La escena se desarrolla en el Parque Central de Nou Barris (Nueve Barrios), un distrito popular situado al norte de Barcelona, justo donde la ciudad cambia de nombre. Este año ha llovido poco, el césped se marchitó, la tierra está reseca, el polvo flota en el ambiente.

Por la tarde de un caluroso día de verano, José y Manolo, dos amigos de juventud ahora ya adultos y cincuentones, uno más calvo que el otro, están sentados en el bar junto al lago, a la sombra de un sauce, disfrutando la brisa que llega desde el mar Mediterráneo. Ambos usan lentes de intelectual profundo, están blancuchos porque no les gusta quemarse al sol tendidos en la playa. Vinieron vestidos para la ocasión: pantalón corto oscuro bien planchado y camisa coloreada de manga corta. Saborean cervezas sin alcohol acompañadas con patatas bravas y olivas negras; una guitarra flamenca se escucha cerca, vienen de los edificios cercanos. El viento sacude las ramas del sauce sobre sus cabezas mientras dos niños reman en el lago. Charlan amigablemente de esto, de lo otro, de nada.

A la puesta del sol la conversación se anima, empiezan a tratar temas más sesudos: la crisis de Gobierno en España, la corrupción, el desgaste de la sanidad pública (faltan 6.000 médicos, y emigran muchos de los que aún quedan), el aumento de la pobreza (España es el tercer país con más pobreza en la Unión Europea, con 10 millones de pobres), el gasto en defensa de 22.200 millones de euros anuales (con ellos se podrían construir 150.000 viviendas sociales cada año), la escasez de viviendas públicas (el gobierno invirtió 2.500 millones, es decir, gastaron en vivienda social diez veces menos que en defensa y armas), los bajos rendimientos en educación primaria y secundaria, la escalada de precios de los alimentos (los grandes supermercados han ganado 500 millones más)...

Un bicho merodea bajo la mesa de pierna en pierna, a veces más abajo, otras por los muslos; lo espantan a coces. Luego se aleja y vuelve veloz, dibuja un vuelo caprichoso, sonoro como un helicóptero, se va posando de cara en cara, de vaso en vaso. La conversación cambia de foco, la interrumpen perplejos: es un animal muy conocido. Manolo observa con precisión, por encima de sus grandes lentes de pasta negra, el vuelo irregular de la mosca solitaria y alegre; la persigue mirando sin gesticular; da un manotazo certero, la derriba, con un golpe seco, la aplasta.

—¡Pero qué haces Manolo! —grita José a su amigo. —¡Ya estoy harto de ese bicho! —No es un bicho cualquiera. ¡La has matado! —fulminando a su amigo con una mirada amenazante.

—Claro que la he matado, me estaba poniendo nervioso.

—¡Eres un animal, un criminal y un salvaje! No puedes ir por el mundo matando a todo aquél que te ponga nervioso. Además, podías haberla cazado viva para entregarla a la Ciencia.

—¿A la Ciencia?

—¡Sí a la Ciencia!, era una mosca Drosophila melanogaster de interés científico. Muchos de sus genes son iguales a los genes humanos, se estudian para comprender enfermedades humanas, y sus huevos tienen unos pelillos para evitar que se hundan si caen sobre un alimento blando. Podías haberla entregado a la Ciencia y así serviría para investigar el Parkinson y el Alzheimer. Habrías salvado la vida de miles de personas necesitadas en todo el mundo.

—Yo no lo sabía. Lo siento, estoy muy arrepentido —llora amargamente, desconsolado.

Tras las disculpas y una pausa breve, se anima la conversación: la guerra que se alarga en Ucrania, las elecciones en Venezuela, el conflicto en Palestina. Comparten el mismo punto de vista sobre el presente y sobre el futuro, son amigos desde la infancia.

Otras dos moscas, familia de la difunta, merodean entre los vasos. Manolo tímido, se inquieta, no quiere molestar a su amigo, mira los bichos de reojo, la respiración se le va alterando, aguanta, se pone rígido. José, decidido, estudia con precisión la danza aérea de las nuevas moscas recién llegadas, acosa las evoluciones mosquiles con la mirada cautiva, fascinado con esas arriesgadas coreografías. Espía para entregarlas a la Ciencia pero las bailarinas no se ponen de acuerdo, cada una danza a su aire. Intenta cazarlas vivas pero la persecución doble se vuelve complicada. Los niños que remaban ya se han marchado, la música ha parado. El último rayo de sol atraviesa los vasos de cristal medio llenos. El viento sacude las ramas del sauce cada vez más fuerte. Las dos moscas caen arrastradas, una tras otra, dentro de los vasos con cerveza. ¿Qué hace cada una?: Nada.