Belgrado es ante todo una ciudad fluvial, situada en la confluencia de dos grandes ríos: el Danubio, que es generalmente considerado el principal río de Europa, porque atraviesa diez países y cuatro capitales, y su afluente de lejos más caudaloso, el Sava; aunque a diferencia de otras ciudades, no es que los ríos la crucen, sino más bien que ha sido construida en los márgenes de la especie de T inclinada que los ríos forman en su punto de encuentro; en sus comienzos, sólo en el ángulo grave, a la derecha de la T (en la orilla del Danubio a la que llega el afluente, y sólo en el lado del Sava hacia el que se inclina la T); aunque desde hace algo más de un siglo, también en la otra ribera del afluente (en el ángulo agudo de la T), formando el sector moderno que se llama ahora Nuevo Belgrado. La parte antigua de la ciudad es, además, de colinas, las que rematan en un promontorio a la derecha del vértice mismo en donde se unen los ríos, que corresponde al sur este, y es el lugar de origen de la ciudad y emplazamiento de la fortaleza que históricamente le sirvió de protección, hoy un vasto paseo de las partes amuralladas que se conservan, entre las que hay iglesias, museos, entretenimientos y parque.
En tiempos de los romanos, la ciudad fue llamada Singidunum, derivado de su designación siglos antes por los celtas: Singidun. Su nombre actual, en serbio Beograd, procede de la denominación eslava Beli Grad, de la que hay constancia desde al menos el siglo IX, que quiere decir la ciudad blanca y provendría de la imagen que ofrecía al avistarse desde lejos, principalmente a la llegada por los ríos, hecha entonces en buena parte de piedra caliza blanca.
Es curioso que algo pueda designarse aún por lo que ciertamente ya no es, salvo cuando está enteramente cubierta por la nieve; como si se probara así que todo puede ser distinto y seguir a la vez siendo lo que fue. Se descorre la nieve, y el color predominante que de nuevo emerge es el tono grisáceo habitual de la ciudad, que normalmente es además difuso, aunque tras la nieve, por el lavado reciente y la nitidez de la atmósfera, se relevan con claridad los trazos y perfiles urbanos; un tono grisáceo que puede ser asimismo el de los recuerdos, de costumbre también evanescentes e inciertos, pero igual precisos y bien definidos tras la nieve.
El nombre actual de la fortaleza, Kalemegdan, proviene de su denominación en turco Kale meydani, que quiere decir plaza fuerte; y durante la dominación otomana, el promontorio en que está situada fue llamado Ficir-bajir, que quiere decir colina de la contemplación, a justo título por el panorama que ofrece: la vasta llanura panonia en la ribera norte del Danubio y del otro lado del Sava, hacia el oeste, particularmente bello a las puestas del sol; la gran isla arbolada en medio del Danubio, cercana a la confluencia; pero tal vez sobre todo por la extensa vista del curso de ambos ríos, que se impone y absorbe. Aún hoy, un lugar a orillas de su confluencia tiene por nombre Panta rei...
El encuentro mismo de los ríos es entrelazado. Al aproximarse al Sava, el Danubio se abre en dos brazos, dejando en medio la isla, llamada Isla de la Guerra, aunque, que se sepa, nunca hubo en ella una batalla; el primero de los brazos desemboca en el Sava, y luego el caudal aumentado de éste en el cauce principal del Danubio, como en un abrazo recíproco, para continuar después aunados todavía por muy largo trecho hasta ir a dar en la mar.
Belgrado es con toda seguridad una de las ciudades actuales más antiguas en el mundo, y en el área que se encuentra se desarrollaron algunos de los primeros asentamientos de población humana en Europa, ya desde el periodo mesolítico; y civilizaciones importantes, de vasto alcance, cuando el hombre aún no construía caminos, y no había otras rutas que las abiertas por los ríos, numerosos en la región, aparte del Danubio y el Sava, debido al montañoso relieve en los Balcanes. Fue a su vez, asimismo, por muchos siglos, límite de imperios y puntos cardinales: entre el imperio romano y los bárbaros, entre Roma y Bizancio, entre los Imperios otomano y austro-húngaro; entre el norte y el sur de Europa; entre Oriente y Occidente.
Los ríos fueron no sólo vías de acercamiento y encuentro, sino también de amenaza, demarcaciones de conflicto y fronteras; se dice que en Belgrado las casas y edificaciones se construyeron por mucho tiempo dándoles la espalda, sin siquiera ventanas hacia ellos. Por increíble que parezca, la ciudad fue devastada, destruida o al menos cruentamente bombardeada, cuarenta y dos veces a lo largo de su historia. Es por tanto no sólo una ciudad antigua, sino que también tributaria de su azaroso pasado, del que en partes conserva huellas, y en la que está a la vista el paso de los años: heterogénea, con construcciones de diferentes culturas y períodos, abigarrada de distintos estilos.
Es asimismo una ciudad bastante vegetal, de colinas boscosas y pasto alto, prados extensos más bien de pasto que de césped, calles arboladas y hierba que emerge en cada grieta de suelos o paredes, y de muros cubiertos por enredaderas; por lo que pese a sus casas y edificios en general grisáceos, aunque a veces también pintados de verde o colores ocres toscanos, su tono predominante puede ser más bien verde grisáceo, o verde ocre grisáceo, que con el paso del tiempo, o sus inclemencias, o los efluvios de la ciudad, o el deterioro urbano y la constante reparación de sus arterias, ductos y líneas de conexión, se va trocando en el grisáceo predominante; con el que luego se entremezclan, sin embargo, cada vez, los rebrotes de color o de primavera o, en los días de sol luminoso, sobre el verde grisáceo predomina más bien un aura celeste ocre amarillento, o en el otoño el colorido de las hojas; y hace un tiempo el menor de mis hijos me hizo ver que, cuando no hay nieve, y se mira a la ciudad desde lo alto de alguna de las colinas que la forman, o que la circundan, sorprende la cantidad de casas o incluso de edificios de varios pisos que tienen techo de tejas, y que alegran el celeste ocre amarillento de la luz diurna esparciendo a manchones su color rojo gredoso.
Como sea, a mí me parece que Belgrado es, como Valparaíso, una de esas ciudades de las que puede decirse que tienen alma, aunque no sea efectivo que las ciudades tengan alma; si así fuera, sería que tienen distintas almas o, mejor entonces, que tienen estados del alma: en Valparaíso, brumoso y triste a veces desde que se llega, o diáfano y alentador en otros días; aunque ocurre que al margen de lo que sea el clima: por el contrario, en ocasiones estimulante cuando hace frío o a veces agobiante por el calor; pero todo oxidado y pobre, ruinoso o venido a menos en derredor, o todo variado y pujante, colorido y bullente entre el azul o el gris del mar y el cielo gris o azul, según se vea cada vez; de donde cabría decir más bien que, en rigor, lo que puede llamarse el alma de las ciudades, no es sino el reflejo de quien las mira; aunque sí, algunas tal vez sean entonces más propicias a que se advierta el alma propia.
Leí no hace mucho algo que me confirmó la impresión que tengo al estar en Belgrado: estoy aquí, y siento estar en distintos lugares y momentos a la vez; aquí mismo, y como si estuviera en Santiago; aunque tal vez no en el Santiago actual, sino en el de mi juventud, o incluso sobre todo el de mi niñez, distante y cercano al mismo tiempo; además de todos los lugares en que transcurrió mi vida; rodeado de las relaciones y afectos que he tenido, y que perduran, aunque algunas ya no existan; con mezcla de nostalgia y vitalidad, certidumbre y expectativas; como si con la confluencia de los ríos fuera que son el tiempo, las trayectorias y aún las distintas geografías las que se aúnan...