Tenía cada poro de mi piel llenos de la sal del Mediterráneo, y en un abrir y cerrar de ojos estaba entrando en una pequeña embarcación en las aguas dulces de la Riviera del Nilo. La atmósfera cambió inmediatamente y el olor a limo y a flores de loto impregnaba el ambiente.
Mi corazón palpitaba al son de un tambor imaginario que no dejaba de retumbar en mi pecho y al llegar a las orillas de El Cairo mi cabeza me decía que huyera y no siguiera con ese viaje impredecible. Claro está, el corazón siempre manda y la curiosidad me dominaba.
Era de noche y un hombre alto de cabellos ensortijados me esperaba. Tendió su mano y me ayudó a bajar. Me dijo: “Soy el constructor y solo así me has de llamar”. Sus ojos eran negros y solitarios, pero en esa noche la luna era su acólito, siempre reflejada en ellos, danzando despreocupada en la infinita oscuridad de su alma.
Mis pies estaban descalzos, la arena era suave y aún caliente del sol del desierto. Monté en un camello blanco. Era majestuoso, casi irreal. En una bolsa de cuero vieja me esperaba un papiro Augustico de gran calidad. En él había un mapa a la casa del espíritu. Sería un viaje largo y aún no estaba segura qué se suponía debía hacer. Tenía que confiar en mi guía y más preguntas no hacer.
Calmé mis ánimos con un delicioso té shai y dormimos al fuego rojo, naranja y azul, bajo un manto de estrellas interminables. Por un momento pude jurar que la diosa Isis tocaba el sistro para arrullarme.
Al día siguiente llegamos a una meseta y allí estaba, como esperando, ese lugar que contiene la esencia, “El constructor” me colocó en la muñeca izquierda un menat para la buena suerte y me habló en idioma copto. Dijo, sin casi parpadear: “Oh, Atum, pon tus brazos alrededor de este gran rey”. Y algo más: “Cruza esta gran pirámide y al otro lado encontrarás en lo que parece mentira la mas verdadera realidad”.
Caminé en el laberíntico interior tan oscuro como si la noche otra vez hubiera caído y pensé que dentro de esa gran construcción perdería mi destino. Mis recuerdos divagaron y me sentí acechada por sombras que venían de todos lados, algunas pérdidas, algunas enardecidas. Mis manos me guiaban tocando la fría piedra y creo que el aliento contuve todo el trayecto. Por fin llegué hasta el otro lado, en lo que pareció una eternidad, y lo que vi fue un espejismo parpadeando delante de mí, como un sueño borroso, un recuerdo tembloroso. Sabía que debía atravesarlo, sabía que mi futuro estaba dentro, solo debía cruzarlo y no morir en el intento.
Continuará…