Abrimos un libro sobre desarrollo infantil y sin querer nos posamos, cual mariposa enervada, en una página un tanto triste y ajada que recuerda al pétalo mustio de una florecilla otoñal. El título del capítulo lo dice todo: El miedo en el niño. Jolines. Ahora resulta que los niños le tienen miedo a todo: miedo a los ruidos, miedo a lo desconocido, miedo a estar solo, miedo a ir al cole, miedo a las caídas, miedo a los nuevos aprendizajes (¡?), miedo a la hora de irse a la cama, miedo a las brujas, miedo a los seres fantásticos...
Echamos a faltar en esta lista el miedo a los libros que hablan del miedo infantil. Y también el miedo a Alejandro y Maruxa, chica ella, chico él, que es como se llaman los dos lobos que hacen temblar al pequeño Brais, tres añitos tan solo. Cuando Brais se pone tonto, basta con mirarlo a los ojos y soltar las palabras mágicas: voy a llamar a Maruxa. El pobre se queda petrificado. ¿Que cómo somos tan malos? En primer lugar, fue él solito quien dejó que el miedo cruzara esa puerta cuando vio Los tres cerditos.
En segundo lugar, si se pone pesado, no hay alternativa. No la hay: ellos, las criaturillas que no tienen corazón, se rigen por una concepción distinta del tiempo. Mejor dicho, el tiempo es un invento de los adultos: los niños no tienen experiencia de él o, por lo menos, no tal y como nosotros la tenemos. Lo admirable, volviendo al tema, es que un dibujo animado tan naif como el lobito de los tres cerditos pueda causar pavor. El lobo tiene que ser un arquetipo junguiano o, si no, no se entiende. Ahora bien, sorpresa, no nos causa ninguna. También nosotros pasamos por ese trance.
Más que de trance, se trató de una vida entera. Toda la infancia. Pensándolo mejor, eso son muchas vidas. Pero sí: nunca nada nos amedrentó tanto como las imágenes, sobre todo las del cine. Fuesen dibujos animados o sin animar, con personajes de carne y hueso o de gelatina. Sobre todo las del cine, decimos, pero no solo. Condenadas imágenes, quién tuviera esa potencia, esa capacidad de conmover y afectar.
El miedo de Brais, y la nada agradable casualidad de que un libro sobre los temores infantiles cayese en nuestras manos, nos sirve casi de excusa para rememorar aquellos maravillosos años. Tampoco conviene exagerar. En la niñez hay días maravillosos como los hay terribilísimos. E incluso cada día maravilloso puede esconder en su interior decenas de miles de segundos extraordinarios al lado de otras tantas decenas de miles de segundos catastróficos. ¿Y luego? En un día entran 86.400 segundos y en cada segundo cabe, si es que ya no el dichoso Mesías de Benjamin, toda una vida. Al menos, una vida de niño, con su medida del tiempo completamente loca. Nada de Cronos, leches: los niños se rigen por Aión.
Hasta hoy mismo siempre hemos intentado mantener un honorable silencio sobre nuestros miedos. O, por mejor decir, sobre nuestro miedo infantil. A pesar de lo que digan los libros tontos, no teníamos miedo a las caídas. Por favor. Antes ningún niño tenía miedo a caerse, aunque sí a las consecuencias. Por consecuencias no se entienda el dolor físico de caer y rasgarse la dulce carne de niño, esa piel aromática, elástica y primeriza que no está hecha en absoluto para amortiguar la caída en el pichi (¿existe realmente esta palabra?), porque inevitablemente el suelo, in illo tempore, siempre era de pichi y cemento.
He ahí un tema interesante que alguien, un señor o una señora, eso no importa, tendría que investigar algún día: ¿por qué antaño todas las superficies donde jugaban los niños estaban hechas de pichi, o de gravilla sobre hormigón, o del material más duro y corrosivo que se pueda imaginar, creado específica y malvadamente con el único propósito de desgarrar la tierna carne infantil? No es justo: ahora todo son superficies blandas, céspedes, arcillas húmedas, suelos de plastilina. En vez de suelos parecen compresas.
Y aun así, los niños tienen miedo a caerse. Nenazas. Y aun así, mamás y papás reaccionan con una agilidad gatuna si los ven tambalearse. Y aun así, si finalmente la gravedad se impone (algo nada raro teniendo en cuenta esos desequilibrantes cabezones que tienen los chavalines) y llegan a caerse, las abuelas (y esto sí que es gravísimo) los colman de besos y arrumacos. Las abuelas, es decir, aquellas jóvenes madres que cuando nosotros nos caíamos, y no sobre el césped, la arcilla reblandecida o los suelos de plastilina, sino sobre el hideputa del pichi aquel, que nos estaba esperando allí abajo con la boca abierta y enseñando los dientes, dientes, que es lo que les jode, nunca venían a colmarnos de besos, arrumacos, cucamonas o zalamerías, sino que las veíamos acercarse con la escoba en plan matanza de Texas. ¿Caíste? Muy bien: ¡toma, toma y toma! Y escobazo por aquí y escobazo por allá, magúllate, magúllate.
Y, repito, lo que más temíamos, lo que de verdad escocía, no era el dolor físico de la caída, ni el dolor físico de los escobazos (aunque estos le dejaban a uno el culo caliente para una semana), sino el dolor moral, la humillación materna y la falta de consuelo. En fin, así eran las cosas. Tú te caías y lo más importante era evitar que tu madre se enterara.
Pero no resultaba nada fácil. La red de espías materna funcionaba a pleno rendimiento. Ríase usted de Corea del Norte, de la Alemania nazi, del Ourense de la dinastía baltariana. La cosa revestía un cariz casi sobrenatural. Te caías, o hacías algo que no estaba permitido, yo qué sé, comer hormigas, enseñar la pilila, decir «cona» y sí o sí, tu madre se enteraba. No importa que te cayeses en el páramo, que enseñases la pilila en la frondosidad del bosque, que comieses hormigas en un desierto o que dijeses «cona» en medio de esa nada absoluta que se presenta de repente y solo conocen los niños. Tu madre siempre se acababa enterando.
Vale, los niños no se caracterizan por su inteligencia. Es fácil engañarlos. Sin embargo, si se les presenta un reto, no es extraño que se transformen en una especie de pitagorines sabelotodo llenos de astucia. Pero qué puede la astucia de un niño frente a la fecundez en ardides de una madre.
Recuerdo una caída en bicicleta detrás de un porche cerca de casa. Me levanté en el acto, aliento contenido y mirada de animal acorralado. No había moras en la costa. Ni una persona, ni un solo testigo. Me recompuse. La caída no había dejado más secuelas que unas heridas en la palma de la mano. Nada que no se pudiese disimular. La ropa, sin mácula. Volví a mirar a mi alrededor. Allí seguía sin haber un alma. Definitivamente podía estar seguro de que nadie me había visto. Pues bien, cinco minutos después entraba en el patio de casa y, horror, la mirada gorgónica, basilisca y medúsica de mi madre me confirmó que lo sabía todo.
Si así eran las cosas cuando los daños eran leves, cómo no serían cuando llegabas a casa cojeando y con el pantalón o la camiseta rota, porque la caída había sido de las buenas. Lo único que pensabas entonces era en alcanzar tu cuarto sin levantar sospechas. Había que rogarle al buen Dios, coger aire, entrar en casa, pasar por la cocina y, oh, gracias buen Dios, tu madre estaba de espaldas, friendo unas patatas en la sartén y canturreando una canción tradicional. Por un momento hasta tenías dudas: parecía una mujer normal, casi un ser humano. Lo mejor era no dejarse engañar y seguir con el plan inicial: había que llegar a la habitación lo más rápido posible.
Claro que siempre podían entrar en juego variables que no se habían tenido en cuenta. Condenadas variables. Necesariamente ese día tenía que estar uno de tus repelentes hermanos mayores sentado en el salón. Y cuando ya habías dejado atrás la cocina, y subías las escaleras borracho de incredulidad, y de tus labios ya se escapaban las primeras sílabas del Te deum laudamus, y ya veías al fondo del pasillo la tierra prometida, y aun te parecía distinguir en la puerta de tu cuarto a Eurídice, o a Ariadna, o ambas, que te estaban esperando como las 72 vírgenes que dicen que aguardan al buen musulmán, un grito sobrecogedor atravesó el salón, la cocina, toda la casa, (¡Iván rompió el niqui!) haciendo pedazos el ídolo soñado de tu esperanza. Iván rompió el niqui. Todavía resuena en mi cabeza como el Albertine est partie de Marcel Proust.