En el curso de pocas décadas, Japón, país aislado del mundo por un gobierno conservador, abandona el sistema feudal de shoguns y samuráis y se abre hacia el exterior; como le urge modernizarse vientos frescos emergen con cambios. La educación gratuita, industrialización y un boyante comercio incentiva la migración del campo a la ciudad. La irrupción global de un país hasta entonces desconocido crea curiosidad. El archipiélago, conformado por más de seis mil islas, es tres cuartas partes montañoso y, al ubicarse en latitud con California, algunas ciudades americanas reciben una enorme inmigración japonesa, luego Brasil los acoge y Perú lo sigue.
Los Sato, familia muy común entre agricultores japoneses vivían muy cerca de Hiroshima antes de que un devastador episodio ingrese en la historia. Aki Sato —ayuda en japonés—, tiene veinte años, es tartamudo y evita hablar por temor a las burlas. Él decide abandonar a su familia para viajar a una ciudad donde no se halla y disimula su disgusto, pero anda siempre listo para partir. Cuando se tropieza con un aviso en el diario, y descubre que se buscan jóvenes para trabajos agrícolas en América, resuelve abandonar el Japón y viajar hacia el Perú. Tras suscribir un contrato por cuatro años, el súbdito del sol naciente debe esperar tres meses hasta el día del zarpe, aprovechando los días para estudiar español. Corría el último año del siglo XIX cuando se embarca en el Sakura Maru e inicia una travesía de varias semanas junto a 790 inmigrantes, contadas con los dedos de pies y manos llegan solo quince mujeres. Nunca había navegado, pero resiste estoicamente los embates del océano Pacifico, en especial el día que una gran tormenta casi hunde el barco; por hados del destino comparte camarote con Hiroshi, y se vuelven muy amigos. Cuando menos lo espera se encuentran listos para desembarcar en el pequeño puerto de Cerro Azul, Cañete muy cerca de la capital. Algo que había descubierto y le causaba placer era que la tartamudez desaparecía cuando hablaba español. Aunque ambos se deben separar, acuerdan mantenerse en contacto. Aki va a la hacienda Alcantarilla y se dedicará a sembrar algodón en la costa peruana, por su parte Hiroshi tenía un contrato con el gobierno peruano en una isla guanera, trabajo difícil, pero muy rentable.
Adaptándose con rapidez, hablando el idioma y dando pruebas de honestidad, se vuelve el hombre de confianza del hacendado. Lleva una vida frugal y logra amasar una importante suma de dinero logrando extender su contrato, y como el hacendado no tiene familia, él se vuelve imprescindible. Mientras tanto, continúan llegando japoneses y el Perú se convierte en hogar de dieciocho mil japoneses, junto a cien mil ciudadanos chinos que llegan en búsqueda de trabajo. Tras veinte años de ardua labor acumula una pequeña fortuna y cuando el hacendado enferma, logra hacerse de la hacienda. Hiroshi no tuvo tanta suerte y acabó con los pulmones enfermos de tanto aspirar el excremento de las aves guaneras. Aki lo ayuda a recuperar su salud invitándolo a vivir en la hacienda.
Existe una teoría llamada el síndrome de los isleños en la que se describe como, al abandonar su isla, los inmigrantes evitan convivir con otras razas. Un racismo disfrazado. Los habitantes de islas grandes o pequeñas tenían la reputación de no mezclarse con facilidad; incluyéndose los súbditos del imperio británico que tras sus conquistas evitaban relaciones interraciales, contrario a los de tierra firme, como españoles o chinos que se involucran con la gente local. Los chinos se casaron con peruanas, los japones no, ellos prefirieron esperar y traer a sus mujeres desde el Japón.
Aki se sentía solo y estaba listo para formar una familia, pero no tenía novia y las escasas oportunidades de conocer japonesas se lo impedían, él no sentía atracción alguna por las mujeres peruanas. Junto con el ascenso en el nivel de vida llega la bonanza económica. Muchos años antes, un ciudadano japonés había ideado una oportunidad de negocio ante la escasez de mujeres y crea una compañía donde se registran mujeres solteras deseosas de viajar al extranjero con fines matrimoniales. Es decir, se podría comprar una esposa por catálogo. Aki se había vuelto presumido y vestía como occidental de segunda mano. Compró por catálogo a Keiko, una geisha menor de edad con piel de porcelana por quien pagó una exorbitante suma de dinero. Hiroshi también quería comprar una esposa, pero no contaba con dinero y, como las de mayor edad eran más económicas, se inclinó por Sakura, una mujer un poco mayor que él. Ambas mujeres arriban en un mismo barco. Aki y Hiroshi fueron juntos al puerto a recoger a sus futuras esposas. Se hallaban nerviosos y excitados. Aki observa a muchas mujeres y como no ve a mujeres jóvenes no logra identificar a Keiko. Cuando se acerca el representante de la empresa matrimonial cae en cuenta que ella tiene más edad de la estipulada y descubre que algunas fotos del catálogo cuentan con muchos años de antigüedad. Con el nerviosismo en la inherente confusión, la tartamudez reaparece al entablar un dialogo con ella y supo que no habría forma de revertir el tiempo perdido. Hiroshi estuvo feliz con su elección porque Sakura —flor de cerezo— resultó ser una foto fresca del catálogo y una excelente esposa.