¿Me quieres…? ¡Quiéreme muchísimo!

(W. A. Mozart)

Hay un chiste muy viejo que afirma, y con razón, que uno puede tirarse del décimo piso de cualquier edificio y que no le pasará absolutamente nada en la caída... hasta que llegue al suelo.

De la tierra -la superficie del mundo seco- llamó siempre la atención por su estabilidad, su quietud, su inercia frente a todo dinamismo. Su mudez y su oposición al cielo que, junto a la tierra, al agua y al fuego constituyen los cuatro elementos de la cosmogonía tradicional occidental, según Empédocles de Agrigento. Y esta unidad simbólica está presente casi en todas las formas religiosas y ritualísticas: astrología, esoterismos o alquimias.

Cuando hablábamos del agua1, sabíamos que ésta busca lo más bajo, hundiéndose aún debajo de la superficie de la tierra. Pero mientras el agua busca lo bajo, la tierra ya es lo bajo: es su naturaleza esencial. Y si el fuego busca en sus llamas la altura2, es porque busca escapar de la tierra. El fuego no se siente “cómodo” en la tierra y al agua la “incomoda” el límite que la tierra le impone. Y, de paso, nos limita a nosotros: cuando nos caemos y nos lastimamos, por ejemplo, una rodilla, nace en nosotros el espontáneo implorar por un amor que nos consuele y ayude.

La tierra es un principio simbólico femenino y pasivo. Es la oscuridad que se opone a la luz. El yin opuesto al yang. El tamas descendente en oposición al sattva ascendente. La sublimación del cielo se opone a la condensación de la tierra y el fuego busca abandonar ésta y alcanzar aquella, según explica Abū Ya’kūb Sejdstanī... Todo parece resumirse, finalmente, en oposiciones, síntesis y nuevas oposiciones. Dijimos en Mandalas: logica y simbolismo3 que los tres elementos fundamentales de un mandala eran el punto central, su área de manifestación y su clausura en el círculo. Pues en esa área de manifestación es donde estamos viviendo nosotros: con nostalgia del punto central y anhelo del círculo final. En esa área de manifestación el símbolo más conspicuo quizás sea la cruz: la oposición en acción. Oposición sin resolución en sí misma. Oposición en un motor de perpetuo conflicto que coincide con la vida humana. Desde que empezamos a ser un embrión en el vientre materno hasta que una sábana nos cubre el rostro en la morgue, durante todo ese lapso, nuestro motor estuvo funcionando con un combustible de oposiciones... y nuestra realidad se construyó bajo ese esquema cognitivo.

Base de organización

La tierra organiza el espacio con su pasividad. En el I Ching, el hexagrama k’uen referencia a la tierra como la pasividad perfecta. En general, la tierra es, como se dijo, simbólicamente femenina, aunque se presente relacionada con fuertes elementos masculinos, como es el caso de Tauro: la gran hembra simbólica que soporta el peso del Universo, apoyada en las firmes patas de un toro de cuernos lunares (femeninos). Escribió Miguel de Unamuno: “...no vive verdadera vida humana quien no lleva en sí mismo todo un pueblo en perpetua guerra civil”.

La contradicción ordena: el suelo abajo y el cielo arriba está a la base de nuestra organización psicológica: pocos habrán soñado a sus personajes caminando pies para arriba. La contradicción simbólica, por lo mismo, no se contradice. Así, nuestra maquinaria simbólica se ajusta a ese principio: lo femenino sostiene, lo masculino cubre.

Para la tradición china, la tierra y todo lo vivo hembra está sometida al poder del cielo, pero ella es la que da la vida: oposición generativa. Entre los hindúes, el Prakriti es el caos de la tierra. El avatar de Vishnu, Varaja, es el jabalí nacido de la nada que debe acabar con el daitya o demonio Jirania Akshá: “Ojos Dorados” que se había apoderado de Prthui, la diosa tierra, y que la había escondido en el fondo de ese Océano que yace en el fondo del Universo.

Esta forma de representar la inutilidad de lo material (“Ojos Dorados”, por su interés en el oro) vuelve necesario el rescate de la tierra seca, en el sentido de una tierra que permita la vida útil. Pero en el fondo del fondo, el agua controla a la tierra: es barro, y para el barro -todos lo sabemos- nada mejor que un cerdo, y así Vishnu, como el jabalí Varaja -muchas veces antropomórfico, de cuatro brazos y cabeza de jabalí-, logra rescatar a la diosa Tierra y la separa del agua enganchándola con sus colmillos. Colmillos lunares como los “colmillos” del elefante asimilados a los cuernos del toro que reaparecen en la letra hebrea ‘aleph’, que deriva del jeroglífico de un toro y que se relaciona tardíamente durante su prisión en Babilonia -y según algunos, al menos- con el nombre de “elefante”: un animal pesado, con patas fuertes, masivas y masculinas que aplastan la tierra y que en su cabeza ostenta el símbolo lunar femenino de los “colmillos”.

Prakriti, el caos inaugural hindú, es un caos femenino contrapuesto a Purusha que tiende en su evolución histórica hacia la abstracción. Prakriti, en cambio, asume un rol material, térreo y fértil. Es la tierra que todo lo soporta: ahornagada por el calor solar o por el hielo invernal, protege el germen de la vida y su futuro mortal: “Desnudo salí del seno materno y desnudo allá volveré”, dice Job. La tierra es origen pero ordena el espacio futuro: tiene en sí el límite: el Hombre que cae por la cadera de la mujer hallará la muerte al tocar la tierra: será su límite.

Según Ovidio, la Madre Tierra romana o Tellus Mater es un “lugar” y para su energía creadora, ese lugar requiere de la diosa Ceres (cereal), buey y comida de bueyes. Las bucranias (cabezas de buey) decoraciones ornamentadas con los vegetales que ese mismo toro comerá: nace de, vive de y muere en la tierra. Uncido al yugo, el toro desvirga con el arado a la tierra que le dará vida: es su esposo y su hijo. Lo era el Horus egipcio, hundiéndose en el horizonte de Hathor -la diosa vaca- para fecundarla y ser su propio hijo al amanecer bajo el epíteto de “el toro de su madre”: su propio padre, gracias a los horizontes que devoran y cancelan los tiempos del cielo. Es la Gea de Hesíodo fecundada por su propio hijo: Urano, para que nacieran los dioses.

Dice un texto funerario del Rig Veda:

¡Ve bajo esta Tierra, tu madre
de vastas estancias, de buenos favores!
Suave como la lana para quien supo dar.
¡Que ella te guarde de la Nada!
Forma bóveda para él y guárdate de aplastarlo:
¡recíbelo, Tierra, acógelo!
Cúbrelo con un pliegue de tu vestido
como una madre protege a su hijo.

La tierra madre y la tierra mujer. En África, la actividad subterránea de las termitas significa, para varias etnias, contacto con lo funesto de la tierra. Su nido erguido o comejenera, es el clítoris de la Tierra mujer (tendida de espaldas). Ese clítoris -la termitera- es un elemento masculino de la tierra madre que entorpece la cópula con el cielo, y por eso debe ser -cruelmente- removido del cuerpo femenino... fenómeno cultural que se da tanto en etnias africanas así como en algunas comunidades musulmanas, cristianas coptas y judías falasha.

La Tierra mujer: “Vuestras mujeres son para vosotros como los campos”, dice el Corán... libro que, asimismo, nutrirá espiritualmente con su poder sagrado, a la tierra como mujer y campo, cuando, al no poder ser usado más como copia del Libro Sagrado, deba ser enterrado o quemado, dispersando sobre la tierra sus cenizas.

Geografía simbólica

Según Paul Diel, existe una psicogeografía del símbolo de la tierra: una planicie es la consciencia; lo subterráneo, con sus demonios y sus monstruos, lo subconsciente. Las montañas, cercanas al cielo, son la supraconsciencia. La tierra entera se convierte así en símbolo de lo consciente, de sus conflictos desde el deseo terrenal buscando la sublimación.

Entre los nórdicos, y según las Eddas, el enano Alvis le explica a Thor, el ase del martillo, qué es la tierra según las diferentes perspectivas geográficas:

Entre los Hombres se llama ‘tierra’.
Entre los ases, ‘campo’.
Los vanes la llaman ‘camino’.
Los gigantes, ‘verdosa’.
Los elfos, ‘germinante’.
Los dioses supremos, ‘arcilla’...

Para los aztecas, a su vez, la Tierra era una interacción de fuerzas destructivas -se alimenta de cadáveres- y constructivas -genera alimento- mientras que para los mayas se trataba de un complejo luniterrestre que estaba en el origen y fin de todo. Porque todo empieza y termina en la tierra: es el límite de todo... por eso los peregrinajes de renovación con destino a Tierra Santa, al Gólgota, a Sión, a la Meca, etc., son el regreso a la tierra de origen.

La tierra resguarda los cuatro horizontes de todas las tradiciones y el eje del mundo que pasa por nosotros hacia el aire, el cenit, y hacia la tierra, el nadir. Todos son infinitos, excepto el nadir. De hecho, su nombre se relaciona con su oposición al cielo: nazir as-samt (“el que corre parejo al cenit”). Cenit: samt ar-ras (“la dirección de la cabeza”). La tierra es lugar y es acción pasiva: en la acción, define, delimita, detiene. Estamos entrampados en el símbolo. Si el símbolo excede al pensar y nos introduce en el sentir, sentimos la fragilidad del existir en ella: abre sus entrañas para recibir muertos... y de esos muertos devuelve vida plena. Es cíclica: es liminal, se mira a sí misma, no se abre al infinito como los demás símbolos sino que atrapa al infinito y le denuncia a la mente olvidada, la simple tragedia del vivir para morir.

Caminar por la tierra, vivir de ella, morir en ella es deambular por nuestra conciencia del todo y consumir viviendo nuestra vida hasta matarla. Cada paso importa, y por eso, en la masonería, los pasos que no significan son “pasos perdidos”, pasos desperdiciados. Por eso, un templo -etimológicamente, un “aparte”- es autoconciencia y representa la completitud: el cuerpo de tierra como templo. La tierra es palabra que se desdice en su dinámica simbólica: es el símbolo en el que se vive... pero no del todo, porque se muere. Es el símbolo donde se muere... pero no del todo, porque se renace.

Nuestro cuerpo material -térreo-, sometido al tiempo, ni busca la profundidad del agua, ni el anhelo de altura del fuego, ni la sublimación del cielo. Sólo quiere vivir: es su propio sino, que el cuerpo destila por los ejes geográficos de la tierra y que en nosotros es el deseo que empieza y se anula en el mismo símbolo: la ambición desnuda su absurdo en el ciclo terrestre. Es el absurdo del deseo budista: no hay adónde ir; en la tierra empieza y acaba todo. Ella genera en su hijo a su amante para parir de nuevo al hijo que será de nuevo su amante. En ella, en su naturaleza simbólica, la sabiduría es la quietud y no el avanzar hacia lo objetivo ilusorio a través del deseo. En la tierra está implícito el sujeto y el objeto y por eso debemos tratar de recomponerla como símbolo en nuestra mente.

Mientras el fuego y el agua son símbolos ligados al devenir, la tierra está relacionada con lo estático: ni planta, ni animal, ni roca, ni gota de agua, ni molécula de aire están en la tierra en otro sitio que no sea el sitio donde tienen que estar... sólo el Hombre vive la alucinación de la distancia y ve el mundo en tensión con la idea de lo total por la dislocación inherente a su conciencia de sí: no le es fácil vivir el símbolo de la tierra como límite a su mundo psicológico que él cree infinito e inmortal. Escribió R. W. Emerson: “De pie sobre la tierra desnuda, bañada mi frente por el aire leve y erguido hacia el espacio infinito, todo mezquino egoísmo se diluye”. Como siempre pasa, antes de entender el símbolo hay que sentir en el alma algo de poesía.

En el hermetismo se habla de una “piedra negra” o “plomo negro” que no es piedra ni metal, sino metáfora de nuestro cuerpo... V. I. T. R. I. O. L. (Visita Interiora Terrae Rectificando Inveniens Occultum Lapide): “Visita las entrañas de la tierra y rectificando encontrarás la piedra oculta”. Para Basilio Valentín (alquimista alsaciano del s.XIII), por este camino metafórico, los romanos inician la Vía Sacra (la calle principal de Roma -desde la Colina Capitolina hasta el Coliseo-) a partir de la Lapis Níger: Lapis Níger: una piedra negra que inicia su paseo por la tierra... porque en la tierra la llegada está antes del comienzo: la piedra final sobre la que se edificará la iglesia; el centro del progreso islámico hacia Allah en la Kaaba y su betilo: la “Piedra Negra”.

Es la Tierra Madre. Es la piedra y es su hueco: la caverna. Es la “Casa de la Madre”. Es “La Noche”. “La Casa de la Fuerza”; “El Hogar de la Sabiduría”. Sendivogius: “La Tierra es el cuerpo...” y “...la serpiente: el dragón sin alas, amarrado a la tierra”. Ella no es voluntad: es consumación.

Escribí:

La tierra
........
Grave y primera,
vieja madre sepulturera,
dueña de todas las sombras,
maestra de ausencias,
fantasmal gloria
de rancias contiendas.

Tierra:
la obstinación de tu silencio
sueña flores y caminos
y nos hace creer
a nosotros también
que hay destinos,
que hay fronteras,
que hay fugitivos...

Madre,
devoraste de tus hijos
-Dios te hartó de hambre-
sus sueños de amor
y las espaldas arqueadas
y sus manos perforadas
por las gotas de sudor...

Por eso, Tierra,
celebremos juntos
la gula de tu última cena,
de ser yo silencio y pan
de tu boca siempre abierta.

Finale

Era 1762, tras una representación ante el Rector Imperial en Viena, se invitan a los Mozart al Palacio de Schönbrunn, residencia de verano de los Habsburgo, donde la emperatriz María Teresa escuchó a Wolfgang Amadeus Mozart junto a los niños de la corte. Durante esta visita, Wolfgang conoce a la archiduquesa María Antonieta, como él, de 7 años y futura reina de Francia. Desde aquí, las versiones de la anécdota se bifurcan hasta el infinito... pero nosotros elegiremos aquella que más nos gusta... Correteando por los pasillos del palacio, Mozart resbala sobre el piso pulido, cae y se lastima una rodilla. La archiduquesa se acerca para atender a su compañero de juegos, y Mozart aprovecha su cercanía para murmurarle: “-¿Me quieres...? ¡Quiéreme muchísimo!”, y acto seguido le promete matrimonio. María Antonieta le contesta con un severo “¡No!” y el pequeño rompe a llorar, tiñendo de azul dulzura infantil ese vacío rincón del palacio. Y hasta aquí la anécdota.

En nuestra dimensión simbólica, el niño Mozart había encontrado en la tierra, su límite... y desde allí lloró por dolor y clamó por amor. Pero la tierra es un ciclo cerrado: ella es naturalmente muda y sorda, hecha de los silencios de sus tumbas y de las ciegas raíces de sus plantas. La tierra no tiene en sí más objetivo que servir de fundamento a lo viviente... No obstante, y en cierto poético sentido, es en el Hombre donde la tierra puede hablar: somos metáfora de su silencio. No hablan ni el agua ni el fuego, ocupados en sus descensos y ascensos... ni siquiera el cielo habla en el tronar de sus dioses... Pero por el Hombre, la tierra sí habla.

Desde la noción de que en ella yace su implacable destino de dolor y muerte, el Hombre es la voz que, siempre con un pie al borde su tumba, tiene el legítimo poder y derecho de clamar por amor. La tierra es dura, lastima y reniega de lo humano: es el “¡No!” de María Antonieta y es la rodilla herida. Es el silencio del clavicordio polvoriento y olvidado en los palacios de la sinrazón humana... Pero también es el pequeño Mozart que en todos nosotros anida, buscando abrirse camino al cielo, implorando amor desde el dolor del límite y que, sin entenderlo cabalmente, Mozart buscaría en una niña que sería una reina triste, aquel camino imposible que todos perseguimos... un camino hacia ese Dios que en el cielo tanto se mezquina y que en la tierra tanto se llora.

Notas

1 Para ampliar sobre el agua, ingrese al siguiente artículo: “El agua: nuestro primer espejo”, Meer.
2 Enlace al artículo “Del fuego y sus cenizas”, Meer.
3 Acceso a nuestro artículo “Mandalas: logica y simbolismo”, Meer.