La civilización consiste en ganarle poder al tiempo. Las invenciones propiamente culturales no son aquellas que logran almacenar el mundo para su uso posterior. Llamemos batería a todo mecanismo que permite guardar las cosas para después. Es, podríamos decir, la gran invención de la vida (o de la materia, en cierto punto de su evolución). La memoria es la primerísima escritura, captura de información. La información es como un apunte. Es tomar nota de lo que ocurre, más allá de cómo nos afecte.

La capacidad de almacenar para usar después no comienza con los humanos, claro está. La ardilla enfermó por comer ese infame bocadillo que un niño le dio en el parque. Ahora lo recuerda, tomó nota y no volverá a aproximarse a nada parecido. Y toda su vida, como la nuestra, está hecha de ese tipo de notas. Pero antes de que este o tal animalillo tenga memoria, su cuerpo la tiene en el silencio profundo de su carne microscópica. En su ADN. Escritura sin mente, memoria sin cerebro. Literatura de la naturaleza sin libro.

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Se dice que la cultura nos pone por encima o al menos más allá de la naturaleza. Lo decimos por costumbre y vicio porque, desde la modesta altura que nos brindan nuestras piernas, vemos a los pobres bichos arrastrarse erráticamente por el suelo, sin poder, como nosotros, poder levantar la cabeza al cielo. Nosotros poseemos lenguaje. Nosotros, monos gramáticos, como dice Paz, no tomamos la piedra para abrir nueces, sino para escribir leyes. Pero no, es necesario saber en qué escala hablamos. No debemos compararnos con tal o cual bicho, sino con la comunicación interna de su evolución.

Un ejemplo. Innumerables filósofos señalan la maravilla de la telaraña de los arácnidos o de las colmenas de las abejas, pero, advierten, su belleza y perfección ingenieril no cambia. Para siempre repetirán sus círculos concéntricos y su tapiz de hexágonos. Los humanos, en cambio, hacen chozas e iglúes, el Taj Mahal o El Guggenheim. Esta es una comparación errónea. A nuestra especie le toca una existencia interespecie. Ser abeja y araña a la vez. No algo más, superior, sino algo diagonal, menos fijo y, por ello mismo, siempre obligado a construir, actualizar una virtualidad, de manera distinta. Somos más ADN que araña o abeja. O araña y abeja y camarón, con la capacidad de escribir, leer y actualizar esa escritura en estructuras concretas: tanto en nuestros cuerpos como en nuestras arquitecturas.

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El código genético es una batería de información: retiene por cierto tiempo la configuración de un individuo. Y, si atendemos a los conocimientos actuales de la epigénetica, debemos agregar una escritura transmisible de experiencias individuales. Otra batería de información es la memoria, ésta sí, asentada en un sistema nervioso. Y tenemos la memoria humana, mediada por la escritura en su sentido lato.

El lenguaje es un almacén virtual de la historia humana. En él se consignan relaciones sociales, valoraciones, modos de pensar. Somos y hemos sido siempre replicantes de nosotros mismos a través de códigos y estructuras. Somos un efecto de esas estructuras, pero también sus emisarios, sus transmisores, estructuras de ampliación o apagamiento, repetición y modificación. Porque en este sistema de replicación, como sucede con el ADN, existe una permanente variabilidad. Toda copia introduce diferencias. Gracias al lenguaje le ganamos tiempo al tiempo, retenemos ahí lo que necesariamente ha de morir o desaparecer. Hoy te veo, mañana, cuando faltes, retendré tu memoria. La experiencia es estrecha y sería muy pobre en nosotros si no tuviese como entorno una gigantesca memoria que la enmarca y le da sentido. Todo esto lo sabemos. Es un lugar común, pero no reparamos en su magnitud. El portentoso y enredado mundo que habitamos está hecho de huellas, anotaciones, bosquejos, escritura de todo lo acontecido.

No debemos pensar en la memoria como una traslación entre la realidad y un sistema de notación. Como en la música, la notación no sólo nos permite pasar de una pieza a una partitura. También lo contrario es cierto. Leemos la partitura para ejecutarla. No tendría sentido escribir sin poder leer. Leemos nuestra memoria, hacemos memoria, pues una curiosidad de la escritura es que no todo puede ser recuperado. En los genes no todo se expresa; el código transporta información ancestral, vestigios e incluso fragmentos que permanecerán mudos. En este instante, por ejemplo, poquísimos libros se están leyendo, si consideramos todo lo que la humanidad asentó y asienta en un sistema de signos y símbolos. Ni siquiera podemos sumergirnos en nuestra propia memoria para ver qué hay. La memoria nos llega a capricho y sólo podemos tener cierto poder sobre secuencias pequeñas gracias a la repetición y la mnemotecnia.

El dinero tiene la misma función: capturar el valor y dejarlo para mañana. No sólo nos permite intercambiar cosas heterogéneas a partir de un sistema de equivalencias, también permite pagar por cosas que no están aquí cerca o que todavía no existen. Ejemplo: pago por una mercancía que me enviarán. No está aquí, como el objeto del trueque y otras formas inmediatas de intercambio. También se paga todo el tiempo por una cosecha que se espera en unos meses. Ese dinero es como una batería que almacena valor para otro día y que sirve también para pagar una mercancía futura.

Cuando intercambiamos dinero está supuesta alguna cosa real pasada que soporta el valor del dinero del comprador y una cosa real futura que será producida. Pero acrecentamos la ausencia más y más. Porque no sólo tenemos dinero, sino también deuda, que no representa cosas sino dinero. Es decir, es una representación de representación, ausencia de ausencia que promete un dinero futuro, que a su vez promete una mercancía futura. Y cuando vendemos deuda (subprime), como sucedió en la crisis económica del 2007, presenciamos un negocio fundado en la ausencia de la ausencia de la ausencia.

El dinero parece convencernos de la inexistencia de cosas reales ni presentes, que todo es un juego de percepciones y expectativas donde lo percibido y lo efectuado puede ser postergado para siempre. Es lo que llamamos especulación.

Pero no, la información no puede separarse de la materia. Las palabras, que se creen soberanas, que no requieren del mundo, de las presencia y de las cosas, cuando rompen su relación con esto último, se vuelven vacías.

¿Por qué hay palabras vacías y palabras potentes? Porque existe un vínculo secreto entre el lenguaje y lo que no es lenguaje, y que nos reenvía al problema de las pilas o baterías en su doble función: almacén y recuperación. Una promesa puede romperse o nunca llegar. Igualmente, las burbujas, especulaciones sobre el precio de alguna mercancía sin consideración por su materialidad, un día se colapsa, como si lo real lo alcanzara. Ni el lenguaje representa meramente el mundo, como una copia, ni el dinero representa sin más el valor de las cosas. Ambos son sistemas: sistemas de signos y sistemas de precios. Pero subsiste una relación no inmediata, retorcida y simultáneamente fundamental, entre ese sistema de información y la materia. Nos confundimos fácilmente: creemos que el lenguaje y la información se mueven en el aire. Pero no: ahí siguen el cuerpo, las mercancías, el territorio, la tierra, etc.

Pero ¿por qué hablar de pilas o baterías y no de libros y sistemas? La escritura es un sistema de memoria y recuerdo, de captura de eventos y producción de nuevos eventos, lo que supone una relación entre la información y la materia. La materia permite una escritura y se modifica por ella al mismo tiempo, pero las baterías las asociamos con la energía.

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Una de las prácticas culturales más importantes es la conserva. Por medio de la sal comenzamos a diferir el tiempo de descomposición. Luego inventamos las latas, con las cuales prolongamos aún más la duración de la comida, al mismo tiempo que la podemos enviar lejos. Los paquetes junto con los conservadores químicos cambiaron la industria alimenticia. Con ellos podemos tener cualquier producto en cualquier momento, rompiendo los ciclos de la cosecha y el clima. Podemos combinar también cualquier producto en cualquier ensalada, lo mismo que con el pensamiento podemos asociar conceptualmente eventos distantes en el tiempo y el espacio. La conservación y la captura, siempre selectiva, nos permite recombinar las separaciones naturales. Y lo contrario, por el cuchillo analítico podemos separar las ideas y los conceptos, al igual que con el cuchillo del carnicero seleccionamos el corte que nos gusta. Ese trozo lo podemos conservar, capturar, almacenar y perpetuar por cierto tiempo.

En nuestra ecuación tenemos la materia y la información como medios para extender el tiempo.

Almacenamos comida, valores, ideas, experiencias. Pero nos falta un elemento más: la energía. Nuestro mundo no podría moverse en absoluto sin energía. Y hemos logrado almacenarla para poder emplearla cuando queramos. En primer lugar, le ganamos terreno al espacio por medio de cables, conectando el mundo a plantas de generación de electricidad, por ejemplo. Podemos extraer petróleo y gas y almacenarlo. Lo llevamos a sitios lejanos y luego usamos dicha energía. El trozo de carbón y el hidrocarburo son baterías de energía.

Con un conocimiento de la combustión podemos desatar energía cuando lo queramos, pero la revolución la efectúa la pila. Computadoras, celulares, coches y fábricas dependen del almacenamiento de la energía. Sí, las células lo empleaban ya. El ATP almacena energía que puede ser extraída cuando sea necesaria. Almacenamos también grasa en nuestros cuerpos como reserva cuando la comida escasea. Pero ahora almacenamos la energía para poder efectuar nuestros caprichos de manera planeada, a largo plazo, continua o cuando lo queramos.

Materia, información, energía. Utilizamos la primera para almacenar las dos últimas y poderlas usar a discreción. La naturaleza ha hecho sus baterías, pero nosotros basamos nuestra cultura en ello: ganándole tiempo al tiempo y espacio al espacio. O así comenzamos, ganándole terreno, aunque acabemos por rehacerlos. Nos hicimos otros tiempos y otros espacios. Después del espacio caminable a pie hicimos una red estandarizada de transporte que son las calles o el metro. Del tiempo del sol hicimos el tiempo del reloj y luego el tiempo de los vencimientos de bonos. Las baterías lograron intervenir la forma del tiempo y del espacio, así como su entrelazamiento. Los hicimos proliferar, se complejizaron, pero no nos salvamos del extravío. Por ello, después de nuestro impetuoso producir. debemos tomarnos tiempo, sentarnos a realizar los mapas de nuestras propias creaciones antes de perdernos definitivamente en ellas.