La Historia nos dice que la cuna del ajedrez se meció por vez primera a orillas del Ganges. Sin embargo, y siendo propicio al misterio el tener una historia difícil de reconstruir, es que tras este magnífico juego se esconden soberanos, ejércitos y reinos en otro ajedrez de reglas y estrategias secretas de viejos juegos y fábulas laberínticas que sólo conoce el tiempo.
Aun así, se ha fijado su aparición en el imperio Pataliputra, durante aquellos fabulosos siglos V y IV a. C., época que hizo confluir a Buda, Lao Tse y Heráclito y la idea que se resume en sánscrito en el concepto de dvandva o «pares» de opuestos en palabras complementarias, buscando cancelarse para la liberación kármica. En el taoísmo, y su símbolo, el Taijitu, se expresan los pares de opuestos entre el yin -lo femenino, pasivo y oscuro- y el yang -lo masculino, luminoso y penetrante- opuestos en pares de términos sintéticos. Por su lado, en Grecia, Heráclito sembraba la idea de la «guerra» entre opuestos como ley para la dinámica perpetua de lo real: «La guerra es la madre y diosa de todas las cosas».
Pero, repetimos, fue en la India, durante el reinado de Asoka, que habría tenido lugar la invención del ajedrez difundido luego en el período gaznévida. No era como el ajedrez actual: era el chaturanga que quiere decir «cuatro divisiones militares»: elefantes, carros de guerra, caballería e infantería mencionados en el Mahabharata. Se utilizaba un tablero de ocho por ocho cuadros llamado Ashtāpada: en sánscrito: «tener ocho pies». Su pieza central era el Rajá, de donde deviene nuestro «Rey», así llamado en la mayor parte del mundo, salvo en Rusia y otros países europeo-orientales, en los que se lo llama Korol por Carlomagno, moviéndose un paso en cualquier dirección, igual que hoy. No existía la «dama» o «reina» ni ninguna pieza con sus posibilidades, tardando muchos siglos en aparecer (quizás en homenaje a Isabel la Católica). El Mantri o Senapati (ministro/consejero) acompañaba al Rey. Los Ratha (carros de guerra) eran iguales que nuestras torres y los elefantes (Gaja) tenían movimientos diferentes según la región y época. El Ashva (caballería) se movía igual que los caballos modernos, y los Padàti (Infantería) eran los peones actuales sin la posibilidad de avanzar dos pasos en el primer movimiento.
Su simbolismo actual
Su forma reinante en lo formal y normativo ha resumido un sentido simbólico ancestral que evolucionó con la esencia del juego: básicamente, opuestos que buscan cancelarse. En nuestro trabajo sobre mandalas (Ver Mandalas, lógica y simbolismos) sintetizamos la estructuración del símbolo mandálico en tres partes: centro, área de oposiciones y círculo de cierre. El centro es lo sagrado inmanifiesto. Tras su manifestación se da el área en la cual estamos nosotros, enfrascados en luchas entre opuestos, expresados con el cuaternario: cuadrados o cruces, entre otros equivalentes simbólicos. Y finalmente, el círculo que reinicia el proceso en cada punto del perímetro donde cada uno es el centro de un nuevo mandala tras vencer la dualidad de opuestos de la segunda etapa evolutiva. Bajo esta perspectiva, el ajedrez es un constructo simbólico que reproduce un mandala desde una óptica con reminiscencias orientales.
El ajedrez se inicia en la dualidad y busca la unidad. Ésta se simboliza en múltiples oposiciones. El tablero, cuadrado, contiene 64 casillas o escaques (del árabe issáh y éste del persa sha: rey, relacionándose con «jaque» y «chess»). Estos escaques forman la base material y representan el mundo ajeno al perímetro del mandala desde donde se inicia el camino del shariyah de cada musulmán rumbo a la unidad con Allah. De modo que en el tablero se representan las oposiciones satánicas a esa unidad.
Es el campo de lucha entre los elementos positivos y negativos, los cuales no constituyen moral alguna, sino que representan simbólicamente -además del día y la noche y cosas parecidas- la generación del bien y del mal. Ese cuadrado aparece en el piso teselado del templo masónico: mosaicos blancos y negros que fueron, en el zoroastrismo, tanto el blanco de Ormuz como el negro correspondiendo a Ahriman, «el que siembra la mancha». Los masones representan a los trebejos moviéndose en una partida con sus circulaciones rituales.
Las piezas también son duales, de modo que lo que es estático en el tablero comienza a ser dinámico en el juego, pero es un error creer que el objetivo es derrotar al contrincante. El verdadero oponente es la dualidad, la que desaparecerá cuando uno de los dos reyes caiga.
Las piezas
El tablero constituye las vastas planicies del Cosmos sobre el que se enfrentan los opuestos -la Luz y la Oscuridad- de modo que se simboliza en él el sustrato de la lucha de la luz del Hombre contra su propia sombra. Las piezas se lanzan unas sobre otras desde posiciones fijas y con ciertas posibilidades y restricciones en sus movimientos. En primera fila se sitúan los peones que representaban a la infantería en el chaturanga. Pero en la Edad Media, ese soldado de infantería que no podía retroceder y que siempre avanza en línea recta, fue progresivamente reemplazado por el peón o labriego, añadiéndole la «promoción» si llega a la línea final del enemigo, como un «avance social» gracias a llevar una vida recta. El peón inicia la construcción humana contra la dualidad mundana y propia. Como un ciego, palpa y reconoce el terreno con los peones, simbolizando así el nivel de lo sensorial.
Tras los peones, despliegan las piezas mayores. La oposición también se da dentro del mismo bando: el lado del rey es el positivo y el de la reina, el negativo, de modo que juegan cuatro grupos de opuestos dentro y fuera de cada jugador, opuestos a su vez entre sí. Esto se recuerda cuando vemos que el escaque blanco de la base siempre tiene que estar a la derecha del jugador: el lado espiritual del rey.
Representando la fuerza inercial de la materia tenemos las torres. Por eso se disponen en los ángulos y acompañan en sus movimientos rectos a la materialidad del tablero. Evolucionando rumbo al rey, la torre alcanza el nivel del caballo, representando la libertad y el empuje de la vida, pero atada a lo material: por eso avanza en cualquier dirección y saltando por sobre otras piezas, pero siempre formando escuadra según los ángulos rectos del tablero.
Junto al rey y la reina tenemos los alfiles. Los antiguos elefantes que transportaban las cargas más pesadas de artillería le dieron su nombre, tomado quizás del persa «pil» (elefante) o del hebreo aleph, aplicado al jeroglífico original de la letra, el buey, sintetizando el cuerno bovino con los «colmillos» del elefante. El otro nombre común para el alfil es el de «obispo»: el «bishop» inglés o el «bispo» portugués, como intermedio entre la torre y el rey o la reina. La parte superior de la pieza -cuando no representa un elefante- tiene un corte que remeda la mitra del obispo. Por su desplazamiento relativamente lanzado a distancia, en alemán y en danés lo llaman «el corredor» y en francés «el bufón» o «el loco», y esto porque su movimiento en diagonal termina representando una sensibilidad superior, pero sin el control de la razón: aunque se mueve todavía en el plano material ya no respeta la cuadración del tablero: es el pensamiento liberado pero primitivo o «intuitivo». El alfil por el lado negativo es previo al juicio racional ya que su evolución da la Dama o Reina. Ella, como el alfil, ha superado hasta cierto punto el contacto con lo material: es capaz de moverse en todo sentido y todas las casillas que quiera por liberarse tras su poder racional. Pero no está totalmente emancipada de la materia: debe, al inicio, estar en la casilla de su propio color y encabeza el «lado negativo» de la secuencia de piezas, reflejando el vínculo de la razón con la materialidad del cuerpo.
Final de juego
El rey blanco y su cohorte simbolizan al Ego verdadero teosófico. El negro y su séquito son el no-yo del Ego falso y su legión. Por eso el rey se alza en el escaque del color «enemigo», superando, espiritualmente, hasta a la razón misma. El rey representa al espíritu en tanto que evolución de la razón. Se desprende de lo material al separarse del color y porque puede moverse en cualquier dirección. Pero no hay que olvidar que todavía se encuentra en una lucha dual, así que su libertad se acota de a una casilla por vez, dejando a la razón y a la intuición para los desplazamientos más atrevidos a la vez que se muestra como símbolo de «realeza» dentro del mundo natural. Este vínculo entre espíritu y cuerpo en su situación dual alcanza el extremo en el enroque, intercambiando posiciones con la torre.
«Enroque» viene del persa y del árabe y refieren a la mítica ave Roc -que aparece, por ejemplo, en el relato de Aladino de Las mil y una noches-. El enroque no sólo significa una estrategia defensiva extrema para el rey, apelando a su cuerpo material, sino que nos lleva al mito hindú de la lucha entre el ave solar Garudá -de donde deriva el ave Roc- y la serpiente Naja por el control del Cosmos. De este modo, el enroque es la representación de un dragón (serpiente alada), entidad positiva en Oriente y que enseña cómo, desde nuestra condición caída (la torre), podemos contribuir a la elevación del espíritu (el rey). De manera que el dragón, revivido en el enroque, reafirma que el ajedrez consiste en representar la interacción entre los opuestos para conseguir que desde el instante inicial del juego se derrote la dualidad que atenaza lo elevado y llegar al círculo o ápice donde verdaderamente culmina un mandala.
En la tradición oriental se dice que los Suras (divinidades benévolas hinduistas y budistas) elevan al espíritu aniquilando a los Asuras (divinidades malévolas) que lo encadenaban a las fuerzas oscuras e involutivas (las estrategias que desarrolla el oponente), aunque en ajedrez ninguna fuerza será nunca mejor que la otra. El rey triunfante será el sat o «ser» en armonía con el Dharma, (conductas armoniosas con el rita u orden que posibilita la vida y el universo incluyendo deberes, derechos, leyes y conductas virtuosas de una vida recta).
Cuando un rey derrota la dualidad, ha derrotado al asat o «no ser» opuesto al Dharma. Tras el juego, no habrá derrotados ni triunfadores: ambos habrán participado en la lucha de la verdad contra Maya (Ver De redes y poesias): solo se manifiesta el sat: todo es realidad y luz. El rey triunfante es la expresión del nuevo dios. En el «jaque mate» se resuelve la dualidad del segundo estado y el espíritu es liberado hacia su aventura personal: nueva divinidad de nuevos universos. El rey, como espíritu, es la única pieza que no puede ser capturada por el contrario, pero uno de ellos habrá de desaparecer del juego, y cuando el rey perdido desaparece, lo que triunfa es el espíritu sobre la materia: hemos ascendido hacia el ápice de la pirámide... una pirámide que es un mandala en tres dimensiones.
Así, en la proyección hacia la atura de lo que sucede en los bajíos del tablero y sus trebejos, se adivina el ápice de la pirámide en las cabezas pensantes de los jugadores inclinados sobre las piezas, así como para la masonería la escuadra es el tablero y los jugadores el compás, porque el control de un dios se da en las mentes de los contrincantes. Aunque siempre uno de los reyes caerá (aun con «tablas» intermedias), ninguno de los dos jugadores ni gana ni pierde: al caer un rey, los dos contrincantes simbolizan el logro de la unidad como posibilidad humana. El rey negro y el rey blanco son los brazos de una vieja cruz que, elevada en el Gólgota de una partida de ajedrez, habrá alcanzado por fin el camino hacia una nueva creación del mundo.