Airbnb, Blablacar, Wallapop… son apps que cada vez utilizamos con más regularidad y nos hacen la vida más fácil y soportable para nuestros bolsillos de mileuristas. Cada vez las hay más diversas pero, ¿qué tienen en común?
Todas ellas están basadas en la economía colaborativa. Un término acuñado por primera vez por Ray Algar en el artículo del mismo título publicado en el boletín Leisure Report de abril de 2007. Aunque lo realmente interesante es el concepto que hay detrás. La economía colaborativa o consumo colaborativo se basa en crear una “red de confianza” que permite poner en contacto a personas con intereses compartidos de forma que ambas partes se beneficien a través de una transacción o servicio.
Al final se trata de algo tan antiguo como el trueque, pero con la aparición de todas estas apps ha alcanzado un nuevo nivel. La comunicación se ha vuelto infinitamente más fluida y las posibilidades de encontrar a esa persona que necesita exactamente lo que ofrecemos o viceversa han crecido de forma exponencial.
Sin embargo, con su enorme popularización, estas apps han empezado a toparse con importantes enemigos. Su principal problema es que generan un nivel de actividad económica cada vez más alto al margen del sistema. Por poner un ejemplo práctico, pensemos en el caso de la compra-venta de un ordenador portátil a través de Wallapop. Tras ponerse en contacto en el chat de la app, comprador y vendedor llegan a un acuerdo de venta por 400 euros. Una transacción en la que el IVA no aparece por ningún lado y por tanto es totalmente “invisible” para el sistema.
A pequeña escala parece irrelevante, pero cuando en vez de hablar de una transacción concreta hablamos de miles el impacto económico tiene consecuencias reales. Quizá el caso más sonado haya sido el de Airbnb, que tras irrumpir como un tsunami en el anquilosado mercado del alquiler, ha provocado que la mayoría de los ayuntamientos se hayan lanzado a legislar de urgencia para “controlar” un asunto que se les escapaba totalmente de las manos.
La primera consecuencia fue obviamente el daño directo al sector hotelero, que no podía competir en precios con los alquileres de Airbnb. Pero no fue la única. En grandes ciudades como Madrid o Barcelona, este escenario ha ayudado a potenciar una nueva burbuja del precio del alquiler. Muchos pisos o mini-pisos que antes se alquilaban por los métodos tradicionales han desaparecido del mercado, atraídos por los beneficios rápidos del alquiler turístico a través de Airbnb. Esto se ha traducido en que en tan solo dos años un estudio en una zona céntrica no baje de los 700 euros cuando antes se podía encontrar fácilmente por 500. Una brutal subida que puede rondar el 50% cuando en teoría la inflación se mantuvo casi a cero en ese mismo periodo (lo mismo que los sueldos).
En cualquier caso, aunque tenga que disputar todavía muchas batallas, la economía colaborativa es una consecuencia irremediable de la era digital que, bien utilizada, con unas reglas de juego claras y justas para todas las partes, es sin duda uno de los mejores “inventos” que nos ha traído la tecnología en los últimos años.