Cada vez que me fijo como objetivo aprender una lengua nueva, me procuro un diccionario, un diccionario de sinónimos y antónimos que me permiten ampliar mi vocabulario jugando con las palabras y una gramática con ejemplos. Después de haber superado la fase inicial y poder leer un texto, el placer más grande que encuentro, es poder intuir o deducir nuevos significados antes de consultarlos en el diccionario y la desilusión mayor, es comprobar la distancia entre la gramática normativa y el modo en que se usa la lengua hablada cotidianamente y también en su versión escrita. Otro motivo de enorme frustración son las irregularidades o excepciones en la conjugación de los verbos, las declinaciones de los sustantivos y de los adjetivos y en el uso de preposiciones y sufijos.
Cuando estudiaba, décadas atrás, me ganaba la vida enseñando español y tratando de explicar el por qué de las irregularidades y excepciones, además de la diferencia entre la gramática prescriptiva y descriptiva. La primera nos dice como tenemos que decir las cosas, la segunda describe el uso del lenguaje y la distancia entre estas dos es un drama para todos los estudiantes. Nadie ha hecho el cálculo de cuantas horas requiere aclarar estas cosas, pero son tantas, que la sola idea de eliminarlas es ya atrayente. Pero los idiomas, como sabemos, son vivos y cambian constantemente con la influencia de fuerzas contradictorias entre ellas. El uso de una lengua tiene una historia y esta determina todas las excepciones. Todos los sustantivos que terminan en “a” son femeninos, menos: problema, enigma, drama, axioma, dilema, tema y tantos otros, que, en este caso, tienen en común el origen griego y por ende son masculinos.
Pensando en todas estas dificultades, llegué a la conclusión, de que la solución sería crear una lengua artificial, donde todo fuera regular y fácilmente previsible. Una lengua sin historia, sin excepciones, donde las reglas gramaticales fueran reducidas al mínimo necesario para optimizar la eliminación de ambigüedades y conflictos interpretativos, como en la frase: el niño saludó al hombre con el bastón, donde no se sabe si el niño saludó con el bastón o si la persona saludada tenía un bastón. Pensando en estos temas, recordé el esperanto como uno de los intentos más serios de dar vida a una lengua artificial. Zamenhof, el creador del esperanto, de su glosario y su gramática, pensó sistemáticamente en todos estos aspectos, encontrando soluciones eficaces a cada problema.
Por ejemplo, el artículo es siempre el mismo y no cambia ni de género ni de número. El señor de los anillos, se traduce: La mastro de l' ringoj, donde señor y maestro convergen en el mismo sufijo sustantivante, uno en singular el otro en plural indicado por la “j” final y el artículo definitivo es necesariamente “la”. Yo miro el mar se dice: Mi vidas la maron, que es el objeto acusativo de mirar y por eso termina en “n”. Las reglas son simples y fácilmente reconocibles y sin excepciones. En el caso de verbo amar, se dice ami(infinitivo) y la “i” final indica siempre esta forma verbal. Amor es “amo” y la “o” final indica siempre un sustantivo, como en mastro y ringo. Ama en vez, con la “a” es siempre un adjetivo, y ame un adverbio. La frase: la bruna hundo persekutas la nigrajn katojn que casi no requiere traducción y significa: el perro marrón persigue los gatos negros: Zamenhof mezclo palabras latinas con germánicas sin mayores dificultades. Perfecto, pienso. Todas estas reglas hacen del Esperanto la lengua que buscaba. La aprendo con placer y después busco con quien practicarla.
El hecho banal que la lengua no tenga historia, descubrí posteriormente, hace que las palabras no tengan el mismo sabor, emotivamente hablando. En una lengua artificial el significado de las palabras es formal y toda esa carga connotativa que da gusto y sentimiento a una lengua, en cierta medida, se pierde. Una vez, hablando con un poeta que escribía en Esperanto, este me dijo que el valor evocativo de los vocablos era limitado, porque las vivencias detrás de cada palabra eran por consecuencia limitadas.
La lengua nos llega con la leche materna y su valor semántico y expresivo está determinado por recuerdos e imagines ancestrales que tienen una función fundamental: la de dar vida y permitir metáforas y expresiones afiladas y precisas. No por el significado formal, sino porque nos hacen evocar momentos y situaciones, que todos conocemos y hemos vivido. Esto nos aúna y crea una comunidad con un pasado y presente compartido.
Amor evoca primordialmente “madre” y a través de ella a “abuela” y así retrospectivamente, dejando presente en la expresión misma, sedimentos que amplían el concepto. El tono, la pronunciación y la musicalidad de las palabras y frases son también el producto de miles de millones de entonaciones, interacciones y recuerdos ancestrales que hacen de la lengua un instrumento de comunicación, que supera el lado formal de las palabras y las hace volar como mariposas en un canto coral de mil voces y flores. El esperanto quedó condenado a un papel secundario, porque su debilidad era mucho mayor que su fuerza: este no es una lengua en el sentido comunicativo del concepto, sino un mapa lógico de las funciones lingüísticas explicadas en sólo 16 reglas gramaticales. La carga evocativa de las palabras, por otro lado, es una función histórico-subjetiva que depende de situaciones vividas. Es decir recuerdos y sin recuerdos no hay lengua.
Beso en esperanto es kiso y desgraciadamente no tiene sabor.