Desde hace al menos cien años el concepto de verdad ha sido devaluado. En la filosofía al menos, en la política, en la esfera pública. Y quienes han tenido la valentía de defenderla lo han hecho en su versión mas devaluada, a saber, como* convicción subjetiva*. Mi verdad. O nuestra verdad. O la de mi/nuestro deseo. Apenas si quedan rastros del vínculo de la verdad con la universalidad, sobre todo porque la universalidad ha sido vista como imposible, como provincialismo disfrazado de justicia. Nadie puede, en efecto, hablar a nombre de todo el mundo. Nadie puede decir legítimamente “todos y todas” sin riesgo de sospecha, pues habla en singular. Pero lo universal no es un estado de cosas, sino una invocación, un perpetuo reclamo. ¿Qué es lo universal? Lo que no excluye. Para todos. Para todas. Inclusive para quienes nos faltan nombres o palabras. Porque la lengua no puede nunca ser tan vasta como los colores del mundo.

Pero puede haber universalidad invertida, como aquella condición de mutuo dominio. Unos dicen: la vida en común es guerra perpetua que sólo se contiene al chochar con el prójimo. Los otros son mi contención y, por tanto, mi negación. En ellos pierdo yo la amplitud de mi pensar y mi voluntad, porque no puedo reclamar nada para una verdad privada, ni un querer personal. El espacio social está saturado por mónadas expansivas que sólo dejan de crecer por la contención de otras. En este juego de suma cero lo que pierdo yo lo ganan otros y viceversa. Por la universalidad debería ser positiva, es decir, no restar, sino abonar a la potencia del prójimo. Es trivial decirlo: la cooperación es un juego que potencia mi potencia y la del otro, que no las enfrenta. Y ésta surge no de la expansión, sino de la contracción de mi ego que da espacio a los otros. Este dar o hacer espacio es lo que se puede llamar hospitalidad. La hospitalidad no proviene, por cierto, de una aceptación de los otros por lo que se sabe de ellos, como resultado de un previo análisis. El dar espacio es vaciamiento o hacer espacio en la propia casa para el forastero que pueda venir. Pues bien, esta universalidad positiva puede ser llamada justicia.

Pero entonces, ¿podría la justicia tener algo que decirle a la verdad? ¿No corresponde la verdad a la ciencia, a la correspondencia entre las palabras y las cosas, al saber, mientras que la justicia atañe a las relaciones sociales? Es probable que hoy lo entendamos así. Pero no es forzoso. De hecho, nuestro proceder es más bien el extravagante comparado con otros tiempos y otros territorios. Hecho esto resulta fácil proponer que la verdad debe entenderse fundamentalmente como justicia. Ser justo con las cosas, en lo que se dice de ellas. Y también ser justo con aquellos a quienes se habla. Al mismo tiempo. La verdad está en disputa, pero clama siempre por ser justa, es decir, común. Por no excluir. Y para ello no pide expansión, sino contracción. Una contracción positiva y posibilitante. Contractio mei.

Los viejos griegos, por ejemplo, vinculaban el término diké tanto al ámbito humano como al de las cosas ontológicas. A la ética y a la ontología. Hay verdad en el hecho de que ontología y ética resultan igualmente originales. Sin embargo, dicha conjunción no es sorpresiva, si se repara en que la posición del humano en el cosmos griego no es la de una excepción respecto a la naturaleza, el milagro de la libertad en medio de la ciega necesidad de la naturaleza. La virtud humana se mide por el lugar que le corresponde a cada quien. Y si existen virtudes, es porque ellas realizan lo más excelente de la naturaleza humana. Esta ambigüedad subsiste en el poema ontológico de Parménides, donde se evoca a la diosa Diké como guardiana del orden último del ser. Ella es el ajuste de todas las cosas.

Mas ¿cómo puede el mundo, en primer lugar desajustarse? Nosotros podemos engañar y engañarnos. Mostrar lo que no es. Podemos también mentir, es decir, tener toda la intención de arrastrar a los otros a la falsedad, sepamos nosotros o no, lo que realmente sucede, lo que es el caso. Podemos cometer crímenes. Así, el castigo que los humanos reciben de dioses y diosas puede entenderse como la necesaria corrección en el curso del mundo causado temporalmente por aquellos. Los humanos constituyen las perturbaciones en el sistema de perfecciones de la naturaleza. La doble naturaleza de la justicia como orden natural y moral puede verse en las tragedias clásicas, donde Diké, castiga la violación de las leyes, no solamente las jurídicas, sino también aquellas no escritas. La justicia tiene un carácter “ocasionalista”, es decir, que viene a ajustar lo que se ha desajustado momentáneamente. Es así que el crimen y la ofensa están permitidos a la potestad humana, pero siempre bajo el precio de un castigo casi inmediato.

En el mejor de los casos, la virtud humana completa el cosmos, porque lo hace funcionar sin falla. Mientras tanto, los dioses serán los carpinteros del cosmos.

Es en el judaísmo que la justicia excede la dimensión terrenal, para convertirse en divina. El mundo, creación divina, posee su propia ley, su logos, pero sólo el humano, imagen y semejanza de Dios, posee una dimensión suplementaria que no se rige por la ley de los astros, las plantas o los animales. Bajo el pretexto de una elevación, el humano queda separado de los animales y no puede sino dominarlos. Pero dominar es siempre dejarse dominar por la dominación, atarse al trabajo de “amo”. Con todo, este momento de separación parece imprescindible para que lo justo adquiera su dignidad infinita, lejos de la vida de las estrellas y las ballenas. La justicia se puede decir únicamente entre Dios y los humanos.

Ahora, Dios es siempre justo. Es su naturaleza. En cuanto a las criaturas, nosotros, humanos, podemos hacer el bien o el mal. Es la condición mínima de la libertad. Uno se salva o se condena por sus propios actos. Pero Dios no es sólo justo. Posee cualidades ontológicas o metaontológicas: es señor del ser. Por ello puede estar por encima del tiempo y el espacio en la forma de la eternidad y la omnipresencia. Pero también está a salvo de las causas y los efectos, pues nunca pierde su omnipotencia. Sin embargo, es claro que sólo puede adquirir el atributo de creador creando, y la creación debe ser distinta de él. De otro modo, no estaría sino recreándose a sí mismo, pero ¿cómo llamarse omnipotente si sus fuerzas sólo pueden ser medidas sobre él mismo? ¿Qué criterio hay para quien es juez y parte? Precisamente: no hay justicia. Dios sólo puede hacer existir el reino moral si se separa de las criaturas. Sin escisión, hay puro ser anónimo.

La interpretación de la Cábala a manos de Isaac Luria introduce una asombrosa idea sobre Dios, a saber, que la creación del mundo es, al mismo tiempo, un acto expresivo y un acto contractivo. Dios expresa su voluntad de crear un mundo. Pero el mundo no puede ser mundo si no se separa de Dios. Dios debe, por tanto, contraerse ontológicamente, retraerse. Es así como la luz infinita o ilimitada del comienzo, Ohr Ein Sof, es limitada. Esta luz originaria puede ser entendida como una nada, en tanto que Dios crea siempre desde ella, ex-nihilo. Es posible que la nada de Dios provenga del momento en que se intenta pensar lo absoluto, al cual ningún atributo o descripción le conviene. ¿Cómo se limita Dios entonces? Contrayéndose. Produciendo un vacío en el centro de esa luz que todo lo llena. Introduce un vacío en el vacío o un segundo vacío. La nada de la nada. La tradición luriánica la llama tzimtzum: contracción, condensación, limitación. Este vacío en el interior de Dios es la negación de Dios en Dios, donde él no está. Es su “agujero interior”. Es así como Dios crea un espacio disponible: (ḥalal hapanuy) para el mundo donde él no podrá ni deberá intervenir.

F.W.J. Schelling traduce esta idea cabalística en el marco del idealismo alemán y su obsesión por la libertad. Los humanos sólo pueden ser libres si Dios les concede libertad, es decir, autodeterminación. Pero eso implica renunciar a serlo todo, es decir, a la omnipotencia. La libertad no puede ser entendida como un juego de la divinidad consigo misma, como un gran yo que crea el mundo para contemplarse y complacerse de manera onanista. La libertad no es omnipotencia, sino dejar-ser. Y sólo existe una libertad para otra libertad. La libertad comienza como un “dos” y jamás como “uno”. A diferencia de lo que sucede en el mundo griego, este dios no puede intervenir en el mundo, so pena de arruinar la libertad y, con ello, cancelar la posibilidad del amor. Es así como los humanos poseen dentro de sí la relación con Dios, pero fuera de éste, y sólo la pueden actualizar con el prójimo. La justicia entonces será la relación con otro, lo que repite el gesto divino, es decir, la contracción de un yo inicialmente expansivo y que se pretende absoluto. Dicha contracción otorga al otro todos sus derechos y lo deja en libertad. Y es ahí donde reside lo verdaderamente divino, en la existencia de dos separados, pero con un vínculo virtual de amor que siempre reclama actualización.

La libertar humana es libertad moral: poder hacer el bien o el mal. Pero lo cierto es que estamos siempre en un mundo. En el mundo de la materia, que es también libre a su modo. Sí, ella sigue leyes, pero es también creativa, productiva. Hoy hablaríamos de evolución. Todos los seres naturales están sujetos en su génesis a un proceso de individuación y de expansión. Los seres individuales son singulares, limitados en tiempo, espacio y fuerzas. Pero como especie pueden expandirse hasta el límite de la plaga. Como sea, la naturaleza no está hecha de una sola pieza. Existen seres dispersos, individuales, relativamente independientes, que pueden encontrarse o no, colaborar o enfrentarse. Sin esta resistencia y subsistencia de los individuos no habría seres en absoluto. Pero esta separación de las cosas es la precondición para las relaciones humanas, que requieren una libertad recíproca mayor. Sólo se es libre dejando en libertad a los otros y no hay libertad sin separación. Lo que debe valer, entonces, no es la unidad indiferenciada de todas las cosas, ni su atomización, sino el encuentro amoroso de las cosas sin abolir su distancia e independencia. Esto es entonces lo que la figura de Dios ocultaba en la tradición: que el amor surge del ser que se ha separado en individuos, pero que todavía posee la huella del otro como deseo y aspiración. Y sólo esto hay de divino.

Pero si queremos llegar llevar más lejos la relación entre ética y ontología, entre verdad y justicia, es preciso cambiar la latitud de la mirada. Que la justicia tiene lugar en el mundo, pero sin fundirse con sus leyes inmanentes, es algo sobre lo que el budismo tuvo siempre gran claridad. El budismo no carece de vuelo especulativo, especialmente en versión tibetana. Pero posee, también, agudeza mundana, un camino para las horas y los días. A muchos les parecerá repugnante (o trivial) la invocación a Buda. Es evidente que uno de los prejuicios más arraigados en nuestro tiempo consiste en enfrentar el “verdadero occidente” cristianismo cum judaísmo al budismo cum oriente en general). El primero consistiría en una teología del deseo y la revolución, de la excepcionalidad política, mientras que el otro representaría la muerte de la subjetividad, un grado cero del deseo y, en el peor de los casos, un vago misticismo muy conveniente para la espiritualidad de café: el new age.

Esto sólo constata que de ateísmo cultural no poseemos ni un grano. O bien, que nuestro ateísmo es ateísmo cristiano y nada más. En ese sentido nuestro nihilismo no consistiría sino en girar en torno del vacío que nuestro dios habría dejado al morir. Pero según lo visto, en esto ha consistido en buen parte la teología, en identificar a Dios con la nada y a nosotros como esa relación con lo ausente. Sin embargo, una hospitalidad de pensamiento reclama el mínimo derecho de considerar las cosas más lejanas.

El fundamento de toda la doctrina budista descansa en las cuatro nobles verdades. Primero, que hay sufrimiento. Segundo que el sufrimiento tiene causa. Tercero, que el sufrimiento puede superarse. Cuarto, que existe un camino para ello.

Las cuatro nobles verdades y aclaraciones

Existe el sufrimiento (duhkka)

El término se vierte usualmente como sufrimiento. Sin embargo, la palabra remite más a una constante insatisfacción que acompaña la vida. También remite a términos como desagrado, miseria, dolor, adversidad, aflicción. En la historia clásica que relata la iluminación de Siddhartha Gautama se consignan "los cuatro avistamientos" que le revelan la naturaleza de la existencia: el envejecimiento, la enfermedad, la muerte y el ascetismo mortificante.

El sufrimiento tiene una causa (samudayaḥ)

El término remite a la idea de causa, pero también a la de unión, combinación, ensamble o agregado. Puede interpretarse como aquellos factores que gobiernan la existencia. También está ligado al concepto de tṛ́ṣṇā, que suele verterse como deseo. El deseo produce sufrimiento. Pero el campo semántico incluye traducciones como sed, ansia o ambición, así como apego (cuya versión invertida e igualmente encadenante es la aversión). Existen tres tipos de deseo: kāma-taṇhā o de los objetos sensoriales; bhava-taṇhā o de ser (algo determinado), también remite al ansia por una identidad, de las cosas o de quien realiza la experiencia; vibhava-taṇhā o de la no-existencia, en la que se busca aniquilarlo todo para evitar el sufrimiento presente o futuro (como en el suicidio).

El sufrimiento puede cesar (nirodha)

Se traduce como cesación, y se aplica al tṛ́ṣṇā. Significa también limitar, controlar, suprimir, destruir, obstruir, rechazar los tres tipos de deseo.

Existe un camino (mārga) para el cese del sufrimiento

Este término se traduce como camino o sendero. El término completo es āryāṣṭāṅgamārga, que significa el noble óctuple sendero.

Estas cuatro verdades presentan una especie de modelo médico con la enfermedad, sus causas y su remedio. Podría decirse que se trata de un tratamiento para la enfermedad del alma. Pero esto es todavía muy impreciso. El óctuple noble sendero indica el camino hacia un modo particular de vivir que incluye la relación con los otros y lo otro:

  • A. Sabiduría (prajñā)
    1. Visión o comprensión correcta (dṛṣṭi)
    2. Pensamiento o determinación correcta (saṃkalpa)

  • B. Conducta ética (sīla)
    3. Habla correcta (vāc)
    4. Acción correcta (karmānta)
    5. Medio de vida correcto (ājīva)

  • C. Entrenamiento mental (samadhi)
    6. Esfuerzo correcto (viāiāma)
    7. Atención correcta (smriti)
    8. Concentración o meditación correcta (samādhi)

Podemos decir que la rectitud o lo correcto corresponde al camino medio, si seguimos la escuela Mahayana. El camino recto no debe tomarse como un término medio, un tibio y aguado centro. Por el contrario, el camino medio es sinuoso y requiere dedicación sin concesiones. Este camino desemboca en la claridad. Se avanza hacia ella conauxilio de la lógica y la razón, pero sin permanecer en ellas. Sin lógica y reflexión reinarían el extravío y el capricho. La claridad no es a-conceptual, sino post-conceptual, resultado de haber recorrido los meandros del pensar hasta que éste guarda silencio finalmente, pero sin disolverse.

Nagarjuna, un pensador budista hindú del siglo VIII, expone en el Mūlamadhyamakakārikā (Versos sobre el camino medio) la doctrina de la doble verdad. De un modo inmediato, en la cotidianeidad, vemos las cosas como no son realmente. Nuestra mente está cubierta por un velo de ignorancia. Este velo consiste en creer que las cosas existen sustancialmente, con independencia de otras cosas y de todo entorno. En el mundo cubierto por el velo encontramos una verdad meramente convencional. El despertar permite retirar el velo y develar una verdad profunda. Pero esa verdad profunda es falsa en cuanto está separada del mundo y nos aleja e incluso nos pone en contra suya. Aquí identificamos la tentación de todos los nihilistas, a los enamorados de la nada, los que afirman la vacuidad en un sentido destructivo y abstracto, que disuelve el mundo. Para Nagarjuna, tras haber retirado el velo y haber contemplado la verdad profunda, todavía estamos extraviados. Es preciso volver al mundo convencional, comprendiendo ahora que todo surge y existe de manera condicionada, en relación con otras cosas, entornos y perspectivas.

Pero las cosas siguen ahí, el mundo, todo. D.T. Suzuki recuerda en su Ensayos sobre budismo zen un famoso comentario de Seigen Ishin;

Antes de que un hombre estudie Zen, para él las montañas son montañas y las aguas son aguas; después de obtener cierta claridad sobre la verdad del Zen gracias a la enseñanza de un buen maestro, las montañas para él no son montañas ni las aguas, aguas; pero después de ello, cuando realmente alcanza la morada del reposo, las montañas vuelven a ser montañas y las aguas, aguas.

(Ch‘ing-yüan Wei-hsin)

El co-surgimiento y la co-existencia de las cosas es afirmada, incluido el que mira, que deja de ser el centro absoluto del mundo, para volverse, un miembro suyo. De algún modo, se contrae, se retira, para dejar de ser el centro o la base del mundo y convertirse en un miembro suyo. El así llamado noble sendero indica que el camino hacia la doble verdad, que no es propiamente dualista, sino una suerte de “diplopía”, requiere un ser recto o justo. Mirar justamente. Pensar justamente. Hablar justamente. Actuar justamente. Vivir justamente. Esforzarse justamente. Atender justamente. Concentrarse justamente.

El camino medio consiste en saber tratar las cosas de manera justa, es decir, a partir de su relación con otras cosas y su entorno. Para ello es preciso ser fiel a lo que se da y cómo se da, es decir, cómo lo encontramos. Eso incluye también el trato con las cosas, es decir, no forzarlas al punto de torturalas, ni de hacer imposible la cohabitación con otras tantas. También tenemos la responsabilidad de pensar correctamente, de evitar la pereza, el camino trillado, el autoengaño. El pensamiento existe exteriorizándose en lo dicho. La palabra tuerce o endereza. No otra cosa se espera del actuar, pues se pueden retorcer las cosas para hacer aparecer los actos como justos, al igual que se pueden decir verdades objetivas en un momento en que causen perjuicio a otros. Pero nada de esto cuenta si no existe un modo de vida justo, que está en codependencia con los otros y lo otro. ¿Y cómo lograr esa vida sin un esfuerzo justo? Es la dirección de las fuerzas: de la dedicación, la constancia y el deseo. Para ello debemos tener presente lo correcto, tener a disposición los valioso y un estado de claridad, que se esfuerza por no ser vencido por el sopor. Finalmente, este modo de vida se consuma con la concentración en el espacio donde se juegan las cosas importantes, es decir, lo justo.

Hay todavía mucho qué decir al respecto. Pero resumamos. La verdad es justicia. Con las cosas, los seres vivos y las personas. Ser justo es un modo de cuidado y no-maltrato a la vez, en la cual una existencia no vive a expensas de otra, ni instrumentaliza unas frente a otras por un beneficio propio. Por el contrario, el reconocimiento de la co-existencia y del origen co-determinado se orienta hacia un cooperar que redunda en mutua potenciación. Esta mutua potenciación no es renuncia dolorosa ni martirio, sino todo lo contrario, deshacerse de un peso. La potenciación de la que hablamos aquí no es expansiva, sino intensiva. Es claridad, si se quiere. Según hemos visto, la justicia, que es relación con los otros y lo otro, no puede darse sin una contracción del ego. Pero tampoco con su extinción, sino a partir del amor. Este disminuir es la humildad. El hacer espacio, es preparar un vacío receptivo. Este vacío no es una nada, sino el mundo mismo que, para poder recibir algo o alguien, debe estar en buen estado, debe ser cuidado. Pero puesto que todo esto depende de una peculiar libertad, distinta al arbitrio y una supuesta autoproducción narcisista, no hay necesidad de que suceda. Pende absolutamente de las criaturas.