Al decir de un soñador, en el noroeste de la península ibérica hay un mar más alto que el cielo. Lejos de ser una licencia propia de los usos poéticos, el sentido del verso se entiende de golpe cuando se contempla el horizonte desde los acantilados de San Andrés de Teixido (Santo André, en gallego), los más altos de Europa. Si Lorca tenía razón, si es cierto que toda la luz del mundo cabe en un ojo, será que las olas llevan años, edades ciegas y nerudianos siglos estelares arrastrando cientos de miles de ojos desde las cuatro esquinas del planeta hasta este remoto punto de la costa gallega en el que el Atlántico deviene pura visión, simple piélago de luz.
Sí, en el noroeste de España llueve mucho, o llovía, a expensas de lo que suceda en estos años de incertidumbre climática. Pero no es verdad, nunca lo fue, que Galicia sea ese viejo país de cielos königsberguenses, de exánime pasión pictórica, de apagado color kantiano. Muy por el contrario: hay una luz inesperada, que asombra, incluso cuando es la del reverso tenebroso o negra sombra rosaliana. Se diría que el intenso azul atlántico recibe la potencia infinita de un blanco mediterráneo.
Claro que los ojos se cierran y a veces pestañean. Eso produce claroscuros, juegos de contraste, penumbra y mediodía. Estupefacción causa el color del aire, dotado de una ingravidez pesada, tropo difícilmente comprensible, una perspectiva atmosférica que impregna la realidad y que aporta dosis de misterio al simple hecho de mirar, que en la Galicia oceánica más que en ningún sitio siempre es mirar abismos. Aunque esa mirada un poco trastornada también haya contribuido a difundir en ocasiones una imagen de los gallegos como gente con cierta tendencia a estar en babia o, por utilizar una expresión gallega de gran belleza, a andar nos biosbardos (los biosbardos son una figura mitológica, un ser imaginario, que cada cual representa a su manera, como la esfinge, la lamia o cualquier otro personaje de la tradición griega).
Con esa luz de camposanto flamenco después de una tormenta – ni siquiera esa triste plaga de eucaliptos, insensata y alucinatoriamente fomentada por los poderes públicos, que vampiriza Galicia desde mediados del siglo XX ha podido acabar con ella: los eucaliptos no solo empobrecen la tierra y agotan los recursos hídricos de los acuíferos, también empobrecen el aire glaucomizando los recursos cromáticos del paisaje – no es de extrañar que tantos pueblos y culturas de la antigüedad hayan peregrinado a lo largo de los siglos hasta alguno de los finisterres que jalonan la costa gallega. En ningún otro lugar de Europa estaban tan cerca los pasajes a lo extraña y absolutamente Otro, ni eran tan numerosos los contactos entre el aquende y el allende, entre el mundo terrenal y el mundo celestial, entre los muertos y los vivos.
Mouros se llaman los personajes más legendarios del folclore gallego. Personajes que, pese a lo que pudiera pensarse, no eran negros: se describen con rasgos nórdicos, muy hermosos, especialmente las mujeres y, sobre todo, rubios, adjetivo que en gallego denota el color rojo. Porque mouro, lejos de ser un epíteto que expresa una cualidad física, recoge un étimo que significa muerte. Los mouros habitaban en cuevas situadas en antiguos castros o debajo de las piedras de construcciones megalíticas.
La comparación con figuras de otras mitologías, concretamente con los enanos del norte de Europa, es inevitable. Como también resulta llamativa esta doble dimensión que articula el telón de fondo de la narrativa mítica, de las tradiciones orales, del país. En las zonas litorales, las pupilas temblaban de emoción al ver el sol, esa poderosísima divinidad, caer rendido a un abismo incognoscible, desfallecer, dejar paso a la oscuridad absoluta, al incierto reino de la noche, donde, como cantaban los poetas, se desatan todos los temores del hombre. Hasta ahí llegaban gentes de procedencia diversa buscando Duat, Ávalon, las Hespérides, San Brandán, las islas Afortunadas, en una palabra, el reino de los muertos.
Cuando el cristianismo domeñó las viejas creencias y se abandonaron los castros, el paganismo druídico tuvo que cavar trincheras y ocultarse en el interior de la tierra para sobrevivir. Se generó así un mundo subterráneo de connotaciones diferentes. Ya no se contemplaba el mar desde lo alto de acantilados intentando distinguir a lo lejos esa mítica isla de las manzanas que garantizase la salvación del alma o la vida eterna, sino que el fervor se trasladó a una mitología de las profundidades en la que lo que se buscaba ahora era el brillo dorado del oro. La escatología sustituida por el afán de riqueza: un mundo nuevo, en definitiva, en el que se anunciaba, todavía en pañales, un atisbo de protocapitalismo.
Pero el hontanar de viejas creencias era tan copioso y su fuerza tan pujante que desde el primer momento se filtró en un dogma cristiano que no se impuso sin asilvestrarse. En las muestras de fervor en torno a santuarios, la estética y religiosidad pagana brotaron sin diques con la furia de la pulsión desatada. Sin duda, la inteligencia de la Iglesia se demostró en esa capacidad para transigir, usando en beneficio propio la fuerza de creencias antiguas en vez de oponerse directamente a ellas.
A pesar de que Galicia es hoy ya un ámbito eminentemente urbano (urbano, no político, y la diferencia entre ambos conceptos no es meramente cuestión de etimologías: que en el noroeste de España se hayan generado por aluvión urbes, palabra de origen latino, y no poleis, vocablo griego, es un hecho que resume a la perfección la historia de este país en el último siglo), envejecido, que pierde cada año decenas de pueblos, en el que se destruye el patrimonio material y lingüístico, con una población crecientemente cautiva de un desarraigo que, en el fondo, revela una derrota tan evidente e irremediable que resulta superflua hablar de ella, así y todo, decimos, lo verdaderamente fascinante es que permanezcan, como rescoldos de potentes luminarias cuyas llamas en otros tiempos se alzaron imponentes, manifestaciones incomprensibles para la sensibilidad analítica y hedonista de la época actual.
De forma particular, la locura vitalista de la espiritualidad pagana, la mezcla heteróclita de cultos, el eclecticismo salvaje de tradiciones y creencias todavía es perceptible en la devoción que generan ciertos santuarios y en el clímax de algunas romerías. Y si hay un lugar donde es posible aspirar todavía el aroma, conservado sin necesidad de naftalina, de ese abigarrado mundo del ayer que se va a pique en nuestros días, qué duda cabe que está en San Andrés de Teixido, minúscula aldea de 40 vecinos pero famosísimo destino de peregrinación y punto magmático del mapa simbólico de todo el continente, al que, como todo el mundo sabe en Galicia, vai de morto quen non foi de vivo.
La aldea pertenece al municipio de Cedeira, en la provincia de Coruña. Se halla próxima al punto más septentrional de la península ibérica, como quien dice a la vera misma del fin del mundo. La entrada al Más Allá es suficientemente sobrecogedora como para necesitar puertas fastuosas y tal vez por ello el templo actual de San Andrés de Teixido, de hermoso y cándido gótico marinero, evita los alardes de un manierismo impostado.
El viaje a San Andrés de Teixido puede realizarse en cualquier momento del año. Hay, eso sí, algunas fechas en las que la romería entra en ebullición, especialmente entre mediados de agosto y el 8 de septiembre, día clave. También a finales de junio, por San Juan, y el 30 de noviembre.
Al viajero que llega lo sorprenden los milladoiros, túmulos de piedra, que se alzan a ambos lados del camino según se va llegando al santuario. Tirar piedras en el camino hasta formar esos curiosos montones era una vieja costumbre entre romeros y peregrinos de origen incierto.
Pero dejamos para otra ocasión la descripción del fervor de los romeros y la enumeración pormenorizada de las insólitas tradiciones que rodean el peregrinaje a San Andrés de Teixido. El propósito del presente artículo era apenas recordar ese ancestral camino de múltiples ramificaciones, una de las cuales finalizaba en este remoto paraje gallego (seguramente otra vía se prolongaba hasta el golfo Ártabro y continuaba después por el litoral de la Costa da Morte), recordar, por tanto, a los hombres y mujeres que desde tiempos inmemoriales han peregrinado hacia el Oeste siguiendo el camino de las estrellas en busca del tiempo perdido, la eternidad (significativamente todavía en algunos lugares de Galicia el camino de las estrellas o Vía Láctea recibe la denominación de camino de Santo André).
San Andrés de Teixido, el golfo Ártabro, donde se levanta la enigmática Torre de Hércules, el cabo Finisterre (Fisterra, en gallego) en la Costa da Morte y otros puntos mágicos del litoral gallego ejercieron durante milenios una poderosa atracción que se dejaba sentir en latitudes imposibles, tal si se tratase de lugares imantados con una potencia hierofántica asombrosa. Milenios antes de nuestra era, ya los antiguos egipcios, los griegos de la época micénica o los “daneses” de la edad de bronce nórdica que nos dejaron maravillas como el carro solar de Trundholm estaban fascinados con esa lejana región occidental. Pero otras muchas gentes, pueblos de todas partes del continente, en realidad, llegaban hasta la costa gallega, creando paulatinamente una red de caminos que se fue ampliando según el tiempo avanzaba, tejiendo simultáneamente una urdimbre de contactos que nunca se rompió del todo, pese a la desconfianza, al miedo y a la guerra que al parecer nunca han dejado de medrar en el corazón de los hombres.
Esa urdimbre es, si lo pensamos bien, lo que acabó configurando una especie de identidad transnacional, europea. Porque Europa nació así, bajo el auspicio de Zeus Hospitalier y el resto de divinidades que garantizaban la integridad de los extranjeros cada vez que salían de su terruño, cuando los hombres, mujeres y niños empezaron a peregrinar buscando sentido, no cuando se echaron al monte buscando bulla. Porque Europa nació así, cuando los pueblos de Oriente se pusieron en marcha siguiendo el movimiento diario de traslación del Sol por la bóveda celeste, metáfora visible del tránsito que cada persona tenía que afrontar tras su muerte. También hoy millones de personas migran de Oriente a Occidente buscando un alivio que les está vetado. También hoy, como ayer y mañana y siempre, la desconfianza, el miedo y la guerra anidan en el corazón de los hombres. Pero ay de nosotros, que ya no creemos en los dioses de la hospitalidad.