De noche, especialmente, es hermoso creer en la luz.

(Platón)

Orfeo, en Grecia, fue la imagen de la trascendencia negativa y la evocación divina de superar por amor, el mundo de los muertos, el reino de Hades, rescatando a su amada, Eurídice, con un final trágico. En el pensamiento de Platón, paralela a esta vicisitud, quien filosofa es el actor que trasciende el mundo de las sombras alcanzando el reino de la luz, con la misma motivación, por amor: impulso a la sabiduría que desea ardientemente conquistar.

Habiendo recibido la lira de su padre, Apolo; seduciendo con su música a hombres, dioses y bestias, el poeta, cantor y músico, Orfeo, hijo de Calíope, se internó en lo íntimo del sub-mundo, alcanzando sus abisales profundidades. El dolor por la pérdida de la mujer amada le motivó a que emplease sus cualidades artísticas e intentase con éxito, obnubilar estéticamente al dios Hades, liberando a Eurídice de la prisión con la condición de que hasta que salieran de su reino, Orfeo no volcara la mirada para verla. Ella lo seguiría hasta liberarse. Pero, Orfeo no cumplió la condición impuesta, no dominó su ansiedad y cuando llegó adonde había luz del día, giró la cabeza para ver si Eurídice lo seguía. Ella estaba allí, pero por la trasgresión, se desvaneció, quedando atrapada de nuevo en lo más recóndito del sub-mundo.

Frustrado y desesperado, quien debía salvarla comenzó a vagar por el desierto tocando su música para rocas, árboles y para lo que hallase. Las fieras se amansaban, los ríos cambiaban de curso y Orfeo deambulaba errático y solo, habiendo renunciado a toda compañía. Al final, murió despedazado por mujeres tracias a quienes habría prohibido los misterios y quienes, frenéticas por sus dones, quisieron poseerlo; lo pellizcaron y mordieron, destrozándolo del todo. Otra versión de su muerte señala la ira de Zeus porque, como Prometeo, Orfeo habría revelado algo divino a los hombres: los secretos mistéricos.

No se tiene certeza sobre los misterios órficos. Se asume que incluían una iniciación, la participación en ritos, el culto a Apolo, la sumisión a determinados textos y el cumplimiento del vegetarianismo, además de restricciones sobre usar lana y no participar en nacimientos ni defunciones. La palabra μύω (mýo) que ha dado lugar al término “misterio” significaba guardar silencio y se interpretaba en tres sentidos: i) aquello que se debe mantener en secreto, algo de lo que no se puede hablar; ii) lo que se recibe en silencio en el rito de iniciación; y, iii) lo que es inefable, algo que no puede ser expresado con palabras1.

Apolo (̉̉̉Α̉πόλλων) fue el dios griego más importante después de Zeus, su padre. Dios de la música, las artes, la poesía y la medicina, deleitaba a los demás dioses tocando la lira. Sus dones fueron magníficos. Representaba al Sol, conducía el carro que daba inicio a cada día y otorgaba el don de la profecía a los mortales que amaba; fue un arquero diestro y un atleta veloz, vencedor de los juegos olímpicos. Dios de la agricultura y la ganadería, de la luz y la verdad, enseñó a los hombres la medicina y protegía a los muchachos. Su nombre significaba el que repercute (̉̉̉άποπάλλω, ápopállo) los rayos del Sol (̉̉̉άκτίς, áktís)2. Calíope (Καλλιόπη) musa de la poesía, se relacionaba con la creación de la belleza: καλός (kalós) significaba bello y ποίησις (poíesis) creación. Los poetas, en Grecia, fueron los creadores por excelencia (ποιητής, poietés) y Καλλιόπη, musa de la poesía, la creadora de belleza3.

Platón recreó el mito órfico en clave invertida. Su mito de la caverna, en el libro VII de La república, narra la hazaña de un hombre valiente enfrentando lo desconocido. Asciende por una vía dificultosa y empinada rompiendo las cadenas de la cotidianeidad y las opiniones sobre penumbras. Le impulsa el ímpetu existencial, no la convicción racional, sino la energía para trascender lo dudoso y discutible, llegando a un mundo ignoto, con el riesgo de no alcanzar meta alguna, perdiéndose y sucumbiendo en el intento. Después del ascenso solitario, oscuro e incierto, ante el deslumbramiento de la súbita y resplandeciente luz del Sol, el filósofo advirtió que independientemente de su voluntad, el mundo de las esencias trascendentes existirá siempre.

El alma, en especial, de los filósofos, viendo las esencias en el topos ouranos y olvidándose de ellas; las recordaría en el sub-mundo. En griego, τόπος (tópos) refería “lugar”, “sitio”, “espacio de terreno”, “emplazamiento”, “argumento” y “fuente de argumentación”. Fue una “noción física del país”, “territorio” y “localidad”, además de “posicionamiento” desde cierta perspectiva. Además, ούρανός (oúranós) indicaba “cielo”, “bóveda celeste”, “morada de los dioses” y “aire”. Así, τόπος ούρανός reunía espacio físico, territorio divino, mundo de los dioses y fuente de conocimiento como saber divino4.

El topos ouranos evoca el imaginario griego como antípoda del Hades, donde llegó Orfeo como la negación del lugar de los ritos y misterios órficos. Orfeo refiere la imagen de la trascendencia negativa, mientras el héroe de la caverna representa el tránsito encomiástico hacia la luz. Ambos fracasan, Orfeo no libera a Eurídice del Hades y el filósofo no libera al vulgo de las cadenas de la ignorancia, de las anteojeras de las visiones entablilladas ni los grilletes que condenan al hombre a diez mil años de penumbras.

Como Orfeo, el filósofo termina deambulando, sin comunicar sus recuerdos a la gente vulgar. Los bajos instintos prevalecen en la morralla y esperar que las personas cambien, precipita el fracaso. Como Orfeo, violar la restricción de abstenerse de pretender ilustrar al vulgo, conduce a la desgracia. La ansiedad del filósofo por compartir las verdades fundamentales no logra que las almas de la mayoría recuerden y, lamentablemente, prosiguen las elucubraciones hablando solo de penumbras. La trasgresión motivó el olvido de nuevo, desvaneciéndose las imágenes en la conciencia del héroe, diluyéndose las formas e ideas brillantes que contempló, quedando nuevamente prisionero de la caverna. Como el maestro de Platón, Sócrates, el héroe murió, desliéndose su sabiduría por la desvaloración del gentío. Como los sofistas, comerciantes de la palabra que pervirtieron el arte de la retórica e hicieron de sus dones de elocuencia, el medio para satisfacer sus impulsos; el vulgo aplasta la mesura y el bien, la palabra vívida que ilumina y descubre, abatiendo la excelsa virtud moral y el conocimiento, empantanándolos en el limo de su propia mediocridad.

La teoría de la anamnesis es la remembranza de las esencias en el orbe de las sombras. Al recordarlas, el filósofo las poseería incluso en las profundidades del mundo engañoso. Las seduciría con su mente, descubriendo su belleza y cantando su esplendor refulgente. Es como si de nuevo estuviese ante las excelsas cimas de las ideas olvidadas, recuperando las visiones amadas. El héroe de la caverna, de cualidades emprendedoras, orientaría su valentía al propósito exitoso de desafiar la condición humana de ignorancia y error, con la venia de los dioses, capturando el brillo de las formas puras que explican todo.

El mito de la caverna no se reduce a una parábola que enseña una moraleja. Es una alegoría profunda de denso contenido metafísico mentando la fascinante analogía del Sol, la luz, la verdad, el conocimiento y la visión de las esencias. Se trata de una imagen provocadora susceptible de apreciaciones y encantadoras invocaciones simbólicas.

En Fedro o de la belleza, Platón presentó su concepción del conocimiento, entendiéndolo como el proceso inacabable de olvido y reminiscencia. Recurre a imágenes que componen su alegoría, suponiendo la inmortalidad del alma y la metempsicosis o reencarnación; con tópicos del imaginario griego como el alma encerrada en el cuerpo, dentro de un sepulcro o de una cárcel. El diálogo indica los ciclos que recorre el alma alada de los seres humanos, representada por el auriga que conduce tanto un caballo hermoso y bueno, el blanco; como otro caballo, feo y brioso, el negro. Es el recorrido a través del topos ouranos para aprehender las ideas gracias al vuelo que planea sobre las esencias, proceso del alma humana condenada irremediablemente, sin embargo, a olvidar las esencias aprendidas y a encarnarse de nuevo5.

El auriga regula ambos caballos, dirigiendo la vida humana al conocimiento, propio de los dioses; aunque también es posible que, por el ímpetu del caballo brioso, prevalezcan impulsos concupiscibles, deseos y pasiones de satisfacción sensible y el deseo de placer del mundo de sombras. El auriga y el caballo blanco de fuerza irascible ascienden sin dificultad viendo las esencias, como la idea de justicia, por ejemplo, que fundamenta todo acto justo. Es un viaje de desplazamiento y retorno al inicio, donde los prados de la llanura de la Verdad alimentan al caballo blanco, renovando su hermosura, con alas de mayor envergadura remontando alturas enaltecidas con esencias excelsas. Las almas humanas ascienden solo si el auriga puede conducir y domar al caballo brioso, si superan su pesantez y si han alimentado al corcel blanco. Tal es el desafío del alma para sobrevolar el mundo de las ideas.

La muerte libera al alma del cuerpo y le permite otro vuelo entre las ideas; aunque, solo si el hombre cultivó el conocimiento, expresó la belleza y realizó el bien y la justicia. Este es el caso de Sócrates, cuya alma remontaría las alturas más eminentes alcanzando la Isla de los bienaventurados6, pudiendo después encarnarse de nuevo. En Fedón o del alma, Platón refiere las palabras de Sócrates en el contexto de su muerte, anunciando la felicidad del Tártaro reservada para su alma, gracias a la vida filosófica7.

Algunas almas no despliegan sus alas, produciéndose una fragmentaria y escasa visión de las esencias. Caen en el mundo de las sombras violenta y rápidamente, arrastradas por el orden cósmico; recuerdan muy poco, generándose vidas de ignorancia y concupiscencia, con efectos devastadores en el siguiente ciclo, cuando remontar el vuelo es aún más dificultoso.

El alma insuflaría vida a los seres naturales dotándoles de movimiento. El alma humana se nutriría de conocimiento, compartiendo la esencia divina, altísima, similar a la mente de los dioses. Dirigidas por el divino Zeus, las almas, tanto de dioses como de hombres, volarían por el cielo en torno a las ideas, contemplándolas. Al precipitarse en el mundo, quedarían atrapadas en la cárcel de algún cuerpo que las aprisionaría, humano o de otro ser vivo.

La palabra griega ση̃μα (sêma8) significaba “tumba”, “sepultura”, “túmulo”, “señal” y “lugar del cadáver”; además de “presagio”, “augurio”, “prodigio”, “huella”, “aviso”, “cuadro”, “imagen”, “retrato”, “sello”, “letra”, “carácter”, “enseña”, “bandera” y “prueba”. El alma permanecía prisionera del cuerpo (σω̃μα, sôma) del “ser viviente”, del “hombre”, “animal”, “órgano”, “materia”, “cosa tangible”, “vida”, “cadáver”, “corporación” y “casta”9.

En Grecia e India, el alma era indestructible, condenada a la transmigración y encarnada cada mil años. Los órficos supusieron las penumbras, Hades o infierno, opuesto al topos ouranos en un esquema de castigo y bienaventuranza10.

Notas

1 Cfr. de Pierre Riffard, Diccionario de esoterismo. Trad. Néstor Míguez. Alianza Editorial, Madrid, 1987, pp. 267, 298-9.
2 Cfr. de Carlos Gaytán, Diccionario mitológico: Dioses, semidioses y héroes de la mitología universal, Diana. 8ª impresión, México, 1995, pp. 19-20. Y de Constantino Falcón, Emilio Fernández-Galiano y Raquel López, Diccionario de la mitología clásica, Alianza, dos volúmenes. Madrid, 1980, pp. 51 ss.
3 Véase el Diccionario griego-español ilustrado de Rufo Mendizábal, S. I. et al., Vol. I, Editorial Razón y fe. 5ª edición, Madrid, 1963, pp. 273, 432.
4 Ídem, pp. 390, 534.
5 Fedro o de la belleza, Trad. María Araujo. Editorial Aguilar. 8a edición, Buenos Aires, 1977; 248d-249d. pp. 63 ss.
6 Ídem, pp. 246 ss.
7 Diálogos, Vol. III, Trad. Carlos García Gual, Marcos Martínez Hernández & Emilio Lledó Iñigo. Fedón o del alma. Editorial Gredos, Madrid, 1988; 110a-115a, pp. 128 ss.
8 Diccionario griego-español ilustrado. Op. Cit., p. 477.
9 Ídem, p. 520.
10 Mircea Eliade, Historia de las creencias y de las ideas religiosas. Tomo II: “De Gautama Buda, al triunfo del cristianismo”, Trad. Jesús Valiente Malla. 3ª edición. Ediciones Cristiandad. Madrid, 1978, p. 192.