Desde mediados del siglo XVIII, el descubrimiento paulatino de antiguas ciudades mayas asentadas al sur de México y en la profundidad selvática del actual Guatemala, tales como Palenque, Tikal, Chichen Itzá, Cobá, Ek Balam, Calakmul, Yaxchilán… unidas a las encontradas anteriormente por los españoles en el siglo XVI, ha permitido determinar a esta remota civilización como una de las más amplias y complejas de Mesoamérica, generando una implicación preponderante de la comunidad científica, de antropólogos, lingüistas, historiadores, artistas, arqueólogos, etc. Paradójicamente, más allá de los estudiosos, lo que, ante aquel exquisito legado, para las poblaciones regionales y globalmente suscitó una mayor atención no fue su historia ni su conocimiento, sino hasta hace unos pocos años, la adjudicación a este reinado, en el señalamiento del fin del mundo.
La temática sensacionalista que se desarrolló en el año 2012 sobre aquel inexorable cataclismo planetario designado para el 21 de diciembre ocasionó gran incertidumbre, estimulando una reacción mediática en cadena hacia aquella noticia. La demanda de los consumidores ante tal acontecimiento crecía exponencialmente a medida que se acercaba el día señalado, lo cual resultaba un fructífero negocio para las agencias divulgadoras de información. En tal coyuntura se convocó también a una reunión exclusiva de los científicos mayólogos mexicanos del Instituto Nacional de Antropología (INAH), lo cual resultaba fuera de lo común, este esfuerzo se hacía para tratar de aclarar al vasto público aquella mala interpretación. Finalmente, después de haber llegado el «último día», el 22 de diciembre, muchos ciudadanos en distintos hemisferios lograron despertar y ver el amanecer, ya gozosos de pasar la «prueba» y poder seguir respirando.
En realidad, la cultura maya poseía una profunda apreciación y estudio hacia los cuerpos celestes, la correlación de los astros con la vida terrenal generaba un vínculo inseparable; además, la creación de tres importantes calendarios sincronizados entre sí, las alineaciones cósmicas que definían ciertas estructuras de grandes proporciones en sus territorios y las místicas representaciones del tiempo entre pasado, presente, y futuro, extendidas en sus simbologías artísticas y jeroglíficas. proponían el escenario perfecto para que una información tergiversada pudiera adquirir fuerza y salir a la luz, propagándose sin mesura en los tentáculos comerciales.
En los años posteriores al 2012, después de la prolongada divulgación noticiosa, la palabra «maya» había ya despertado suficiente interés en las masas, logrando permanecer como una temática atractiva: un impulso utilizado con más detenimiento por la industria cinematográfica, revistas, documentales, arte, turismo, etc. Los especialistas y sacerdotes mayas reivindicarían que, según las creencias milenarias de este pueblo, lo que habría de venir sería un cambio de era, o nuevo B’aktun: una transición marcada cada 394 años. En este sentido, el efecto secundario que generó en la multitud el presunto cataclismo mantuvo e intensificó un acercamiento y reconocimiento colectivo hacia esta cultura, coincidiendo dicha concientización justamente con el inicio del nuevo ciclo, designado previamente por los antiguos.
La presencia de esta civilización se remonta también a otro enigmático aspecto: el relacionado con el repentino abandono de sus antiguas ciudades, cuyo establecimiento regional comprende casi un centenar de pirámides y miles de diversas estructuras arqueológicas, identificando mayormente las edificaciones colosales en el período clásico (250 al 950 d. C.), donde se llegaron a erigir palacios de hasta veinticinco mil metros cuadrados. Este acontecimiento también llamaría la atención a los españoles, que encontrarían en el siglo XV algunas de estas acrópolis como: Uxmal, Tulum, Copan, vacías, abrazadas por la selva. Sin embargo, el conocimiento maya no generaría un interés especial a los foráneos, los escritos referentes enfocados en las crónicas no profundizan en la historia y cosmovisión de dicha cultura. La mayor atención para muchos frailes consistiría en poder implementar estrategias de evangelización, y en cuanto a los soldados y aventureros, se orientarían más hacia la búsqueda de riquezas y todas sus implicaciones.
Al tener contacto con los colonizadores en el denominado período posclásico, habrían pasado unos seis siglos después del súbito abandono de sus ciudades, época en la cual inicialmente la población también tuvo una reducción considerable y quedó dispersa, suprimiendo el sistema monárquico y adoptando una gobernación a través de confederaciones. Para entonces los avances que habían adquirido los antiguos mayas, solo se mantenían de manera parcial, pero a pesar de que no se precisan registros de instituciones de educación intergeneracional, como sí las hubo en los siglos marcados por el período clásico; en el posclásico aún se preservaban en manos de los sabios las lecturas astronómicas, el uso de calendarios, matemáticas y escritura.
Parte de la historia de esta población también registra un episodio trágico cuando, en 1562, el misionero franciscano Diego de Landa ordenó quemar en Maní, Yucatán, todos los códices (libros sagrados) mayas, una cantidad que apunta entre 27 y 40 existentes en aquel entonces, además de miles de estatuas, y aproximadamente una tonelada de documentos pictográficos y libros. Manifestaría el sacerdote al rey Felipe II que esta acción era necesaria: «y porque no tenían cosas en que no hubiera supersticiones, se los quemamos todos…»
Para algunos especialistas, esta sería la hecatombe cultural más dramática en nuestra región, ya que el brillo de tal cosmogonía se había venido acumulando por muchos siglos en estos papeles llamados huun, producidos a base de corteza arbórea, destacando por una resistencia mayor a la del papiro egipcio. Sin embargo, entre las polémicas y crueles acciones que se registran en la vida del fraile Diego de Landa y su permanencia en Yucatán, también se reconoce que fue este el primero que intentó crear una especie de alfabeto latino a partir de los signos mayas; de acuerdo con ciertos historiadores, el sacerdote, inquieto por el remordimiento, procuraba compensar de alguna manera dicha destrucción; otros autores señalan que el monje solamente buscaba cómo despejar el camino para futuros misioneros carentes del entendimiento de aquellas lenguas.
Habrían de existir otros códices, los cuales viajarían en las embarcaciones que trasladaban regalos a los reyes, donde usualmente se enviaban a indígenas y objetos encontrados en el nuevo mundo. Según los escritos del nuncio Giovanni Ruffo da Forli, el rey Carlos V recibiría un navío que trasladaba algunos libros con aquel lenguaje ilustrado, lamentablemente estos serían considerados perniciosos para la religión imperial y correrían la misma suerte que los encontrados por Landa en Yucatán.
Sería hasta el siglo XVIII cuando se identificarían cuatro códices sobrevivientes a la conquista, dispersos entre México, Madrid, París y uno de los más importantes, encontrado en la biblioteca real de Dresde, en Alemania.
El polímata francés Constantine Rafinesque conocería y estudiaría por primera vez el códice de Dresde, a partir de una publicación parcial que se hizo de este en París, donde fueron expuestas cinco páginas del místico texto, en un amplio volumen sobre América. La fascinación y el interés por los grabados llevarían a Rafinesque a un profundo estudio, logrando descifrar las lógicas de los símbolos numéricos mayas, quedando así como el primer intérprete moderno que retomaría el rastro de las antiguas expresiones.
Por su parte, en la ciudad de Dresde, el historiador y bibliotecario alemán Ernst Förstemann toparía accidentalmente con el singular libro en el archivo real, y se vería sorprendido al contemplar en este el abundante lenguaje zoomorfo y abstracto. Sus arduas investigaciones lo llevarían a descubrir en el códice los conocimientos astronómicos y el sistema calendárico de los mayas. Förstemann logró entender las cuentas regresivas del tiempo que estos detallaron hasta llegar a lo que consideraron el inicio de la creación, datada hacia 3114 años a. C. denominándola cuenta larga. Entendió las tablas que señalaban los ciclos del planeta Venus, relacionados con la guerra, y las precisas predicciones de eclipses solares y lunares.
Las representaciones que se aglomeran en las páginas de los códices reflejan la ambigüedad con que estos percibían las energías que entornan la vida y la naturaleza, contrario a las figuras que hoy en día consideramos benévolas, como, por ejemplo, un conjunto de ángeles, los cuales suelen presentar características de tez blanca, asociados a la pureza y lo afable; los mayas manifestaban al ser humano conformado por un choque de armonías antagónicas: tales como la vida y la muerte. De esta forma los grabados de sus dioses incorporaban ambos elementos.
Las fuerzas sagradas que venían del cielo, donde el sol generaba luz y calor, además de la vida y el beneficio que concedía la lluvia, también podían transformarse en despiadadas sequías, o arrasadoras tormentas… de tal manera podía venir de las alturas la vida o la muerte, así como el cambio del día, a la profunda oscuridad de la noche. En cuanto al inframundo, debajo de la tierra, destinado a los espíritus del cuerpo perecedero y promotor de enfermedades y males, este poseía igualmente tesoros minerales, envolvía asimismo la semilla que germinaría en nueva vida y era capaz de contener en sus entrañas manantiales subterráneos. La ambivalencia que conllevaba la interacción de las energías divinas en todos los planos fue lo que provocó que la estética artística maya y el lenguaje pictórico de sus libros sagrados fueran inicialmente percibidos por los foráneos, como supersticiones embebidas de seres malignos y terrenales.
La disociación que afrontó la cultura maya con la realidad que ellos discernían de la naturaleza continuó promoviendo el alejamiento de sus creencias tras la conquista, a tal punto que en años recientes (2020) se verían acciones como lo ocurrido en San Luis, Petén; donde dicha comunidad quemó vivo a don Domingo Choc Chen, acusándolo de brujo. Las investigaciones posteriores resolverían que se trataba de un guía espiritual maya Q’eqchi, con prominente conocimiento en plantas medicinales, quien además ejercía una gran colaboración con varios proyectos académicos relacionados al ámbito antropológico y científico.
Después de los avances en la comprensión de la aritmética y astronomía maya, se estimó imposible descifrar en su totalidad otras imágenes expuestas en los glifos. En 1950 el arqueólogo británico John Sidney Thompson, quien era considerado el mayista o especialista más experimentado, concluyó que los grabados no contenían valor fonético o sonidos, y solamente expresaban ideas o conceptos, definiéndolos como ideogramas. Sería en 1952 que el lingüista ruso Yuri Knorozov iría más allá de la teoría de Thompson, logrando discernir y extraer un conjunto de silabas reproducidas en trecientos cincuenta y cinco signos, además de logogramas, o sea, signos que representan una palabra completa, marcando finalmente la correspondencia de los símbolos mayas, con una escritura fonética, posibilitando entender las narraciones históricas fragmentadas entre los libros y las contexturas líticas.
En la actualidad, las exploraciones hacia antiguas ciudades mayas continúan a la par de los avances tecnológicos, y prosiguen los elocuentes hallazgos soterrados por la selva, tal es el caso del proyecto encaminado por el arqueólogo estadounidense Richard D. Hansen, a partir de 1987 en la extensa espesura guatemalteca denominada Cuenca del Mirador.
Las circunstancias en que la humanidad llega a lo que sería el nuevo ciclo maya después del 2012, podrían llamar la atención de alguna manera, las abruptas transformaciones que el planeta ha experimentado nos traen a un mundo vertiginoso que ha cuadruplicado su población en los últimos cien años, donde la creación y consumo de mercancías ha devastado más recursos en un solo siglo que en los seis mil años anteriores juntos. La sofisticación de las guerras, la inteligencia de las máquinas, y la avanzada industrialización ya no atienden solamente a las luchas de grupos humanos contra otros, sino que confronta también a nuestra especie con la naturaleza. Sin embargo, el plano esotérico de los sacerdotes descendientes de la antigua civilización refleja en este cambio de era un despertar de la consciencia.
Para muchos seguidores de las creencias mayas, el despertar de consciencia llegaría a pesar de atravesar un período de caos, y obedecería a que nuestro sistema solar está más cerca de Hunab-kú, el centro de la galaxia; siguiendo un patrón cíclico que, al igual que el día y la noche terráqueas, nos lleva a acercarnos y alejarnos de dicho núcleo. Esto implica que, después de miles de años, empezamos a entrar a un nuevo amanecer. Estos cambios actúan en el comportamiento del sol y lo que hoy conocemos como electromagnetismo, concatenado al ser humano en su actividad física y mental, en lo que se conoce como bioelectromagnetismo. De esta manera, entremezclan los antiguos la espiritualidad y la ciencia. Por lo pronto, tras nuestras múltiples creencias, espirituales o racionales, lo que podemos apreciar es que, a pesar de haber abundante información que alerta sobre los estragos de nuestra civilización, el paradigma hegemónico se agudiza y prevalece…