En 1906, Hilma af Klint (Estocolmo, 1862–1944) se embarcó en su proyecto más importante e innovador, las Pinturas para el templo. A lo largo de casi una década, realizó 193 obras pictóricas y dibujos que se alejaban de las representaciones conocidas hasta el momento. Audaces, llenas de color y a menudo liberadas de las ataduras que implican las referencias al mundo visible, estas piezas exploran fuerzas y estructuras que según Af Klint estaban ocultas a la vista.
Al ejecutarlas, la artista abandonó las convenciones de la tradición académica sueca y dirigió su atención a las corrientes científicas y espirituales de su época. Incorporando ideas e iconografía de estos dos ámbitos y creando al mismo tiempo un vocabulario artístico personal y único, Af Klint se consolidó como una pionera en la representación de lo invisible.
Af Klint se abría camino como artista mientras asistía a los profundos cambios sociales de su tiempo, incluidos los movimientos por los derechos de las mujeres. Pese a las limitaciones a las que las mujeres se hallaban sometidas a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, Af Klint pudo formarse en la Real Academia de Bellas Artes y exponer sus obras figurativas más tradicionales, pero tuvo que luchar para desarrollar su arte con total libertad. En un contexto en el que se consideraba que las artistas solo eran capaces de copiar, y no de innovar, fueron escasas las ocasiones en las que exhibió su arte más abstracto y radical, y le costó mucho encontrar un público que supiera apreciarlo.
Inasequible al desaliento, editó, conservó y catalogó al detalle su obra, con el fin de que pudiera llegar a una audiencia futura. Incluso estipuló que su trabajo no debía exponerse hasta pasadas dos décadas de su fallecimiento, considerando que entonces el mundo ya estaría preparado para comprenderlo. Finalmente, su pintura se mostró en 1986, cuarenta y dos años después de su muerte; pero han tenido que transcurrir varias décadas más para que su magnífico legado ocupe el lugar que merece.