El humanista inglés Francis Bacon publicó su Novum Organum en 1620, un texto que ha sido la inspiración y el punto de partida para muchos pensadores a lo largo de cuatro centurias. Con toda justicia es una lectura indispensable para quienes desean incursionar en la filosofía, la metodología científica, la historia de las ideas y, especialmente, para quienes desean aguzar sus habilidades de análisis y argumentación. Pero, después de los cuatro siglos que nos separan de Bacon, ¿qué podemos vendimiar de este texto clásico de la filosofía?, ¿en qué sentido son actuales y útiles sus párrafos irónicos, corrosivos y a la vez elegantes?, ¿es posible aprovechar hoy sus razonamientos para nuestra formación y la de nuestros estudiantes?

Digamos en primer lugar que Bacon es un maestro de la crítica, en esto reside su actualidad y, aunque no podemos esperar que sus motivaciones específicas sean las mismas que las nuestras, también debemos saber destilar sus enseñanzas y admoniciones para nuestros fines. En segundo lugar, es por demás admirable y edificante que un pensador tan lejano temporalmente a nosotros haya podido ver que el conocimiento (en particular, la ciencia y la filosofía) no es una actividad exenta de dificultades de todo tipo… algunas de ellas prácticamente insuperables. Bacon enseña que el conocimiento, como toda ocupación humana, está rodeado de obstáculos que nos salen al paso inevitablemente: contextos sociales, malos usos del lenguaje, los prejuicios e incluso las inclinaciones personales revelan que el conocimiento científico “puro”, contrario a lo que comúnmente se piensa, es un objetivo muy difícil de lograr.

En contraste con lo que algunos docentes repiten en las aulas basados en una lectura superficial del Novum organum, el filósofo inglés argumenta vivamente que el conocimiento es una tarea compleja y laboriosa; además, él señala que los obstáculos para lograr algún adelanto en la ciencia y la filosofía (en el siglo XVI no había una diferencia tan tajante entre ambas) nos aparecen una y otra vez, restringiendo nuestros alcances y expectativas. Él llamó a estos obstáculos los ídolos del entendimiento e hizo una teoría con la que los clasificó, los caracterizó y mostró cómo actúan en el ser humano que se propone conocer algo.

Además de las falacias (conocidas ya desde la antigüedad y expuestas por Aristóteles), Bacon afirma que, en la práctica de la ciencia y la filosofía, debemos prevenirnos de los defectos y errores que van más allá de la mera argumentación silogística; así, su Teoría de los Ídolos, además de una descripción de vicios cognitivos que poseemos, es también una reflexión sobre la falibilidad del intelecto humano, y un iluminador estudio psicológico y antropológico de los factores que dificultan el conocimiento.

La Teoría de los Ídolos

1. Los (hasta ahora) imbatibles “ídolos de la tribu”

Bacon sostiene que nuestro intelecto es siempre acotado: cuando tratamos de conocer científicamente, no podemos ir más allá de nuestras capacidades de razonamiento y de observación. Esto quiere decir que, en principio, toda nuestra ciencia es de alcance limitado y está hecha siempre en clave y lenguaje humanos, lo cual marca un sesgo irremediable en todos los resultados del conocimiento: el de nuestra propia naturaleza. Nuestro autor lo enuncia de la siguiente manera:

Los ídolos de la tribu están fundados en la misma naturaleza humana y en la misma tribu o raza humana. Pues es falso afirmar que el sentido humano es la medida de las cosas; muy al contrario: todas las percepciones, tanto las de los sentidos como las de la mente, son por analogía humana y no por analogía con el universo. El entendimiento humano es semejante a un espejo que refleja desigualmente los rayos de la naturaleza, pues mezcla su naturaleza con la naturaleza de las cosas, distorsionando y recubriendo a esta última.

(Novum organum, en adelante, NO, af. XLI, pp. 69-70)

Lo anterior tiene derivaciones extremadamente valiosas. Veamos: para Bacon, el conocimiento y sus logros están limitados por los instrumentos y métodos de alcance estrictamente humanos. Esto es, si nadie estuviese dispuesto a tomar en serio a quien, en el aula de ciencias, propusiera que la prueba y la certeza de su teoría deriva de las revelaciones de un ser sobrenatural, es porque su aseveración excede lo que el ser humano mismo puede llegar a saber por sus propios medios, esto es, por sus solas capacidades cognitivas, por sus instrumentos, evidencias y métodos. En este sentido, como hemos dicho, el conocimiento no va más allá de la medida relativa a la naturaleza humana. Algo análogo ocurriría en la clase de metafísica: si algún filósofo pretende poseer una verdad que le ha sido comunicada por alguna divinidad y que, por tanto, su justificación reside en su supuesto origen superior, sobrehumano y trascendental, esta postura resultaría lastimosamente hilarante… salvo, tal vez, para algunos colegas que fungen como dictaminadores y jurados en concursos.

2. Los jactanciosos “ídolos de la caverna”

Bacon añade que cada uno de nosotros posee un punto de vista personal semejante a un lugar, a un escondrijo o caverna única y exclusiva desde la cual cada individuo se sitúa cómodamente a contemplar y juzgar el mundo. Esto constituye nuestro punto de vista singular y subjetivo. Las paredes de esta gruta se han construido con la educación que hemos cultivado, la moral que practicamos, nuestro carácter personal, y los deseos o aversiones que cada uno posee:

Los ídolos de la caverna son los ídolos del hombre individual. En efecto, cada cual (además de las aberraciones de la naturaleza humana en general) tiene un espejo o caverna propia que rompe y corrompe la luz de la naturaleza, ya sea por la naturaleza propia y singular de cada uno o por la educación y trato con los demás o por la lectura de libros y la autoridad de aquellos que cada cual cultiva y admira…

(NO, af. XLII, p. 70)

Desde las grutas oscuras de nuestra subjetividad percibimos el mundo y lo valoramos a partir de nuestras inclinaciones o simpatías más profundas… aunque en la superficie y en público las declaremos “neutrales” o provenientes del afán asépticamente científico. Así, por ejemplo, en metafísica estudiaré una obra de Giordano Bruno antes que la Ética de Baruj Spinoza porque prefiero leer párrafos filosóficos punzantes hasta el insulto, irónicos, desenfadados, plenos de referencias alegóricas (que en no pocas ocasiones me arrojan hacia el diccionario mitológico), que un párrafo a la manera de un texto de geometría, donde (según mi moral) se jarabean definiciones amargas y se avanza penosa e inexorablemente, como a través de un cardal, por un intrincado sistema de demostraciones, postulados, axiomas y escolios.

Otros colegas, con una moral distinta a la mía, verán en la teoría del gran filósofo neerlandés una de las máximas joyas de la racionalidad emanada del aplomo de una mente rigurosa, disciplinada, revolucionaria y previsora, que formuló la sentencia Dios o la naturaleza (la cual, dicho sea de paso, da para halagar y complacer barrocamente a los partidarios de ambos lados de la disyunción); además, encontrarán en la austera propuesta spinoziana la base metafísica de una ética comunitaria, a punto de ser contemporánea… con esos y otros encomios, tales colegas estarán dispuestos a ofrendar sus esfuerzos diurnos y nocturnos a las páginas de la Ética.

3. Los populosos “ídolos del foro”

El lenguaje es eminentemente social: las ideas y conceptos que poseemos son adquiridos e intercambiados en el mercado o en el foro colectivo, es decir, en el marco de nuestras relaciones con los demás. En los diálogos que realizamos (especialmente con quienes comparten nuestra misma profesión o que pertenecen a nuestro mundillo académico), se llevan y traen conceptos que se vuelven aceptables o incontrovertibles simplemente por mera costumbre. Sin apenas percatarnos, tales nociones se tornan, literalmente, prejuicios y los consideraremos verdaderos sin más:

Hay también ídolos que surgen del acuerdo y de la asociación del género humano entre sí y a los cuales solemos llamar ídolos del foro, a causa del comercio y consorcio entre los seres humanos; pues los hombres se asocian por medio de los discursos, pero los nombres se imponen a las cosas a partir de la comprensión del vulgo. Así, una mala e inadecuada imposición de nombres mantiene ocupado el entendimiento de una manera asombrosa…

(NO, af. XLIII, p. 72)

Hay nociones o frases que, a fuerza de ser repetidas en los ambientes científicos o filosóficos, se vuelven ya parte del lenguaje que la misma comunidad da por bueno (esta idea será repetida por Friedrich Nietzsche tres siglos después, en un texto titulado Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral). Todavía más, atreverse a cuestionarlos puede tener implicaciones sociales muy poco gratas: si en la clase de metafísica alego que la caracterización del concepto “ser” en Heidegger es el colmo de la confusión, si argumento en una charla entre colegas que la noción de “teología de la liberación” es una contradictio in adiecto, si sostengo en un debate que la expresión “espíritu absoluto” en Hegel carece totalmente de evidencia, lo más probable es que sea excluido de los foros y encuentros académicos organizados por las cofradías de los heideggerianos, los teólogos de la liberación y por los hegelianos…

Todavía más, si persisto en llevar mi cuestionamiento socrático y entusiasta a los conceptos básicos que se comparten en los distintos clanes filosóficos, sean ya aristotélicos, tomistas, foucaultianos, feministas, nihilistas, freudianos, posmodernos y demás, lo más probable es que termine por ser excluido de todos los foros realizados por la entera taxonomía gremial del intelecto. Así mismo, cuando veo las estrellas o me asomo al microscopio, es el lenguaje y sus usos derivados de mi educación lo que hace que mi búsqueda o hallazgo tenga algún sentido. No hay pues, en la ciencia ni en la filosofía una observación vacía, aislada, ingenua, exenta del lenguaje socialmente aprendido (y aceptado), sino una suerte de interpretación del libro de la naturaleza, tal y como lo advirtió el mismo Francis Bacon hace poco más de cuatrocientos años.

4. Los fabuladores “ídolos del teatro”

¿No es acaso ya suficientemente desazonador con los tres tipos de ídolos que hemos revisado? No. Bacon ahonda en la crítica pues, para él, no solo damos por buenos conceptos dudosos a fuerza de machacar con ellos a nuestros colegas y estudiantes, sino también damos por verdaderas teorías completas. Los grandes armazones explicativos, con sus tramoyas de razonamientos y sus andamiajes conceptuales, dice el pensador inglés, nos proveen de un escenario del mundo en el que actuamos como en un gran teatro, de acuerdo con la teoría que nos dicta los argumentos, nos provee de las circunstancias y, finalmente, nos indica cómo debemos comprender el mundo:

Finalmente están los ídolos que inmigraron a los ánimos de los hombres desde los diferentes dogmas de las filosofías y también a partir de las perversas leyes de las demostraciones, a los cuales denominamos ídolos del teatro, puesto que cuantas filosofías se han recibido e inventado pensamos que son otras tantas fábulas compuestas y representadas, en las cuales se forjaron mundos ficticios y teatrales. Y no hablamos tan solo de las filosofías y sectas actuales o antiguas, puesto que pueden componerse y combinarse otras muchas fábulas de este tipo.

(NO, af. XLIV, p. 71).

Las distintas formas de comprender o concebir el mundo y los dramas que allí se desarrollan dependen entonces de la obra filosófica que damos por verdadera y las grandes teorías que personificamos. Por ejemplo, mi amigo marxista verá la historia como un escenario dialéctico en el que se oponen fuerzas productivas; mi colega existencialista me recordará, mientras tomamos un café, que soy parte de su infierno personal; un estudiante foucaultiano me mirará con desconfianza porque, para él, soy un agente de una institución estatal (la universidad) que, desde el panóptico de la cátedra y de miríadas de dispositivos de poder, pretende domeñar su ya de por sí maltrecha subjetividad. En la clase de filosofía moderna, otro colega me reprochará un programa de lecturas colmada fastidiosamente de nombres de filósofos “privilegiadamente eurocéntricos”, que nada tienen que ver con la “auténtica epistemología emancipadora latinoamericana” (que resulta ser la de su pensador preferido) y que, lejos de “descolonizarnos”, refuerzan la “negación o alienación” del “pensamiento originario, propio de nuestra Madre Tierra”... mientras tanto, para otros colegas… en fin, la idea de Francis Bacon es que estos omniabarcantes ídolos del teatro (las teorías científicas y filosóficas) rigen nuestro modo de percibir e interpretar el mundo, de acuerdo con el escenario del teatro que nos configuran.

El ser humano y sus ídolos

Detengámonos un momento en lo que hemos dicho hasta aquí acerca de la Teoría de los Ídolos. Creo que ya podemos extraer algunas reflexiones sumamente útiles. Si he sido justo con Bacon al exponer sus ideas, entonces él deja a la ciencia muy pocas posibilidades de alcanzar la verdad, pues, el filósofo mismo advierte que estos ídolos aparecen una y otra vez en la tarea de conocer:

Los ídolos y las falsas nociones que han ocupado ya el entendimiento humano y han arraigado profundamente en él no solo asedian las mentes humanas haciendo difícil el acceso a la verdad, sino que incluso en el caso de que se diera y concediera el acceso, esos ídolos saldrán de nuevo al encuentro y causarán molestias en la misma restauración de las ciencias, a no ser que los hombres, prevenidos contra ellos, se defiendan en la medida de lo posible.

(NO, af. XXXVIII, pp. 68-69)

Aparentemente, tenemos más motivos para dudar de la certeza que para sentirnos optimistas sobre su asequibilidad (lo cual, a mi ver, exhibe lo superficial de la lectura de Bacon como un defensor de la ciencia, entendida como el camino seguro para alcanzar la verdad irrefutable). Si la actividad científica y filosófica está mediada por la falibilidad de la naturaleza humana, por la moral y el carácter personal de quien investiga, por el uso social del lenguaje, por las teorías desde las que vemos el mundo, por las falacias y las emociones, entonces lo primero que debemos reconocer es que nuestras capacidades cognitivas no actúan aisladamente, sino están confundidas en todo momento con nuestra afectividad, tal y como Bacon dice a continuación:

El entendimiento humano no es una luz seca, sino que sufre la influencia de la voluntad y de los afectos, lo cual genera ciencias a placer. Pues el hombre cree especialmente aquello que desea que sea verdadero y por eso rechaza las cosas difíciles por impaciencia en la investigación, las cosas sobrias porque coartan sus esperanzas, las cosas más profundas de la naturaleza por superstición, la luz de la experiencia por orgullo y soberbia de que no parezca que la mente se ocupa de asuntos viles y mudables, las cosas paradójicas por la opinión del vulgo; y finalmente, el afecto penetra y corrompe el entendimiento de innumerables formas, frecuentemente imperceptibles.

(NO, af. XLIX, p. 76).

Para quienes creen fervorosamente en la existencia de un diseñador inteligente y sobrenatural del universo, aún las evidencias y resultados de la cosmología contemporánea serán un indicio más hacia la prueba de ese postulado… así mismo, un colega psicoanalista se esforzará por armonizar los hallazgos recientes de la neurociencia con las conjeturas del predio psicoanalítico que cultiva, con tal de mantener sus preciadas hipótesis en pie; en ambos casos, los deseos (si no el orgullo) se adelantarán al esfuerzo y a la mesura. Pero si esto sucede en todos los campos del saber, ¿podemos confiar acríticamente en que la ciencia y la filosofía constituyen un camino seguro para encontrar verdades acerca del mundo?, ¿hay alguna opción, algún remedio, algún método para defendernos de nuestros temibles ídolos? Si el conocimiento científico tiene esos límites prácticamente infranqueables, ¿cómo se puede hallar alguna vía alternativa para superarlos? Por supuesto que Bacon tiene sus propias respuestas pero, dado que hoy reflexionamos sobre el lado eminentemente crítico del pensador inglés, dejaré esas consideraciones para una ocasión posterior.

Digamos mientras tanto (y a modo de corolario) que las soluciones a esas interrogantes constituyen en gran medida la historia de la filosofía y la ciencia modernas: podemos observar que la tarea del pensamiento científico y filosófico de los siglos posteriores a Bacon ha sido la búsqueda y propuesta de teorías y métodos con los que el conocimiento pueda abrirse paso ante la amenaza de esos portentosos ídolos del intelecto humano. Sin embargo, si escudriñamos en este momento a nuestro alrededor, si escuchamos lo que se dice atropelladamente en algunas aulas o en academias científicas y filosóficas, constataremos con pasmo que esos ídolos se yerguen nuevamente ante nosotros, desafiantes, con armaduras sólidas, relucientes y otra vez dispuestos a la lid… justo después de que los seres humanos, casi a punto de acabarse entre sí y agotados por siglos de combate contra tales ídolos, creyeron haberlos sometido echando mano de todos los recursos de las ciencias y las filosofías.

Referencia

Bacon, Francis (2011). La Gran Restauración (Novum Organum) (trad. Miguel Ángel Granada). Madrid: Tecnos.