco a poco, con mis documentos y mi maleta de sueños e ilusiones hasta la casilla donde realizan el sellado de los pasaportes para salir del país. Confiada, entregué el mío a la chica que se movía con gran habilidad, ya acostumbrada a la rutina de verificar la información y sellar las páginas con poco cuidado y con fuerza. Al recibir el mío hizo las preguntas de rutina e ingresó la información al sistema. Realizó una pausa en su rutina mirando el monitor y se dirigió a mí:
¿Tienes alguna solicitud abierta?
Ahora recordaba la solicitud que había realizado para sacarme un pasaporte nuevo, pero hasta hacía un par de días no habían anulado este… Eso no me lo esperaba, miré a la chica buscando en ella un detalle de empatía y le pregunté:
¿Cómo hacemos?
Mientras tanto mi cabeza trataba de sacar los cálculos de la posibilidad de no poder pasar esa barrera. Ya estaba alguien en Brasil esperando por mí; no tenía dinero para tomar otro vuelo de regreso y tampoco para quedarme en un hotel… quedarme ahí no era una opción.
Luego de ver mi cara mientras pensaba en mi situación financiera, la chica me tranquilizó con la noticia de que por suerte existe un convenio entre algunos países a los cuales puedes viajar sin necesidad del pasaporte, sino con la cédula de identidad: ¡y para mi suerte Brasil era uno de ellos!
Logré exhalar ese susto que tenía en la boca del estómago por un momento y me relajaba mientras revisaban todos los bolsitos que llevaba en mi morral de mano. Pasé a una gran sala de espera de techo alto pero no tenía señal en el celular para avisarle a todos que estaba bien y que mi viaje continuaba. La espera era larga y el pequeño susto no me permitía quedarme sentada leyendo, así que di vueltas por toda la sala.
Pasaba el tiempo lentamente hasta que, por fin, a las 17:00, nos llamaron para organizarnos antes de abordar. Nos quedamos de pie las 20 personas que íbamos en el avión y empecé a escuchar las conversaciones en portugués; y digo “escuchar” porque no entendía nada y ahí fue cuando caí en cuenta: «Karen… ¿qué haces aquí, sola, viajando a un país que no conoces y del que no entiendes el idioma?»
Y me respondí a mí misma:
¡A la vida! ¡A conocer! Vamos... ¿qué otra oportunidad como esta vas a tener?
Despegamos justo antes del atardecer, hacia lo desconocido, lo nuevo. A veces el avión se oscurecía porque entrábamos en una nube densa con esa turbulencia que tanto me desagrada. Fue un viaje muy largo y a mitad de camino volvió a oscurecer, pero esta vez no vi esos rayitos de sol que se asomaban luego de pasar por alguna nube… ya era de noche.
Primera etapa en Brasil: Manaus
Cuando empezaron a aparecer las luces de la ciudad y anunciaron el aterrizaje me di cuenta de que no pude dormir ni un poco.
Saliendo hacia la parte donde se encuentran los recién llegados con los familiares y amigos me quedé buscando a Henrique (pero yo no tenía señal en mi celular) y viéndome sola, con mi maleta y con cara de perdida, una señora muy amable y risueña cuyo labial fucsia combinaba con el color de sus uñas, me ayudó, junto con sus amigos, a llamarlo por teléfono. Ellos brincaban haciendo señas y por fin vimos a Henrique, el amigo muy simpático de Emiliano que había estado atento de mi viaje.
Mis nervios fueron exhalados una vez mas y los amigos de la señora del labial fucsia nos pidieron una foto - ¡claro!-. Se las tomé y después nos tomaron una a mí y a Henrique (que se quedará para siempre en esa cámara, ya que no tuve tiempo de darles mis datos; me imagino que en unos años verán la foto y dirán: -¿te recuerdas de esa chica? ¿Qué será de la vida de ella?)
Fuimos hasta su casa y en el camino me habló de la ciudad, «mañana saldremos a dar un paseo para conocerla temprano», antes de mi próximo vuelo. Me asignó un cuarto y me fui a descansar.
Al día siguiente salimos a conocer Manaus, fuimos a una acera al lado del río Negro, donde la gente hacía ejercicio. Cruzamos el puente para disfrutar del efecto visual que hacía la estructura cuando pasabas debajo de ella. Nos regresamos y fuimos hacia el centro de la ciudad para ver parte de la arquitectura, y qué mejor lugar para conocer a la gente que en el mercado. ¡Qué emoción! No había mucha gente y eso era lo mejor, porque pude disfrutar mucho. Vi las cosas que vendían como carne seca, todo tipo de pescados de agua dulce, condimentos, frutas... ¡oh! ¡Qué diversidad de colores y olores tan interesante!
Vimos cómo culminaba un partido de fútbol en donde ganó el equipo de Henrique y para celebrar salimos hacia un carrito donde vendían açaí.
Unas bolsas plásticas rellenas de un líquido morado oscuro espeso te dejaban percibir en parte el producto y en una cava con hielo tenían el recipiente con esta delicia lista para servir, para dar alimento y líquido a los que pasábamos por ahí.
Me llamó la atención el contraste entre el vaso de plástico blanco y esta bebida espesa y oscura. Henrique me dio a probar el açaí solo, sin azúcar ni nada –«como me gusta a mí», dijo- y tenía una textura un poco ruda para aquellos de paladar delicado, pero para mí fue increíble, ¡qué maravilla!
A veces los demás le colocan azúcar y tapioca, así que Henrique tomó uno de los vasos dispensadores y, aunque “se le pasó la mano” de azúcar sin querer, para mí quedó insuperable y la tapioca.... wow, qué increíble. La tapioca mezclada (además del hermoso contraste visual, ya que es blanca) le daba diversión a la bebida porque eran pelotitas crujientes infladas de yuca… y yo estaba en otro nivel de felicidad.
Cruzamos la calle y nos asomamos hacia el borde de la misma para ver los barcos flotando ahí mismo en el agua, algunos con colores, de varios pisos. Le dan vida al puerto, ya que a veces llegan atiborrados de gente en hamacas y de mercancía para vender.
Luego nos fuimos recorriendo el centro de la ciudad hasta llegar a una plaza, cuyo piso creaba un efecto visual interesante y justo al lado se encontraba el teatro de Manaus, famoso por su acústica y su techo inspirado en escamas de peces.
Logramos hacer un par de cosas más ya apurados, como ver el estadio con esa arquitectura sobresaliente, porque pronto salía mi próximo vuelo.
Cuando llegamos al aeropuerto, Henrique se despidió con mucho cariño y yo muy agradecida por la atención incomparable que recibí.
Entré por aquella gran puerta de vidrio por la cual había salido el día anterior y, una vez más, continuaba mi viaje sola.
Fueron unos segundos de intriga justo antes de que me entregaran el boleto de abordaje; habían muchas personas despidiéndose con cariño. Quién sabe cuál era la historia detrás de aquellas despedidas amorosas entre parejas, familiares y amigos…
Pasé a un lugar de espera y ahí todos los anuncios eran en portugués; podía entender un 40% y eso me ponía un poquito nerviosa y más cuando ya era la hora de abordaje y veía a los grupos de personas moviéndose de una puerta. Abordamos el avión bastante rápido y despegamos.
La emoción de reencontrarse con un paisaje conocido
Leí un poco más sobre este libro que hablaba de la selva, de cómo te cambia, siendo interrumpida sólo por la azafata cuando traía algún refrigerio.
Apenas vi los ríos con sus meandros por la ventana me emocioné muchísimo, un aire de familiaridad tenían esos paisajes selváticos… ¡y cómo no! Después de tantos viajes que había hecho a la selva con mi familia esto se sentía más que conocido.
Empezamos a descender y empecé a distinguir las palmas y árboles características de esta selva. Mi emoción no podía disimular cuando esta ciudad al lado del río empezaba a acercarse más y más… ¿a dónde iba? ¿Qué me esperaba? Yo no sabía nada, yo sólo sabía que iba.
Aterrizamos rodeados de selva y un aeropuerto muy bonito con grandes letras plateadas me confirmaban que había agarrado el avión correcto (un pequeño nerviosismo que tenía mientras volaba). Llegamos pocas personas y luego de ir al baño estaba mi maleta casi sola dando vueltas en la cinta… ¿cuántos viajes no hemos hecho juntas? Eso se le notaba en sus raspones y marcas, pero siempre fiel a todos mis inventos y aventuras.
La tomé con cariño una vez más y saliendo por la puerta de vidrio, entre la gente que me ofrecía taxis pude ver la cara de Emiliano sonriendo.
Sonriendo como aquella vez que lo conocí en una conferencia en Colombia y, sabiendo mi miedo escénico, conspiró con otros amigos exploradores para que presentara a mi papá frente a un gran público mientras él, en primera fila, me veía con esa misma expresión de picardía.
Esa misma cara me veía entre la gente y ahí exhalé los últimos nervios de mi viaje de ida. Yo estaba extremadamente emocionada y “pegaba griticos” como diría mi papá.
Apenas mi viaje comenzaba.