Todo urge. Detener el cambio climático. Mitigar la pobreza, la enfermedad, violencia, las guerras… Es difícil que alguien pudiese oponerse a ello.
Incluso los grandes negacionistas de las enfermedades, del cambio climático o de la pobreza global aceptan un estado de crisis general. Ya nadie puede hacer la vista gorda frente a crisis de escasez de agua, el agotamiento del petróleo o a fenómenos climáticos devastadores.
Las acusaciones
Lo natural es entonces exigirle al “académico” y al “filósofo” que, si tanto se les da el pensar, desciendan de su torre de marfil y atiendan los problemas prácticos. La petición es extraña, porque las ciencias sociales se entendieron a sí mismas como este descenso heroico y humilde a la vez, un acceso al mundo concreto, empírico, lleno de urgencias. Ellas habrían superado la filosofía al poner al alcance de la mano el verdadero fruto del saber, mientras que aquella no habría hecho otra cosa que engañar y engañarse, corromper juventudes y enturbiar el aire claro con nubarrones especulativos. Pero entonces sucede como si se le pidiera a la filosofía, nuevamente, convertirse en una ciencia empírica, en condiciones de aportar tecnologías para el mejoramiento de nuestras condiciones de vida.
Lo cierto es que la filosofía contemporánea o la “teoría”, como llaman en algunas universidades anglosajonas al pensamiento que no tiene aplicación inmediata, es acusada por razones encontradas. Por un lado, se dice que es inútil, que filósofas y filósofos viven en su torre de marfil, que ordeñan los presupuestos estatales o que venden aceite de serpiente a juventudes confundidas pero que, a la postre, representan una actividad impotente. Al mismo tiempo, y esto es lo llamativo, se dice que la filosofía es peligrosa porque inflama los corazones e intoxica el entendimiento, llevando a la gente a actos radicales, violentos, totalitarios y destructivos.
La filosofía, se dice, no sabe nada, no comprende el mundo, es el abuelo o la abuela en el sillón, viendo pasar desde su mecedora un mundo que ya no es el suyo, pero que desea acompañar con historias de caballería. La filosofía es como Don Quijote. Pero esa incomprensión, se insiste, conduce a las masas a actos estúpidos y especialmente peligrosos, porque la filosofía suele entregarse a la hybris y la ambición. La medicina consistiría entonces en que la filosofía se hiciera preguntas limitadas, bien acotadas, incluso capaz de ser resueltas empíricamente. O sea, que se convierta en una ciencia social. Me gusta tu perro, es sólo que me preferiría que fuese más pequeño, menos peludo y que maullara.
Pero también se dice que la filosofía es demasiado ingenua, que, cuando divaga, no es la ambición, sin el candor lo que la extravía y que, con su tierno corazón intenta conducir un mundo demasiado malo para ella. Es así que a la izquierda “radical”, ansiosa de “acciones concretas”, la filosofía le parece una pérdida de tiempo, una ensoñación perjudicial. A la derecha le parece una pieza de museo, honorable, pero irrelevante. A los liberales les divierte, porque les permite embellecer algunas de sus acciones, mas, cuando pierde su funcionalidad, se le tacha igualmente de un lujo innecesario.
Los “intelectuales”, hoy prácticamente inexistentes, se conciben en el bestiario social contemporáneo ora como un peligro secreto, sujetos oscuros de conspiraciones inusitadas, o bien, como ratones de escritorio, enamorados de la vida o simplemente acomodados en el suave nicho que la sociedad occidental liberal y capitalista les proveyó y cuya existencia está hoy nuevamente en riesgo.
La defensa
El intelectual o el académico, acostumbrado al ataque y habiendo asumido la pérdida irreparable de su lugar en la antigua sociedad burguesa, se indignará y guardará silencio, o bien, creyendo en su soberanía irrestricta, en su honor y nobleza, se convencerá de que no le debe explicaciones a nada ni a nadie y que, si el mundo no le comprende o no le quiere, tanto peor para el mundo. A lo máximo que llegará es a indignarse en voz alta ante el gobierno por no ser ya su consentido, ni concederle el digno cargo de asesor de la corte. Pero es preciso ensayar una respuesta a esta contradictoria imputación sin la pedantería usual.
¿No debe la filosofía responder a las cuestiones más urgentes, a su presente? Desde luego. Lo han dicho filósofos contra filósofos, reivindicando el amor, la vida, la sensibilidad o el cuerpo. Pero la trampa la hemos expuesto ya: dicha migración suele exigir que la filosofía renuncie a la filosofía misma, convirtiéndola en sirviente del presente. ¿Sirviente? ¿No se trata de que la filosofía piense su tiempo, que contribuya al aquí y al ahora? Sí. Pero con una salvedad. Que cuando se habla “actualidad”, “presente” o “tiempo propio”, no se tiene en absoluto claro lo que ello signifique. No se nos dice nada sobre qué es la actualidad, qué fronteras lo separan de lo pasado, con qué hechos e ideas está conectado, sus mediaciones o complejidades. El presente ¿es el instante?, ¿el día de hoy?, ¿mi vida?, ¿el tiempo de mi cultura?, ¿la época llamada posmodernidad?, ¿la humanidad?
El apasionado de las acciones, urgido por movilizar su cuerpo es indiscernible del guerrero temerario, que se lanza a la batalla sin darse el tiempo para conocer el terreno, preparar sus armas, o perfeccionar su técnica de batalla. El antiguo Arte de la Guerra de Sun Tzu comienza por un tranquilo análisis del terreno donde sucederá la batalla. ¿Cómo lanzarse a la guerra sin conocer la geografía mínima donde tendrá lugar? ¿Cómo pelear sin haber meditado sobre y practicado una técnica bélica determinada? Lo urgente de una guerra no puede afrontarse sin tomarse el tiempo. Y, como se dice, la mejor guerra es la que se evita, lo cual sólo puede concluirse si se toma el tiempo. La urgencia requiere tiempo para enfrentarse. Es un asunto elemental que, sin embargo, se busca escatimar. Decir que la filosofía debe entrar al presente y someterse a él implica pedirle que renuncie a la distancia misma con la que ella puede reflexionar no en, sino sobre él. La filosofía requiere un desvío, un desfase, un contraste, el cual crea:
a) con la abstracción y la formalización, lo que se suele valer el apelativo de soñadora y separada de la realidad, y b) con la historia de las ideas, a partir de la cual la filosofía vuelve a actualizar sus argumentos tomando en cuenta un universo virtual de pensamientos centenarios. Se verá que el pensamiento es lento y pesado, y que las distancias geográficas y temporales no son impedimentos para el contraste de las ideas.
El físico, el biólogo o el químico no necesitan hacer historia de su disciplina. Puede divertirse con los conceptos del átomo de los griegos o los tempranos modelos de Thomsom o Rutherford, pero rápidamente debe pasar a lo serio, a la cosa misma, al mundo de las partículas y su extraño mundo cuántico. El filósofo, en cambio, puede detenerse décadas leyendo y discutiendo al señor Platón o Aristóteles. Es verdad que en este desvío siempre se puede extraviar y, eventualmente, volverse irrelevante, pero no menos que un científico que repite el mismo experimento con variaciones irrelevantes, sin inventar nada nuevo.
Pero existe un tercer modo de hacer contraste con el presente: la producción imaginativa de conceptos, argumentos y diagramas, cuya correspondencia con algún problema “actual” no es evidente ni inmediata. ¿Cómo atender al presente sin el contraste de lo inactual, de lo absurdo o lo improbable? Tiene razón Deleuze en decir que el pensamiento llegó a las producciones más delirantes y maravillosas meditando sobre Dios. La imaginación no es lo que desvía del presente. Ella es no pocas veces lo que permite al pensamiento salir de su encierro y sus automatismos. Si los humanos se hubiesen conformado sólo con medir y pesar las piedras que le salían al paso, sus producciones habrían sido grises e irrelevantes. El carácter especulativo, abductivo (Peirce) o conjetural del pensamiento resguarda sus poderes más insólitos. Ningún científico descubre sin experimentar, ni los matemáticos proponen teoremas sin divagar, ni el niño aprende nada sin antes poder jugar sin restricciones. De ahí el carácter anodino y mentecato de la mayoría de los adultos.
El pensamiento “orientado a la solución de problemas” acepta el marco que se le otorga, acepta los actores que se proponen, acepta el mundo tal como se le ofrece, sin examen y se lanza al negocio de las soluciones. Pero el primer trabajo del filósofo no consiste en ponerse a cazar soluciones para los problemas que dicen las personas tener. La filosofía comienza dudando del supuesto problema para ver de dónde sale, sobre qué supuestos se asienta, y si no conduce a otro problema menos evidente o a un contexto o territorio insospechado e inaccesible para el hombre presuroso. Es lo que hace un médico sensato: peguntar y escuchar antes de tomar decisiones. El paciente va con un dolor de brazo y cree que tiene algo en la extremidad, hasta que el doctor le dice que el problema se origina en la columna, aunque se sienta en otro sitio.
Es normal en toda experiencia que lo inmediato no sea nunca conclusivo y que esconda conexiones no obvias. El valor del psicoanálisis, por ejemplo, que tanto escandaliza a sacerdotes y acólitos de la ciencia, tiene más valor cuanto más exagerado y especulativo se torna. Aquí podemos recordar al ya casi olvidado Alfred Jarry, inventor de la patafisica o “ciencia de las soluciones imaginarias”, una ciencia absurda por la que acabamos comprendiendo mejor lo que llamamos razón, especialmente lo que esta última tiende de loco. El mismo efecto producen las dos Alicias de Lewis Carroll: la luz negra del nonsense ilumina maravillosamente las nervaduras de la lógica.
Saichi Suzuki es famoso por su método de enseñanza musical para niños. En uno de sus libros cuenta la genial idea que inspiró su método: el japonés es una lengua difícil, ¡pero resulta que todos los niños japoneses lo hablan! Debían ser muy inteligentes. Por supuesto, no es un asunto de inteligencia, sino de una capacidad sin parangón que se encuentra en todo infante. La dificultad del aprendizaje en la vida adulta se debe en buena medida a que olvidamos el modo en que procedimos cuando éramos niños. La propuesta de Suzuki es: la música debe aprenderse como la lengua materna. Este tipo de obviedades son fundamentales para la filosofía, porque constituyen una de sus profundas justificaciones: hacer accesible lo inconsciente.
Entendamos por inconsciente toda la trama de pensamientos, ideas, palabras, estructuras, emociones que operan en nosotros sin que nos apercibamos de ello y que, incluso dándonos cuenta, no tenemos gobierno directo e inmediato sobre ellas. No es que lo inconsciente emerja a la luz como tal, en su estructura desnuda. Es sólo que aprendemos a escuchar la estructuralidad.
Otra gran observación filosófica la encontramos en Molière. Un personaje descubre en El enfermo imaginario ¡que hablaba en prosa! Sí, tremendo descubrimiento, porque entonces la poesía puede ser apreciada como nunca antes. Es el conocimiento del territorio que pide Sun Tzu antes de lanzarse a la “guerra”. Toda acción inmediata, en cambio, suele ser una no-acción, resultado de nuestros automatismos. Donde creemos actuar inmediatamente, en realidad no sabemos que somos actuados por condicionamientos. Estos últimos, a pesar de ser identificados, no desparecen, es preciso actuar como al aprender la lengua madre: usando todo el cuerpo, repitiendo e involucrando los afectos. En suma, se trata de poder forjarnos un nuevo inconsciente. ¿No es eso el aprendizaje? El desfacedor de entuertos no forja nada, simplemente es más o menos eficiente.
Sigamos. Así como todos hablamos maravillosamente lenguas difíciles y en magnífica prosa, así también somos “monos gramáticos” sin haber abierto un libro. Pero además de eso circulan por nuestra cabeza modos de razonar, ideas, pensamientos y lugares comunes.
No es por tanto loco proponer que todos profesamos alguna filosofía inconsciente.
Por la calle caminan escépticos, materialistas, idealistas, atomistas o deterministas. Una filosofía formal no hace sino explicitar y desarrollar lo que ya opera en las acciones más banales y cotidianas y que son llevadas al laboratorio, la oficina, la cama o el campo de guerra. No es que la vida tenga más valor porque la examinemos o dejemos de hacerlo. Es lo que el examen nos permite para reformularla. Y sin la mera reflexión no cambia las cosas, es la precondición para intentarlo. Hay cierta verdad en que la filosofía surge de almas enfermas y dolidas que anhelan recuperarse. Pero no es la filosofía la que enferma. Ella es tardía, responsiva, incluso desesperada ante una fractura cuyo origen no podemos datar y, muchas veces, ni siquiera podemos identificar. No es la filosofía la que termina con el mito o con la tragedia. Ellos se liquidan a sí mismos, siendo la filosofía posible respuesta a una insuficiencia.
Es natural la desesperación del “hombre práctico” que le exige soluciones al “intelectual”. Una solución es una acción bien determinada, restringida en tiempo y espacio y encaminada a resolver un asunto igualmente claro y distinto. Pero tan pronto el hombre práctico decide ponerse a pensar sus problemas y sus soluciones cae en el terreno del hombre teórico, pues nada de la vida se deja resolver de manera inmediata y trivial.
Los filósofos gustan de citar al gran San Agustín cuando se interrogaba sobre el tiempo: “si nadie me pregunta qué es el tiempo, lo sé, pero si me lo preguntan y quiero explicarlo, ya no lo sé”. Pero inténtese ofrecer una definición de cualquier cosa, no del tiempo, del espacio o de la verdad. Tómese un humilde insecto y ofrézcase una definición satisfactoria. Los objetos empíricos siempre se reservan un lado oscuro. Con pudor metafísico ocultan a su concepto alguna perspectiva, algún detalle, cuando no se reservan un extraño espécimen que viene a dar al traste con la bella frontera que promete conceptos y definición, es decir, la asignación de los seres a su cajón conceptual fuera de toda duda. De los conceptos metafísicos no se diga: pugna milenaria sobre el ser, la libertad, el lenguaje. Parece que a estas alturas sólo las matemáticas pueden ofrecer definiciones y aún ellas dependen de otros axiomas que, a su vez, no pueden ser probados y que terminan por responder a criterios pragmáticos.
La imposible solución
Ahora bien, que el filósofo como el científico se pueden extraviar es también algo con lo que debemos contar y que resulta inseparable de la dignidad de todo concebir. Uno puede pensar lo que no es el caso, perderse en conceptos vacíos o de plano engañarse monumentalmente. Existe un riesgo de vacuidad tanto en el hombre práctico como en el teórico y un riesgo de perderse en el detalle. Pensar sólo tiene sentido cuando hay algo que pensar. O sea, que pensar sólo existe cuando existe una tensión entre el pensar y lo pensado. Si ambos coincidieran, no habría pensamiento, sino pura percepción de las cosas, sin modificación. Si el pensar violentara las cosas y les impusiera su molde, tampoco pensaría nada, sino que podría abogarse el título de creador ilimitado.
La filosofía debe pensar su presente, lo que exige aceptar la tensión no sólo necesaria sino incluso deseable entre ella y lo no-filosófico, entre los pensamientos y los eventos. Por tanto, no se le puede pedir al gremio filosófico que se convierta en ciencia empírica, pero tampoco que se refugie en una pretendida autonomía. Con todo, entonces, está bien que se confronte a la filosofía. Ella no está para complacer ni servir a nadie, pero sin esta exigencia ella dormiría el sueño de los justos.