Seguimos analizando el capítulo V del primer libro de Rojo y Negro con el objetivo de desentrañar el simbolismo stendhaliano. Para ello nos centramos en ocho puntos fundamentales que se condensan en el fragmento. Antes, empero, se hace necesario esbozar una contextualización fenomenológica de la novela como género y su relación con la estructura social.
El origen de la novela (griega)
La literatura nunca es ajena al contexto social, lo cual no significa que sea un mero epifenómeno de dicho contexto. En origen, los relatos mitológicos (la literatura primera) cantaban las hazañas de los dioses y las gestas de los héroes. Pero, poco a poco, la épica se “humaniza”, al menos en el caso de la cultura occidental, (es decir, judeocristiana y, antes todavía, griega). Esta humanización es paralela al proceso democratizador de las poleis o, por mejor decir, de la Polis por excelencia: Atenas.
La tragedia ya no trata de las golferías más o menos divertidas de los inmortales, sino que se apropia del tema mitológico con objeto de representar los problemas que conmueven el orden social. Sin embargo, los protagonistas de la tragedia siguen siendo personajes de alcurnia, miembros de un linaje real que tantas veces se remonta a un fundador mítico o divino.
Todo cambia con la aparición de la novela, en época ya helenística. La novela, como se sabe, es el género más moderno e innovador: en realidad, atendiendo eso que otrora se daba en llamar condiciones objetivas, el género novelesco solo puede surgir cuando los cimientos económicos, políticos y sociales han dejado de mostrarse y representarse como inquebrantales. Dicho de otra forma: resulta imposible desarrollar una auténtica trama novelesca cuando el cemento jurídico-moral obstaculiza la movilidad social.
Así, las pocas novelas grecorromanas que conservamos están repletas de personajes dudosamente ejemplares, incluso actores más o menos secundarios que salen de los estratos sociales más deprimidos (ladrones, piratas, mecenarios, pastores, cabreros). Eppure... el papel de protagonista recae indefectiblemente en gentes de alta cuna.
Incluso en el caso de esa exquisitez pastoril que es Dafnis y Cloe. Aquí, el zagal y la muchacha exhiben rasgos nobles, empezando por su propia belleza física. ¿Cómo es posible? No hay cuidado: Dafnis y Cloe son pastores por accidente y, como se descubre hacia el final de la novela de Longo, pertenecen a la flor y nata del estamento aristocrático.
Movilidad social y novela
Pues bien, así las cosas, la novela moderna solo podrá nacer cuando esta imposición nobiliaria se resquebraje. El dinamismo interclasista es uno de esos rasgos que, dizque, sintetizan en una pincelada que ya quisieran para sí los impresionistas eso que todavía se sigue llamando capitalismo. Un rasgo, por lo demás, del que el propio capitalismo se ha mostrado siempre ufano. Los estudios más serios sobre el tema han mostrado que la movilidad social tiene mucho de cuento chino en pleno siglo XXI, cuanto más no seguiría siendo un fenómeno extraordinariamente raro en el primer tercio del siglo XIX, que es el momento en el que Stendhal escribe Rojo y Negro.
Por mucho que la Revolución industrial estuviese dando sus últimos coletazos, mientras el Antiguo Régimen recibía en Francia la extramaunción (cierto: siempre hay muertos que no se enteran... recuérdese el sublime poema de Vallejo), a principio de los años treinta del Ochocientos la probabilidad de que un paje o mozo de cuerda llegase a ser gentilhombre o senador, por ejemplo, era más bien escasa. Lo que no quiere decir que la expectativa no estuviese ahí, sobre la mesa. Y quien también estaba ahí para recogerla y exprimirla al máximo no fue sino la literatura.
En el caso de Rojo y Negro
1) la humilde cuna de Julián
es la condición de posibilidad de toda la ilación o entrevaramiento ulterior de acontecimientos. También es la causa de aquellos rasgos que mejor definen su carácter. Julián hace del disimulo y la hipocresía su gran “virtud” (en el sentido clásico de hábito). Debe evitar mostrarse en público tal como en el fondo es si quiere medrar socialmente. Y, en efecto, Julián sueña con abandonar su miserable estatus.
La hipocresía de Julián es inseparable de su gran ambición. He aquí otra de las claves de la novela: la coexistencia en el protagonista de una ambición sin límites y unos recursos materiales muy limitados. Dicho de otra forma: a principios del siglo XIX sí que se habían producido profundos cambios con respecto a épocas anteriores. La ambición se había democratizado… pero nada más que la ambición. Tercer vástago de un aserrador en una pequeña ciudad de provincias, Julián no ocupa la posición ni está en el lugar adecuado para la realización de grandes empresas. Por eso, su prioridad es abandonar la ciudad natal: a ese movimiento asocia también la posibilidad de cambiar su posición social, remediando con sus acciones lo que un destino cruel ha propiciado. En definitiva, Julián no se conforma ante la miseria de su linaje. Y es ese inconformismo el motor, primero y último, de toda la trama de la novela.
El fragmento empieza revelándonos la fascinación infantil de nuestro héroe por los dragones del ejército que volvían de la campaña italiana. Se trata del
2) sueño militar.
En el elemento castrense, que muchos críticos han visto simbolizado en ese rojo que forma parte del sucinto título de la novela, se concentra la ambición primera de un tierno Julián, quien aspira a imitar, sino repetir, las gestas de su héroe: Napoléon. Este anhelo de una vida heroica en el ámbito militar se contrapone a la otra vía para hacer carrera, camino que pronto se le descubre a Julián como el único en realidad posible: la vía de
3) la Iglesia.
Pues la época ya no es la de Napoléon. Stendhal casi nunca se refiere de forma explícita a la situación política del momento, si bien, ese escenario, vulgar y mendaz a ojos del escritor francés, nunca deja de estar presente en toda la novela. En la Francia de la Restauración, a la Iglesia le cabe en suerte un papel cohesionador y dinámico en la reacción que ni siquiera había tenido durante los días de Luis XIV.
Tras el tsunami revolucionario con los ‘lodos’ de la etapa napoleónica como corolario final, no solo la nobleza, también la alta burguesía, la protagonista de la Revolución francesa, defiende la necesidad de poner diques y encauzar esa riada que anacrónicamente podríamos llamar antisistema. El aliado natural de tales fuerzas es la Iglesia, asimismo simbolizada en el negro que completa el título de la obra.
El poder del clero durante la Francia legitimista y restauradora queda demostrado en una anécdota que se relata en el fragmento y que marca el destino de Julián: el juez de paz está a punto de perder su trabajo por discutir con un simple sacerdote y se ve obligado a mostrarse servil, incluso a demostrar una afectación exagerada y que no parece responder a la propia posición ideológica del juez, contra los simpatizantes de la facción republicana y anticlerical. Julián reflexiona sobre esto y concluye: hay que hacerse sacerdote.
Julián sueña con grandes triunfos, hazañas heroicas, romances mayestáticos. Pero siente que ha nacido una o dos generaciones más tarde de lo debido. La
4) hipocresía del héroe
es uno de los factores axiales de la novela, como hemos visto muy vinculada al origen humilde del protagonista. Hipocresía, ciertamente, es una de las palabras más repetidas en Rojo y Negro, y su sombra domina todo el fragmento. La hipocresía de Julián es una máscara necesaria para no delatarse, para no dejar traslucir sus verdaderos sentimientos ni su amor por Napoléon.
La hipocresía de Julián, por lo tanto, es consecuencia de su
5) ambición,
a la que también nos hemos referido. Ahora bien, la ambición de Julián tiene perfiles singulares en la mediocre sociedad provinciana que lo rodea. El sueño de Julián no es el dinero. Lo necesita, cierto, pero tan solo para garantizar su independencia. Nuestro héroe se consuela con el pensamiento de que Napoleón conquistó el mundo con la fuerza de su espada. Tal es su ideal. La figura del general corso nunca abandona la imaginación de Julián: le sirve de referente, de medida, de canon. También le sirve de acicate, domina su conducta, su forma de actuar, también lo que dice y lo que calla. Napoleón, el hombre que crea su destino, es otro símbolo para Julián: como un padre secreto al que aparentemente debe matar para pasar desapercibido pero que, en el fondo, solo aspira a imitar. Curiosa reinterpretación de Freud.
Hay una escena, a mitad del fragmento, que resulta muy ilustrativa de la situación de Julián, en la que se nos muestra la
6) determinación de su carácter:
en una cena con unos sacerdotes, Julián revela a us interlocutores su verdadero ser. Al mostrar su entusiasmo sincero por Napoleón, se descubre y, así, es cogido en “falta”. Aunque tal error no va a tener consecuencias graves para Julián, nuestro héroe sabe que tales descuidos podrían costarle muy caro en el futuro. Así que se impone un riguroso castigo físico, una penitencia solo tras cuyo cumplimiento Julián se perdona a sí mismo.
Julián está a punto de iniciar la senda de su nueva vida. Entrar en la casa de los señores de Rênal como preceptor de sus hijos no es sino el primer paso. Pero antes visita la iglesia. He aquí una escena de gran carga simbólica y expresiva: Julián tiene un
7) presagio
de lo que le va a suceder en el futuro. En un banco de la iglesia, precisamente en el del señor de Rênal, Julián se encuentra con la hoja rasgada de una gacetilla impresa (en el dorso de la misma, proféticamente, estaba escrito: “el primer paso”…) donde lee la noticia de una ejecución. Julián se estremece al comprobar que las últimas letras del apellido del ejecutado coinciden con las del suyo. El simbolismo del fragmento se refuerza en el momento de abandonar la iglesia. Entonces, cree ver sangre en la pila del agua bendita, aunque el color rojo no era más que el reflejo de las cortinas rojas.
Pero este párrafo es simbólico es un sentido más profundo: hasta ese momento, la única posibilidad que tiene Julián de medrar y hacer carrera es ordenándose sacerdote. Las cosas finalmente se van a desarrollar de otra forma, como tal vez el joven barrunte de forma inconsciente y, sin duda, desea. Pero, justo a las puertas de ese cambio, Julián visita, nos atrevemos a decir que ritualmente, la iglesia. En el fondo, Julián se está despidiendo de unos hábitos que todavía no ha recibido. Le espera una vida secular y laica, fuera del sacerdocio.
Sin embargo, Julián se repone, avergonzándose de su propia cobardía. Como si estuviera a punto de comenzar una batalla, se anima a sí mismo con un grito muy ilustrativo: ¡a las armas! Podría recurrir a la literatura clásica y expresarlo con las palabras de un César:
8) alea iacta est.
Sin embargo, cuando llega a la casa del señor de Rênal, ante la majestuosidad del que iba a ser su nuevo hogar se siente cohibido. El fragmento acaba así, nuevamente haciendo un uso magistral del símbolo: Julián, temeroso, ante la casa-palacio de sus nuevos señores, recordando el magnífico cuadro de 1814 en el que Friedrich presenta a un coracero francés a punto de internarse en un bosque, se supone que alemán. Y ojo: la casa tiene la verja abierta de par en par.
La interpretación de los sueños: el simbolismo de Stendhal
Así acaba el fragmento que comentamos. Lo extraordinario es que de esta manera también parece cerrarse el círculo onírico.
Recapitulemos: el texto da comienzo con el recuerdo de lo que bien podríamos llamar las “ensoñaciones” de Julián (o, como los llamaría Freud, los “sueños diurnos”), en las que se reflejaba su deseo de ganar el honor y la gloria en la Grande Armée, y termina con una escena que bien podría sernos descrita por alguno de los pacientes del psicoanalista vienés. O por el mismo Artemidoro. Justamente, el gran onirocrítico griego se refiere en su libro sobre la interpretación de los sueños a las visiones oníricas en las que aparecen puertas, cancillas, verjas.
Según Artemidoro, cuando el soñador ve una puertas cerradas, caben dos interpretaciones. El sueño, en primer lugar, simboliza un obstáculo para alguien que desea viajar. Pero existe una segunda lectura posible: las puertas se conciben entonces como una especie de símbolo propiciatorio para quien busca doncella. Como es sabido, en La interpretación de los sueños, Freud insiste en una lectura similar.
En efecto, dice Freud, la imagen de cajas, cofres, todo tipo de cavidades, así como muchas otras cosas que pueden abrirse, como puertas o ventanas, son simbolizaciones del sexo femenino. O sea: el viaje (primera interpretación de Artemidoro) y la mujer/el amor (segunda interpretación de Artemidoro y lectura de Freud). ¿No resulta maravilloso? Porque:
a) tales elementos son los que definen el nacimiento de la novela como género autónomo,
y
b) serán los que por lo tanto conformen asimismo el Rojo y Negro de Stendhal.
Así pues, ya solo esa concatenación de escenas con las que acaba el fragmento (visita a la iglesia de Julián, atmósfera sombría, negra, noticias del ajusticiado, visión del reflejo rojo del agua, llegada a la casa del señor de Rênal, momento de duda ante la verja abierta…) nos obliga a considerar el capítulo V del libro primero de Rojo y Negro como un dechado de virtuosismo simbólico y fijar el abolengo del estilo literario del autor francés en una época muy anterior, pese a esa modernidad que nunca dejaremos de recordar.
Sí, sin duda Stendhal se halla entre la novela griega y la vanguardia narrativa del siglo XX, esto es, Proust. Semejante circunstancia lo convierte, en nuestra opinión, en el autor clásico por excelencia. No en vano, Ortega veía en él al mejor narrador que había existido: “el archinarrador ante el Altísimo”. El filósofo español se refería a la capacidad del escritor francés para “contar”, para “narrar”, esto es, para hacer literatura incluso en los momentos en los que analiza, razona, o teoriza. Pero esa capacidad, creemos, resulta inseparable de su magistral empleo de los símbolos. Una utilización clásica, artemidoriana, objetiva, frente a la técnica moderna, freudiana y subjetiva de Proust.