Si pensamos en una escena que se pueda asemejar al paraíso descrito en los textos sagrados cristianos, tomando en cuenta la magnificencia y bondades de la naturaleza, con las características y virtudes de los seres humanos que allí se encuentren, podríamos remitirnos a un compendio de los escritos realizados por fray Bartolomé de las Casas en el siglo XVI. En su libro, Brevísima relación de la destrucción de las indias, cuando indicaba la manera de habitar el mundo que los nativos americanos mostraban ante la llegada de los conquistadores, el hermano Bartolomé decía:
No poseen ni quieren poseer bienes temporales, no tienen soberbia, no son ambiciosos, no son codiciosos, son amables y serviles, la naturaleza les provee suficiente armonía para vivir, son dóciles para recibir una buena doctrina.
La percepción de este sacerdote, quien acompañó a Colón y que permaneció en el nuevo continente por más de cuarenta años, sería parte de la exaltación hacia la humanidad nativa y hacia preponderantes aspectos de sus cosmogonías; planteamientos similares habrían de sostenerse por parte de algunos coetáneos del misionero y por otros importantes personajes y pensadores en distintos períodos, así como el fraile Francisco de Vitoria, el filósofo renacentista Michel de Montaigne, el científico jesuita José de Acosta, el filósofo italiano Paolo Mattia Doria, el escritor e historiador francés François-Marie Arouet «Voltaire», el economista italiano Ferdinando Galiani, el filósofo francés Denis Diderot, el historiador español Antonio de Guevara, el inglés humanista y religioso Thomas More, entre otros.
La visión de que los indígenas eran dóciles y anuentes a recibir una nueva deidad de la mano de los conquistadores se reflejaba también en las narrativas expuestas en las crónicas de indias; no obstante, indicarían también los cronistas, las múltiples batallas que debieron librar ante algunas poblaciones llamadas por ellos «rebeldes» ante la idolatría, la antropofagia, los sacrificios humanos, y las hostilidades de una cultura salvaje.
Bajo estas particularidades de comunidades apacibles y aguerridas, los conquistadores lograrían establecer paulatinamente el sistema de encomiendas desde las primeras décadas de su llegada, partiendo de un patrón de carácter feudal, que designaba un encomendero o amo europeo por cada agrupación indígena, los cuales trabajarían la tierra concediendo el beneficio de esta a su señor, a cambio de que les proporcionara seguridad, sustento, educación, y orientación espiritual. Sin embargo, la corona española se vería forzada a promover las primeras leyes en defensa de los indígenas en 1512, después de que el fraile Antonio de Montesino denunciara la crueldad y explotación desenfrenada que los encomenderos ejercían hacia sus siervos. Aquellos reglamentos que salieron a luz en el reinado de Fernando II, se denominarían: «Las leyes de Burgos».
La manera en que el catolicismo debía introducirse en las mentes de aquellos pobladores «recién descubiertos» y las formas de constituir un nuevo orden social en aquellas tierras mantendrían el debate teológico sobre la legitimidad de la conquista, ya que las primeras leyes promulgadas por el imperio perdían efecto ante el distante campo de acción, al igual que otros estatutos emitidos en años posteriores. Así, en 1550 pasaría a la historia un preponderante encuentro promovido por el monarca Carlos I, en la ciudad de Valladolid, donde se reunirían catorce teólogos y juristas, destacando dos posturas antagónicas que de alguna manera prevalecen en las construcciones ideológicas de la actual América Latina. Por un lado, el misionero Bartolomé de las Casas, quien fundamentaría la necesidad de promocionar la fe católica hacia los nativos de manera pacífica y, por otro, el sacerdote Juan Ginés de Sepúlveda, el cual argumentaría que el proceso civilizatorio y la conversión religiosa, así como ya sucedía, debía extenderse, si fuese requerido, con ciertos episodios de violencia.
Una de las premisas que debatirían ambas posiciones abarcaría la doctrina o principio aristotélico de «la guerra justa», la cual justifica la práctica de la guerra si las razones que esta conlleva favorecen a un grupo notablemente superior, capaz de hacer cambios estructurales en los sometidos, en donde, finalmente, dichos cambios también promueven en estos un mejor orden y vida, actuando y desarrollándose dentro del mismo seno de los derrotados.
La reflexión aristotélica exponía el término de «esclavos naturales», definiéndolos —en su contexto— como aquellos que se encontraban fuera de la esfera y estirpe griega, y que por naturaleza biológica eran incapaces de tomar decisiones certeras sobre las acciones de sus vidas, generando una dependencia natural hacia quien poseyera un raciocinio más elevado. En este sentido, Sepúlveda aseveraría que, a través de cualquier medio, se debía transmitir el cristianismo, porque en aquellos principios los indígenas se verían favorecidos en la convivencia y la concordia. Ante las prácticas de sacrificios y antropofagia, diría que la servidumbre debería estar gobernada por personas capaces de arrebatarles tales modos.
Ante la mirada del fraile Bartolomé la violencia no era compatible con la fe cristiana, así replicaría que el conocimiento de Dios debía llegar a los nativos con buenos modos, con modos cristianos, y que hacerles la guerra los ahuyentaría, suscitando en ellos rencor y venganza. Identificaba que había entre ellos diversidad de poblaciones, incluyendo ciudades con condiciones necesarias para cualquier tipo de vida civilizada, donde se practicaba la división del trabajo entre artesanos, labradores, herreros, sacerdotes, jueces y gobernantes. Defendía incluso que el raciocinio de dichas regiones era equiparable al de los griegos, egipcios, y al de los mismos españoles. En cuanto a Aristóteles, diría el monje que este no conocía la verdad del cristianismo, y que la consciencia de aquel filósofo no se ajustaba al principio bíblico de amar al prójimo como a sí mismo; consideraba que la servidumbre debía ser voluntariamente acatada por cada individuo, según la conveniencia que tuviera sobre él, tal o cual rey, despejando así una libertad individual.
Por su parte, el franciscano Sepúlveda, enmarcando la correspondencia de la disciplina militar con la religión cristiana, atendía que se puede ir a la guerra siempre y cuando haya rectitud de intención, o sea que entre las intenciones del príncipe que la declara, no haya ni el deseo de venganza, ni el objetivo de apoderarse de un botín; de tal forma debía haber rectitud en la manera en que se ejecuta tal guerra, evitando los desmanes de las ciudades, o el sacrificio de inocentes.
Expresaría además que la guerra no va contra la ley natural —refiriéndose a las leyes que no fueron creadas por el hombre—, para esto expone el caso del chimpancé, una especie que en ocasiones acude a la confrontación con otro de su mismo género, simplemente por placer; diría que dado a que no todos los animales son pacíficos, el ser humano tiene una naturaleza que tampoco lo es, añadiendo que la guerra no está prohibida por el derecho divino, ni del antiguo, ni del nuevo testamento; que los españoles siendo más cultos, más civilizados, tienen el derecho y el deber de tutelar a los indios hacia la civilización, reiterando que la obligación de predicar el evangelio es inexcusable para los cristianos, de tal forma que si es necesario se debe realizar por las armas.
Aunque sacrificar hombres sea un crimen contra la humanidad, De las Casas, en discrepancia con su interlocutor, no consideraba que los príncipes cristianos ni los españoles tuvieran jurisdicción sobre aquel territorio, plantearía cuatro formas de autoridad supeditadas al domicilio, al origen, al vasallaje, o al delito; en el caso de los indígenas, se descartarían las tres primeras, inquiriendo solo la última, para la cual declaraba como ejemplo al hijo de Dios:
Ni los príncipes cristianos ni los reyes pueden tener más jurisdicción que la que tuvo Jesucristo, quien evidentemente no ejerció tal jurisdicción sobre los paganos.
Como parte de su discurso, el padre dominico también haría énfasis en que los indígenas solamente eran súbditos del papa en potencia, o sea, debían ser subordinados al papa a través de la cristianización, y no de otra manera. Indicaba en otro aspecto:
Ni la antropofagia ni el sacrificio justifica una guerra que lleva a la destrucción de toda una raza, la finalidad de una pena o un castigo debe ser la enmienda, y en el castigo no se puede sacrificar a toda la sociedad.
En aquella discusión, que duraría varios meses, se estarían sopesando los intereses de la corona, los del cuerpo religioso, y de los encomenderos; ya que en determinado momento la monarquía vería con recelo el enriquecimiento potencial que estos últimos podían adquirir al establecerse y formar nuevas familias en la lejanía, el desacato a los estatutos que años atrás habían sido manifestados, también servirían de precedente para valorar el comportamiento que estos virreinatos en un futuro podrían adoptar.
La interacción de los conquistadores con los nativos además discurría en una reinterpretación de la Biblia ya que en esta solo se definía geográficamente la ocupación de tres razas entre Europa, Asia, y África; la incorporación religiosa de estos nuevos seres como hijos de Adán, se vería concebida en el futuro.
Se propuso una resolución ante aquella gran controversia teológica, una aplicable a las dinámicas evangelizadoras y socioeconómicas en la nueva región, pero esta nunca logró ser emitida. La tendencia que en la práctica habría de predominar claramente con el paso del tiempo sería la cohesión entre evangelización y explotación mercantil. Los señalamientos que De las Casas efectuaba hacia los encomenderos, soldados, dueños de minas, y todo lo vinculado al sistema extractivista, que en una palabra él definiría como «robadores», dejaba también, por otra parte, espacio para el reconocimiento de centenares de colonos hispanos que venían en condiciones de pobreza, dispuestos a trabajar ardua y pacíficamente, los cuales de acuerdo con los pensamientos del fraile eran requeridos para materializar su forma de evangelizar.
Actualmente, algunos historiadores aún continúan debatiendo aspectos relacionados al encuentro entre ambas culturas. Se polemiza si lo que España estableció debe llamarse colonias o virreinatos, dos conceptos que implican un distanciamiento entre ellos, refiriéndose a los procesos de conquista. Se visualiza a una parte de estudiosos que promueven una perspectiva celebrando la hispanidad, como el camino que progresivamente ha incorporado a este continente hacia las nuevas dinámicas de desarrollo y conocimiento, alcanzando así el carácter heterogéneo que hoy sostiene el mundo globalizado y, por otro lado, hay quienes afirman que la destrucción de los saberes prehispánicos y las condiciones de esclavitud en las cuales los pueblos nativos entraron al concurso de la modernidad, asentaron una marcada desventaja que se mantiene y se reproduce de manera perceptible hasta nuestros días.
Personalmente incluiría como ejercicio en este compendio la valoración y utilización del término o palabra «indio» considerando que esta expresión ha adquirido una carga despectiva alimentada a través de los siglos, y que debe sustituirse, ya que no corresponde a una unidad o identidad cercana a la riqueza y polivalencia de las múltiples comunidades autóctonas, algunas de las cuales aún han logrado prevalecer.