La filosofía es como un hontanar vivo e inagotable de ideas. Nos acercamos a él cotidianamente: allí recuperamos el aliento para continuar con la tarea crítica que nos hemos dado, tarea, digo, que compartimos con los filósofos que nos preceden por más de dos mil seiscientos años. A la vez, nuestra generación heredará esa labor al porvenir. Ya en nuestra reflexión anterior observamos que la actitud crítica implica el cuestionamiento constante a nosotros mismos y a las autoridades (científicas, educativas, políticas o religiosas).

Además, hemos sostenido que el pensamiento filosófico y sus frutos son cultivados a largo plazo, y que los distintos obstáculos para su enseñanza nos exigen prevenir las dificultades más comunes que encontramos al formarnos en las disciplinas relativas a las humanidades en general. ¿Hemos agotado ya la discusión? No, antes bien podemos llevar nuestras disquisiciones a otros ámbitos que nos muestran la utilidad de estar prevenidos contra más vicios exegéticos en la docencia de las ciencias y las humanidades. Veamos.

Los envites del anacronismo

Una de las poses académicas comunes que se adoptan proviene de esa inveterada costumbre de los filósofos e intelectuales de valorar la historia con desdén: es fácil criticar a un autor de la antigüedad por lo que no sabía (y que ahora sabemos), o juzgar a pensadores del pasado desde nuestros propios estándares. Ahora bien, un lector avezado podrá indicarme que esto no es necesariamente un vicio, pues ¿no es acaso parte de la evolución misma de las ideas y de la cultura? Esta pregunta es pertinente, pues notamos que la crítica a través del tiempo es una característica esencial de la historia de la filosofía y las ideas: Aristóteles, por ejemplo, argumenta en sus obras contra autores y teorías que existieron siglos antes de él y, en general, podemos afirmar que las humanidades se caracterizan por ser diálogos polémicos con filósofos y pensadores del pasado (con todo y los prejuicios, equívocos, imprecisiones y malinterpretaciones que eso implica).

Sin embargo, debemos advertir que en todo diálogo riguroso hay principios de honestidad y de caridad que debemos adoptar con las opiniones de los demás, si en verdad deseamos ser justos en la conversación (y en cualquier diálogo legítimo). Esos principios nos obligan, moralmente, a esforzarnos por entender y presentar las propuestas o teorías de los demás con la mayor precisión posible, y a estudiar lo más profundamente que podamos las opiniones que vamos a objetar. En muchas ocasiones (si no es que en la mayoría de ellas), eso requiere sofisticados estudios terminológicos, de contexto histórico, e incluso etimológicos. Dialogar filosóficamente con los pensadores del pasado es entonces una labor que exige un trabajo especialmente complejo, si no queremos caer en el autoengaño, la ilusión del conocimiento o en un burdo monólogo de ideas preconcebidas y superficiales en el que debatimos contra hombres de paja, lo cual es una estrategia para una victoria sin ningún mérito.

Maniqueísmo cultural

Otro grupo de trampas que conducen directamente al desastre en la comprensión de las humanidades es el esquema dual de la historia del pensamiento, que consiste en asumir que hay dos grupos (generalmente “buenos y malos”), que se enfrentan a lo largo del tiempo. Según este molde, todos los autores pertenecen a uno u otro bando. Con ello, el peligro de la falsa idea de conocimiento y del autoengaño es inminente pues, cuando nos acercamos a cualquier período o incluso a cualquier autor, la evidencia nos muestra el error de suponer que toda la historia de la filosofía y de la ciencia se ajusta al patrón “buenos/malos”. Tenemos versiones de este esquema dual en las oposiciones “materialismo contra idealismo”, “Pensamiento europeo versus pensamiento no-occidental”, “racionalismo y empirismo”, “filosofía liberadora contra filosofía emancipadora”, “moral aristocrática versus moral de esclavos”, “Ilustración contra Romanticismo”, entre otras que seguramente cualquier lector podrá encontrar por sí mismo.

Con los esquemas dualistas se puede construir una historia del pensamiento que transforma la complejidad de las humanidades en una mera caricatura que, al tener “resuelto” el problema del desarrollo de la cultura, más bien desalienta la curiosidad o el acercamiento profundo a obras y autores; además, depaupera los argumentos y las ideas. Un ejemplo de esto en las aulas es el siguiente: suele exponerse bajo la estrecha clasificación “racionalista versus empirista” la discusión entre las teorías de René Descartes y John Locke… sin embargo, si acudimos directamente a las obras de ambos, pronto hallaremos la abrumadora evidencia textual que muestra que sus propuestas poseen principios epistemológicos comunes y que, en aspectos importantes, ambos pensadores podrían caber en cualquiera de las dos categorías que suponíamos irreductibles. En realidad, la oposición “racionalistas versus empiristas” resulta estrecha e insuficiente, pues la historia de las ideas es siempre más compleja de lo que como estudiantes y profesores suponemos.

La añoranza del paraíso conceptual

Edgar Bennetts, un destacado colega filósofo, me ha sugerido una consideración por demás útil sobre nuestro asunto, a saber, que las oposiciones “bueno/malo” en filosofía disimulan una suerte de “romantización” o “idealización” de algo que, en realidad, conocemos deficientemente. Para hablar de un ejemplo que mi colega refirió, indiquemos la oposición entre “la filosofía occidental” (en sentido negativo, reducida penosamente al carácter eminentemente racional), y “la filosofía de la India” (entendida positivamente, atribuyéndole notas que rayan en el misticismo). Lo que sucede aquí, en la mayoría de las ocasiones, es una suerte de “romantización”, propia de quien es francamente ignorante de las complejidades de la historia de la cultura y del pensamiento, tanto de filosofía de la India como de la occidental.

La idea parece irrisoria, pero, para nuestra sorpresa, es muy común en las aulas de todos los niveles académicos: se supone que la filosofía no-occidental (India, antigua, indígena, “de los pueblos originarios” o de cualquier otra procedencia) es mejor porque, aparentemente (y según las interpretaciones idealizantes) en ella se resuelven tensiones y problemas existentes en la filosofía moderna “tradicional” o “canónica”.

Según esa perspectiva (que también horroriza a los antropólogos, sociólogos e historiadores sensatos), resulta que esas filosofías no-occidentales están situadas en algo parecido a un paraíso conceptual, donde las concepciones e ideas son prístinas, armoniosas, fulgurantes de tan claras, liberadoras, justo porque supuestamente son totalmente distintas al canon… Pero una vez que indagamos rigurosamente en ellas, como cuando descubrimos un truco de prestidigitación, notamos que detrás de esos paraísos conceptuales, hay solo pereza intelectual, superficialidad y poco estudio serio.

Me pregunto ahora por un modus operandi contrario, que consista no ya en romantizar, sino en atribuir de antemano algún sentido negativo a un término, que sea propio de colegas que deseen pasar por críticos, pero que en realidad eviten todo trabajo intelectual riguroso. ¿Habrá un recurso (argumentativamente perezoso) para poner una etiqueta, no ya de paraíso, sino de “infierno” a algún tema? Creo que sí, y me parece haberlo hallado en la estratagema siguiente: si alguien desea, por pura dejadez o indolencia, asignar una carga negativa a un término, simplemente que añada el sufijo centrismo y lo adjunte a lo que se desea injuriar. Por ejemplo: “antropocentrismo”, “eurocentrismo”, “logocentrismo”, “helenocentrismo”, “adultocentrismo”, “falocentrismo”, etc. Como se ve, las posibilidades son tan numerosas como nuestra propia creatividad…

¡Incluso podemos inventar expresiones para denostar más de una cosa a la vez!, por ejemplo si decimos, “heleno-eurocentrismo”, “logo-epistemocentrismo”, entre otras. Ahora bien, debo advertir que, por lo visto, este truco es tan feraz que nos puede granjear aulas colmadas de adeptos, un cardumen de publicaciones académicas arbitradas, un doctorado o hasta el éxito editorial. Con ese recurso de chapucería discursiva podemos maniobrar fácilmente, aplicándolo a casi todo lo que nos disgusta. Además, tal ardid nos ahorrará el trabajo de argumentar rigurosamente y, a la vez, nos dará ínfulas de ser pensadores implacables, severos e “inconformes con el sistema”, prestos a descolonizar, parapetados con semejante subterfugio, a cuanto vecino se nos acerque (pensar sobre el abuso de esas últimas palabrejas queda como tarea para usted, osado lector).

El vetusto modelo paterfamilias

La ilusión no tan secreta de la mayoría de docentes y estudiantes (entre los que me cuento) es comprender la historia de la ciencia y la cultura usando solo un catálogo abreviado de nombres de personajes ejemplares; nos gustaría una lista de obras (de preferencia muy breves) y autores (los esenciales, mientras menos, mejor) que nos explicara a cabalidad la evolución del pensamiento en las disciplinas humanísticas y científicas de nuestro interés. Sin embargo, pensar que hay un “representante” o exponente mayor, un primer autor, un “padre”, origen o arquetipo de algún movimiento literario, filosófico, artístico, de una época, o de cualquier otra área, resulta la mayoría de las veces una idea engañosa, sesgada o peligrosamente mediocre.

El modelo paterfamilias de la historia implica la tesis de que hay un solo artista o pensador que concentra la quintaesencia de las ideas desarrolladas a lo largo de un período de tiempo; si esto es así, entonces, según este esquema solo debemos estudiar una lista de nombres célebres para entender lo fundamental sobre nuestra área de interés. A veces, incluso, no solo se cree que es una figura representativa (o un par), sino, peor, una sola obra (o una parte de esta). Uno de los ejemplos más trillados de este tipo de error en las clases de filosofía es el que se refiere a René Descartes: he visto cómo algunos colegas lo llaman (sea ya para exponerlo o criticarlo) “el padre de la modernidad”, por su célebre Meditaciones metafísicas; más específicamente, por las primeras tres meditaciones, las cuales, para nuestro asombro, ¡figuran en apenas una treintena de páginas!, aproximadamente una décima parte de la extensión total de dicha obra.

Consideremos atentamente el peso del asunto y las malaventuras que nos acarrea el modelo historiográfico paterfamilias: la edición estándar de la obra de René Descartes consta de once volúmenes (a cargo de Ch. Adam y P. Tannery, Oeuvres de Descartes, editado por J. Vrin, París, 1996). Descuidadamente, los colegas que emplean este esquema han decidido que la obra arquetípica es simplemente una de ellas (¡que en realidad tiene dos versiones!: la latina figura en el tomo VII, y la francesa en el tomo IX), y de esta, los docentes eligen las primeras treinta páginas... La magnitud de esa mutilación es patente, pues ese detrimento nos abre una puerta irremediable a la mediocridad interpretativa. Pero por si no hemos sido lo suficientemente insensatos en el aula, se ha dicho que en esas treinta páginas se rezuma la esencia de al menos un siglo de filosofía... y nada menos que la del siglo XVII.

Al tomar la fácil y empobrecida referencia de treinta páginas de Descartes, ungiéndolo además como “el padre de la modernidad”, estamos suprimiendo la mayor parte de su obra, además de un sinnúmero de teorías de hombres y mujeres que escribieron y pensaron en esa época, que se ocuparon (junto con el mismo Descartes) de una increíble variedad de temas científicos, morales, epistemológicos, metafísicos, antropológicos, etc., y que seguramente vale la pena estudiar para tener una comprensión más justa del tema (incluso para valorar mejor al propio pensador de Turena).

Pero si guillotinamos así a todos los autores casi sin advertirlo y sin ser conscientes de nuestras limitaciones textuales e interpretativas, ¿qué podemos esperar de nuestra formación intelectual? Tal vez miríadas de filósofos denostando a otros, confundiendo la crítica filosófica con algo que se parece más a una desangelada orgía de etiquetas: “eurocéntrico”, “padre de la modernidad”, “perpetrador del epistemicidio [sí, usted leyó bien, epistemicidio] de nuestras culturas originarias”, “justificador del exterminio de la Conquista”, “racionalista a ultranza”, “primer presidente del club de los dogmáticos idealistas”, “anulador de lo corpóreo”, “negacionista de los afectos”... entre otras gemas de ese mismo aparador.

La actitud inconformista

Los modelos historiográficos y los esquemas que empleamos pueden tendernos trampas que terminan por ocultar otras voces con interpretaciones y argumentos que pueden transformar y enriquecer nuestras concepciones de la cultura. Por supuesto, como he dicho antes, algunos esquemas son pedagógicamente útiles, sin embargo, debemos advertir con honestidad a quienes nos escuchan que la realidad es más compleja que nuestros modelos y que, una vez que miramos con atención, nos encontraremos dificultades que siempre es emocionante tratar de resolver. Ese aspecto problemático es el que alienta la crítica continua en la ciencia, la filosofía y las humanidades.

En suma: un carácter filosófico se detiene en indagar nuestras creencias, se dedica a interrogarnos sobre nuestros prejuicios, dogmas y demás teorías con las que asentamos nuestros paraísos conceptuales. Por ello, la actitud filosófica es incómoda como un tábano, porque se entromete y fisgonea en nuestra intimidad intelectual y, al hacerlo, nos revela lo vulgar que a veces resulta nuestro sistema de ideas más seguras, nos muestra lo débiles que son nuestros supuestos y, en general, lo negligentes que hemos sido con nuestra propia educación.

Con la crítica, entonces, buscamos y descubrimos las interrogantes, los dilemas, las piezas del rompecabezas cultural que no encajan, las encrucijadas explicativas, las evidencias débiles o ausentes, las flaquezas en la argumentación, los conceptos mediocres o triviales, así como los escollos en teorías y pensadores, es decir, indagamos siempre en el borde de nuestro conocimiento, al filo de nuestros límites. En la educación científica y humanística, la actitud inconforme, filosófica, es el equivalente a la semilla de la disquisición honesta (y no pocas veces incómoda) que promueve la polinización de las ideas subversivas entre las sociedades a lo largo de la historia.