Si algo se debe aprender sin reservas en la formación científica, filosófica y humanística es a participar en un intercambio de argumentos edificante y honesto. Debemos ser capaces de conducirnos óptimamente en diálogos críticos que solicitan un carácter libre, abierto y cordial. Para la actitud filosófica, una conversación es más alentadora si se trata de dar y recibir razones a favor o en contra de alguna idea. Desde el símil que Platón hacía de Sócrates como un molesto tábano, cuestionar nuestro pensamiento y el de los demás es la esencia del quehacer filosófico y, tal y como sucedía hace cerca de 2.500 años, hoy, en pleno siglo XXI, para muchos sectores de la sociedad todavía resulta incómodo este aspecto crítico, propio de quienes se dedican a las humanidades.
La revolución de los tábanos
Es oportuno recordar que la actividad de los filósofos ha estado en el centro de las revoluciones profundas y de largo alcance en la historia de Occidente: mencionemos solo la Ilustración como ejemplo de un movimiento cultural que, a partir del siglo XVIII, originó y promovió procesos radicales de transformación en ambos lados del Atlántico, desde la Revolución francesa hasta las gestas de independencia latinoamericanas. Así como sucede con el pensamiento ilustrado, en la base de los procesos sociales definitorios de la cultura moderna está la crítica sin ambages que se dirige contra toda suerte de dogmatismo, fanatismo o superstición.
De ahí que el trabajo de los docentes de filosofía puede apreciarse no solo en el nivel individual, sino también en el histórico, a largo plazo. Por ejemplo, una profesora transforma las vidas presentes y futuras de cada uno de sus estudiantes al analizar las polémicas de Juana Inés de la Cruz, Mary Wollstonecraft o Flora Tristán; con ello forma seres humanos más complejos, dispuestos a juzgar racionalmente su entorno y modificarlo, paulatinamente, a la luz de los cambios y revoluciones que los estudiantes decidan para transformar sus contextos. Pero este alcance universal se logra gradualmente, con profesores de filosofía diseminados por todo un país, con objetivos educativos a largo plazo y sabedores de que su actividad constructiva atravesará obstáculos a menudo difíciles… de ahí también deriva una de las quejas de políticos mediocres y de sectores sociales reaccionarios en contra de la filosofía, a saber, que es una asignatura que no logra resultados lucrativos tangibles e inmediatos.
En el fondo, ese reproche conservador es más bien el reflejo de un temor atávico a todo lo que muestre algún asomo de cuestionamiento racional y de cambio radical. El desdén por la filosofía esconde a veces la preocupación de los burócratas, políticos, religiosos, académicos conservadores y demás autoridades, a ser exhibidos públicamente como necios o dogmáticos; en otras ocasiones, oculta el espanto que produce considerar alternativas de explicación del mundo o la diseminación de ideas consideradas “socialmente peligrosas” o heréticas. Así, detrás de la prohibición vergonzosa de libros del Index librorum prohibitorum de los católicos contrarreformistas del s. XVII, estuvo la aversión al pensamiento distinto, racional y libre. Más todavía si la vigencia de la censura perpetrada por el catolicismo llegó hasta el s. XX (¡por increíble nos parezca!)1.
En el México contemporáneo, esa hostilidad al cuestionamiento ha sido compartida desde hace al menos dieciséis años por los distintos actores del gobierno, al eliminar asignaturas filosóficas en el nivel de educación media superior (que abarca los tres años precedentes del nivel universitario): el primer decreto en ese sentido tuvo lugar en 2008, en el sexenio de Felipe Calderón. En 2024, vergonzosamente, la exclusión de las asignaturas propias de la filosofía en las aulas de bachillerato se realiza en el gobierno de Andrés Manuel López Obrador… pero ese tema debe ser atendido con especial interés y hablaremos sobre él detalladamente en una próxima ocasión. Por ahora, sirvan estas consideraciones para ilustrar la naturaleza incómoda de la filosofía, que a lo largo de los siglos no ha dejado de ser institucionalmente censurada, tanto por los religiosos como desde la educación estatal, hoy supuestamente crítica y humanística.
La polinización de ideas
Consideremos en principio que educarse en las habilidades intelectuales de crítica es una tarea a largo plazo, pues ellas implican, a su vez, procesos cognitivos y condiciones sociales tan complejos como el análisis, el conocimiento riguroso de la historia, la valoración de la evidencia, las habilidades para la lectura de textos complejos y abstractos, la libertad de cátedra y de opinión, entre otros; por ello, la crítica se cultiva pacientemente a través de los años y se incorpora a nuestras capacidades individuales y sociales solo con la práctica. Es aquí donde docentes y estudiantes comparten una labor similar a una “polinización de ideas”.
Por ello, en las clases de filosofía, la falta de una formación adecuada y sostenida ocasiona problemas de diverso jaez: debemos reconocer que hay docentes de asignaturas humanísticas que promueven y difunden dogmas y prejuicios antes que pensamiento crítico (para colmo, incluso en las universidades encontramos colegas de las más variadas profesiones y credos que, pretenciosamente, al abrazar fervientemente a un autor, se anuncian a sí mismos como filósofos). Los estudiantes, por su parte, deben pagar esa instrucción portando ideas erradas, mediocres o de plano ignorantes sobre los debates relativos a la ética, la cultura o la historia.
Si nos detenemos a pensar seriamente en lo anterior, no creo que podamos hacer mejor servicio a los colegas encargados de las asignaturas humanísticas (ni a los estudiantes que asisten a sus aulas), que describir a continuación algunos de los desaciertos más comunes que presenciamos en foros y en cátedras, con tal de que (como lo proponía Francis Bacon en el siglo XVII) estemos advertidos contra estos errores y que los evitemos “en la medida de lo posible”. Así, bien puede leerse este texto como continuación de nuestra discusión previa sobre la teoría de los ídolos del humanista inglés.
Viviendo en el medioevo en 2024
Los esquemas son herramientas didácticas útiles y a menudo necesarias en la clase de filosofía y de humanidades: nos otorgan una idea comprensiva, resumida y panorámica de la evolución de la cultura. Usamos también conceptos universales para englobar o clasificar siglos de historia en grandes bloques (etapa antigua, medieval, renacentista, moderna, etc.), con tal de proveer una ubicación contextual amplia y, a la vez, suficientemente inteligible de las ideas que estamos tratando de comunicar. Pero las dificultades se inician cuando pensamos que esos bloques temporales tienen un comienzo y un final bien definidos, p. ej., que hay un siglo (o un año) en el que concluye la Edad Media y, como por arte de magia o porque así lo dicen los libros, accedemos a otra etapa histórica.
El problema es que esto no ocurre en realidad: en el s. XXI, todavía hay sociedades que viven y se sostienen con ritos, mitos y creencias que bien pueden caracterizarse como propios del mundo medieval; por ello, debemos advertir que las “etapas” son solo contextos de referencia, pero no debe creerse que se terminan de una vez y para siempre: algunos ideales, modos de vida y valores del pasado pueden persistir siglos después de que surgieron si hay seres humanos que los practiquen en el presente. En México, por ejemplo, algunos colegas influenciados por autores populares consideran que este país está en una etapa llamada “posmodernidad” (lo que sea que eso signifique), ignorando totalmente la compleja evidencia histórica, sociológica y antropológica de la mayoría de los mexicanos. Teniendo en cuenta esas evidencias (muchas de ellas a la mano en las estadísticas de acceso público o en las prácticas religiosas populares) es incluso posible que, culturalmente, en 2024 haya grandes sectores de la población que estén más cerca del medioevo que de las propuestas de pensadores, ya no digamos contemporáneos, sino del siglo XIX…pero supongo que, en lugar de hacer una investigación más seria y profunda o, simplemente de observar lo que sucede en la calle, es más fácil creerse lo que dicen los intelectuales de moda con los que simpatizamos.
Tal y como sucede cuando designamos largos períodos temporales con un solo término, también empleamos conceptos generales para hablar de amplios sectores sociales o culturales, como cuando decimos “los griegos”, “los indígenas”, “los ilustrados”, “los positivistas”, “los orientales”, etc., ¿cuál puede ser el problema con estas clasificaciones omniabarcantes? Pues bien, si empleamos esas nociones con descuido, podemos pensar falsamente que no hay diferencias entre los individuos a los que pretendemos referimos y, con ello, podemos desestimar complejidades relevantes. Por ejemplo, ante la expresión: “para los griegos, la virtud era equivalente a la sabiduría”, inmediatamente debemos preguntar, ¿a quiénes en particular nos referimos con “los griegos”?, ¿de qué lugar y tiempo específico se trata?, ¿cómo sabemos que todos pensaban lo mismo?, ¿qué evidencia tenemos para afirmarlo?, incluso, ¿el término “los griegos” tiene sentido en el contexto cultural al que aludimos?
De la reificación a la prosopopeya
Justamente porque los esquemas son meros recursos didácticos y los conceptos son solo abstracciones, no deben ser confundidos con la realidad, la cual siempre es más compleja y difícil de entender con una sola noción o desde una sola teoría. Identificar la realidad con los términos que usamos (por más credenciales que tengan en los textos) es ser embaucados por un singular acto de ilusionismo que se llama falacia de la reificación, esto es, pretender que los conceptos o abstracciones son entidades reales.
Un ejemplo común de esta falacia es el abuso al que se somete cotidianamente la manida noción de “modernidad”. Una y otra vez en encuentros académicos se escuchan expresiones similares a estas: “la modernidad es la causa de la injusticia, la contaminación y la explotación actuales”, o “la modernidad está fundada en el mito de la razón”... Y casi invariablemente, cuando se inquiere seriamente sobre el sentido en que se usa ese concepto, uno descubre que el texto o el colega se refiere exclusivamente a una sola teoría, una sola obra o, simplemente, la caracterización es tan vaga que se pierde en términos igualmente difusos, abstractos y vacíos.
Más aún, a veces sin percatarnos, solemos pasar de la reificación a la prosopopeya cuando hacemos que la modernidad adquiera personalidad y le adscribimos algún rasgo moral, al decir, por ejemplo, que “la modernidad nos ata y no puede ser buena para nadie”. Un caso del abuso de ese término que derivó en una frase de humor involuntario fue el encabezado de un artículo que alguna vez leí en el periódico La Jornada en el contexto de la pandemia por covid, cuyo título rezaba: “Cuando la naturaleza jaquea la orgullosa modernidad”... No es necesario poseer una mente audaz para saber que esa frase, literalmente, derrocha prosopopeya. Imaginemos la escena: la naturaleza y la modernidad, en sus personificaciones, se enfrentan en un partido de ajedrez y, en el tablero, la primera avanza en la partida con una declaración de amenaza al rey que la segunda, petulante, recibe con un aire inequívoco de desdén.
En suma, el patetismo de la frase anterior nos advierte sobre los infortunios del empleo abusivo de los conceptos que, para nuestro pesar, es todavía común en las aulas. Consideremos entretanto si hemos hallado en nosotros mismos, en textos de otros pensadores o en las propuestas de colegas y profesores más yerros de esta índole… Si las reflexiones anteriores han resultado provechosas para los lectores, y en particular para docentes y estudiantes de asignaturas humanísticas y científicas, habremos ganado en advertir sobre el uso desprevenido de los conceptos omnicomprensivos.
Sabiendo ahora que valen únicamente como herramientas didácticas, los esquemas y las generalizaciones abstractas no nos deben ahorrar el trabajo serio y, por cierto apasionante, de hacer nuestras propias pesquisas y cuestionamientos sobre la filosofía y las ideas.
Notas
1 Es importante reconocer que muchos docentes que imparten asignaturas filosóficas o humanísticas aún se forman en alguna casta o sucursal del sistema educativo del catolicismo. ¿Es ese adoctrinamiento acaso otra de las fuentes del evangelio académico de "la crítica a la razón Occidental"?