Hubo un tiempo en que la humanidad básicamente no se preocupaba por el futuro. Se pensaba que nuestros recursos naturales: el aire, el agua y la tierra eran inagotables. Que podíamos utilizarlos y disponer de ellos como quisiéramos, a nuestro antojo; per saecula saeculorum. Porque en nuestra vanidad egoísta y antropocentrista pensábamos que la Madre Naturaleza renovaría nuestros recursos naturales. Así es, los dábamos por nuestros y propios. Sin importar el daño que provocásemos, la magnitud de la devastación y la extracción que ocasionásemos. O que la contamináramos y envenenáramos intencionalmente. Todo para nuestro propio provecho y satisfacción. Y lo peor de todo, torturando, masacrando y despojando de todo a sus hijas: Flora, Fauna y Tierra. Como si la Madre Naturaleza no fuera a reaccionar en protección de estas. Peor aún, reclamándole con furia a la Madre Naturaleza si osaba vengarse cruelmente de la raza humana con un «desastre natural» que la mayoría de las veces nosotros mismos provocamos.
No culpen a quienes permitieron construir sobre una falla tectónica, en una zona de inundación o de deslizamiento, sobre una inclinada ladera, etcétera. Tampoco culpen a quienes se dejaron sobornar para permitir en uso y la construcción con materiales deficientes y de baja calidad. O a los funcionarios y gobiernos corruptos que ofrecieron y permitieron la explotación indiscriminada de los recursos naturales. Sin importarles la contaminación que ocasionase esa explotación, el agotamiento irreversible de los recursos, ni que, ya estuviesen disponibles para las futuras generaciones. No culpen al codicioso, al avaricioso, al que no le importa nada, salvo él mismo y su fortuna. Culpen a la Madre Naturaleza: por no querernos más que a sus propias hijas.
Dicen que ese comportamiento egocéntrico y antropocentrista es parte de la «naturaleza humana». Y ciertamente lo es, pero también, parte de las características distintivas e inherentes de los seres humanos es pensar, sentir y actuar diferente el uno del otro. Lo cual no implica que, pensando, actuando y sintiendo diferente el uno del otro, no podamos pensar y sentir lo mismo; aunque de manera diferente cada uno. Y, por ende, actuar, en conjunto, el uno con el otro; aunque de manera diferente. No hay que huirle a la diferencia, sino acogerla y comprenderla. Valga decir: la diferencia hace la diferencia.
Es que en estos momentos de la humanidad en que el mundo se desmorona por los efectos de los «desastres naturales» que nosotros mismos hemos propiciado, somos los únicos que podemos hacer que ese cambio acelerado se revierta o, por lo menos, desacelere su ritmo e intensidad de eventos. Pero eso solo lo podemos lograr, querámoslo o no, actuando en conjunto unos con otros y zanjando nuestras diferencias unos con otros, aunque pensemos diferente. Pero por sobre todo y en sobremanera, haciendo que nuestros líderes: políticos, económicos, religiosos, empresariales, etcétera, piensen diferente, actúen diferente. En favor del planeta, en favor de la humanidad, en favor del interés mutuo y del de todo y todos los que no somos humanos. Principalmente en favor de reconstruir y devolverle a la Madre Naturaleza el equilibrio que ha perdido y que la tiene al borde del colapso, por culpa de nosotros, los más perversos y mezquinos de sus hijos: los humanos.
Y es que, si no lo hacemos. Nuestro futuro destino ya está pronosticado. Y no por falsos profetas y anunciadores del apocalipsis. Sino por la ciencia y la evidencia de lo que ya está ocurriendo frente a nuestros ojos: el cambio climático. De no hacer nada hoy, las desastrosas consecuencias de ese cambio climático para la humanidad continuarán acelerándose e incrementándose hasta concurrir y concluir en lo que la ciencia ha dado a llamar el Antropoceno.