Aunque el día anterior llamé a la estación de tren, naturalmente nadie cogió el teléfono. Madrugué. Regateé con un taxista que me llevó hasta la estación por 1.000 francos. Cuando llegué, la "gare" estaba vacía. Aunque todas las guías señalan que el tren entre Bamako y Dakar –tarda de 50 a 70 horas- sale el miércoles, un empleado me aseguró que esa semana lo haría el viernes o el sábado. Me quedé de piedra. Además el autobús de Bani que va a la ciudad fronteriza de Kayes salía a las 7 de la mañana. Así pues, contrariamente a lo que suelo hacer, me dejé escoltar por un par de chicos que me llevaron hasta las oficinas de su compañía de autobuses. Como la carretera hasta Kayes es mala y hay 200 kilómetros que no están asfaltados, eché un detenido vistazo al autobús: era muy antiguo y los asientos eran incómodos y estrechos. Les dije que no iba a comprar el billete. Caminando por el mercado, enfadado y sin rumbo, se me acercó un negro muy alto que hablaba español. Touré vivió 24 años en Barcelona y estuvo 3 en la Legión. “Pregunta a los pakistaníes de Las Ramblas por mí. Tenía un bar allí y todo el mundo me conocía”, afirmó. Me habló de otra compañía, propiedad de un amigo suyo, que también iba a Kayes. Pregunté a un tipo si llegaríamos a Kayes por la noche: “Peut-etre”, contestó. Puede ser. Y es que en el transporte maliense todo es suposición y hay que tener una paciencia infinita; es imposible que los autobuses vayan más lentos A las 12:30 comenzaron a pasar lista y salimos de Bamako. Naturalmente, durante las dos primeras horas paramos docenas de veces en aduanas y controles policiales. Cada vez, un nutrido grupo de vendedores ambulantes se echaban encima del autobús voceando. En Kita paramos para comer. Un hombre está degollando un cordero. Me rodean varios niños mientras cascaba unos huevos cocidos. La mayoría de la gente del autobús está comiendo carne. Algunas mujeres llevan vestidos de algodón con colores muy llamativos y frases sobre la igualdad de la mujer. No me había dado cuenta, pero parece que hemos pinchado. Arreglan la rueda con la mitad del pasaje dentro del autobús y el motor encendido. Se está haciendo de noche. A los pocos kilómetros de Kita lo que se rompe es la amortiguación de la misma rueda. El autobús tiene tantos trastos en la baca que parece un dromedario. Consiguieron, de nuevo y a duras penas, elevar el cacharro con dos gatos del siglo pasado. Llegamos a Diema a la una y media de la madrugada. Paramos y los chóferes y ayudantes se echaron a dormir donde podían sin dar ningún tipo de explicación. Uno adaptó su cuerpo a los escalones de la puerta de entrada. Otro colocó tres de las pequeñas banquetas que se usan para los pasajeros que viajan en el pasillo y se durmió. El tipo de al lado roncaba. Finalmente me dormí.
Nos pusimos en marcha cuando todavía era de noche. Aunque los asientos eran incómodos y el respaldo casi formaba un ángulo recto –dibujaba con mi cuerpo un cuatro casi perfecto- y no se podía reclinar, conseguí dormir algo. Nos detuvimos en una aduana. Como casi siempre, un policía se puso a discutir a voces con la gente del autobús. No entendía nada, pero supuse que el gendarme les estaba pidiendo más dinero. Después de abroncarse se reían con ganas. A los senegaleses que viajan conmigo les hacen pagar 1.000 francos. Y eso que entre estos dos países pertenecen al CFA, y eso implica que hay libre circulación de personas. Los pagaron sin rechistar. Tardamos 20 horas en hacer los 600 kms que separan Bamako de Kayes. Un tipo me comentó que íbamos a cambiar de autobús para seguir el camino hacia Dakar. Cuatro chicos se encargaron de bajar los bultos, los corderos y ovejas que llevaban amarrados en el techo. En pocos días se celebraba la Fiesta del Cordero, la celebración más importante del mundo musulmán. Hay miles de ellos viajando de un sitio a otro. Crucé el puente del río Senegal y anduve hasta el final de pueblo para hacer auto stop. Me separaban 90 kms de la frontera. Tras más peripecias, lo logré, pero solo había avanzado 90 kilómetros en toda la jornada. Comí en un puesto callejero. La comida estaba buena. Arroz y pescado. Mucho más sabrosa que la de Mali. Me tomé una cerveza y le pregunté a un policía que si me dejaba poner la tienda de campaña dentro del terreno que ocupaba la Gendarmería, pero me dijo que no. Así que acampé al lado de un autobús.
Al despertar fui andando hasta el garaje de donde salían los coches colectivos para Dakar. Pagué los billetes y, aunque parezca increíble, el chófer y el copiloto se pusieron el cinturón. El conductor se pasó los primeros kilómetros rezando. Las vías del tren avanzaban paralelas a la carretera. Un grupo de monos se dirigían a los árboles cercanos a las vías del tren. Algunos de los burros que nos encontramos tenían las patas delanteras unidas con una cuerda corta. Igual que hacen los pastores con los camellos en Mauritania: para evitar que se vayan lejos. Paramos a comer. A los pocos kilómetros empezó a salir humo del motor. Un camión nos remolcó. Las cuerdas que nos unían se rompieron una par de veces. Tardamos una hora y media en recorrer 30 kms. Llegamos al pueblo cuando se hacía de noche. El dueño del taller decía que no podía arreglar el coche hasta el día siguiente, así que el chófer encontró una furgoneta que nos podía dejar en Kaola, a 190 kms de la capital. Otro cambio de bultos...
65 horas después había llegado por fin a Dakar, pasando unos días intensos y angustiosos después de tratar con los personajes menos escrupulosos de África: aquellos que controlan el transporte. Y con algo que nos dijo Mustafá, el profesor con el que compartí parte de esa odisea que me llevó hasta Dakar, cuando me veía cariacontecido: “C’est l’Afrique, mon ami”.