Heráclito, como otros espíritus liminales solícitos de libertad en la historia de Occidente, próximo al paroxismo de su muerte y conocedor de la coprofagia, se untó con excremento de bueyes y esperó que la hidropesía que lo aquejaba largamente y agudizada por él mismo, lo consumiese hasta matarlo. Burlándose de sí, consciente de que su piel no exudaba el líquido que debía eliminar, conocedor de que su vientre, sus muñecas y tobillos se hincharían con los vapores que le presionaban el corazón, hígado y riñones; sintiendo que los humores deleznables le contaminarían y ahogarían internamente; impermeabilizó su piel agilitando su propio deceso. Con los síntomas que evidenciaban pesados tumores, se dispuso a morir de sed en un mar de excrementos y humores viscosos internos. Se extendió en un remedo de altar zoroástrico para cadáveres y esperó que los mamíferos cánidos del lugar lo devorasen al percibir que su vida se había disipado.
Pocos días después, no quedaron de su cuerpo ni los huesos resecos que los mismos perros atesoraron, devolviéndolos a la tierra, enterrándolos, después, convirtiéndolos en agua al unirlos con sus propios desechos líquidos y, finalmente, metamorfoseándolos en aire por la evaporación de la orina. Se consumó la más importante transformación del filósofo: la metamorfosis de su cuerpo para liberar el alma. Heráclito acabó con su vida cumpliendo el vaticinio que él mismo había expresado consumando las transformaciones del tránsito ineludible del ser1.
El oscuro de Éfeso cumplió su objetivo de metamorfosear y disparar su alma a la par de la luz y el rayo, identificándola con el fuego. Lo hizo garantizando que ningún efesio ignorante y atrevido venido a facultativo, frustrara sus planes y urdiendo un plan que realizaría con cuidado en cada paso. Puso en evidencia su carácter extremadamente irónico y radical consigo mismo. Se esforzó en retener los líquidos que lo contaminaban internamente, se abstuvo de toda evacuación y se compelió a ingerir cantidades enormes de líquidos pesados durante largo tiempo. Habiendo percibido la acumulación acuosa en el peritoneo, aceleró la marcha de los acontecimientos.
Deformó su cuerpo haciéndolo flácido y adiposo, se negó a toda evacuación y consultó a los facultativos de Éfeso. Como esperaba, nadie entendió su mal, menos alguien pudo sugerirle una cura. Proclamó que se curaría él mismo, exponiéndose a los rayos del Sol, con una cataplasma de boñiga de buey. Mientras los médicos esperaban el resultado que presumían sería favorable dado el prestigio del filósofo, Heráclito se reía para sí mismo, negándose a consumir cualquier líquido, con lo que provocaba el deceso consciente más irónico e inverosímil de la historia: morir de sed padeciendo hidropesía. Había planificado que su cuerpo sea devorado por la voracidad de perros vagabundos, animales que deambulaban alrededor del filósofo recostado, inmolándose en el último remanso del río de su existencia.
Otra desaparición, más de un siglo después de su muerte, también deplorable porque limitó el legado del filósofo a Occidente; fue de su obra escrita, supuestamente resguardada en un lugar seguro y que fue devorada por el fuego. Heráclito depositó su obra magna como un tesoro magnífico en el templo de Artemisa en Éfeso. El texto se perdió por lo que hizo el pastor efesio Eróstrato.
Aunque fueron objetados como inauténticos por algunos estudiosos, tanto el fragmento 133° de Heráclito2 como el fragmento 135°3, anticiparían premonitoriamente, el luctuoso fin de su obra. Eróstrato los leyó antes de quemarlos, descubriendo en el antiguo manuscrito, la profecía del oscuro de Éfeso, consumada con la acción del mismo Eróstrato.
En el interminable fluir de la verdad y de los asertos que siempre se renuevan, en el movimiento eterno de las afirmaciones que vienen y van, de las aseveraciones verdaderas hechas y rehechas; la acción pérfida, el acto de maldad por excelencia es la destrucción de lo enunciado. Así se silenció lo que Heráclito dijo: ¡Cuál sería la exaltación de Eróstrato al saberse el único mortal que leía el texto, enunciados profundos del ser destruidos por efecto de lo que Heráclito sustantivaba como arjé (αρχή) de las cosas: el fuego!
El destructor de la obra de Heráclito no tenía padre y, como su madre, fue violento y orgulloso. Eróstrato decía que fue engendrado por el fuego, consagrándose a Artemisa y que en su pecho brillaba la marca de la media luna. Era una imagen semejante al símbolo de las amazonas, fundadoras de Éfeso. Colérico, de tez oscura, casto y de pasiones bajas pese a su repulsión por el sexo, ardía en deseos de ofrendar su vida a Artemisa plenamente, a pesar de que los sacerdotes del templo le habían prohibido la entrada a la nave principal por su laya. Su rencor creció paralelamente a su frustración y deseos de ser considerado como alguien excepcional.
El odio contra el templo, sus tesoros y Heráclito debía consumarse en un acto espectacular que instantáneamente, representaría la destrucción del basileus misántropo más famoso de Éfeso, de su pensamiento que nadie conocía por completo y de su obra. Todo acontecería de una vez y para siempre.
Eróstrato odiaba a Heráclito porque representaba la negación de él mismo. Su fama, pese a que despreciaba a los hombres, era insuperable; su pensamiento fragmentario porque solo lo conocían sus seguidores que otearon contenidos minúsculos guardados como un tesoro, era imponente; su estirpe de basileus, para Eróstrato, era lo que él y no el oscuro de Éfeso, creía merecer, más porque Heráclito tuvo el desparpajo de ceder a su hermano las prerrogativas políticas que le correspondían. A mitad del siglo IV a. C., Heráclito representaba el conocimiento de la elite esclavista con contenidos perfectos de la ciencia y la filosofía: excelsa sabiduría y saber críptico que le otorgaba la fama superior.
Eróstrato no confesó la verdadera causa de su acción y tuvo el ingenio para urdir una nefanda acción célebre en la historia, desviando la atención de persas, efesios, jonios, atenienses y del mundo entero, tanto contemporáneo como posterior, acerca de sus aviesas motivaciones que le urgieron incendiar el templo de Artemisa.
Ensoberbecido por la presunción de su incondicional superioridad, parecía que su baja estatura, sus pequeños brazos y sus proporciones disfuncionales se compensaban con sus ínfulas incandescentes de notoriedad, a las que no renunciaría, realizándolas incluso con la infamia. Intuitivamente, quiso llamar la atención despreciando las riquezas y el placer.
Al principio de su notoriedad, anunció el pensamiento de Heráclito uniéndose a quienes proclamaban su filosofía, pero pronto se dio cuenta de que el meollo permanecía hermético en el manuscrito del templo que nadie conocía. Irrumpió en su conciencia penetrar en lo recóndito del templo, adueñarse del secreto y difundirlo para lograr la fama esperada. Pero, pronto se dio cuenta de que semejante empresa sería trabajosa e inviable. Lo castigarían por desobedecer a los sacerdotes y desafiar las decisiones del sátrapa de vivir en una gruta cerca de la ciudad, porque sus arrebatos de celebridad ya habían generado la presunción de que era alguien peligroso. Además, siendo objeto del castigo que podía incluir la muerte, la difusión del pensamiento secreto de Heráclito sería muy ardua, trabajando en verdad, a favor de quien odiaba y no para su propio beneficio.
¡Qué mejor, entonces, que destruir el texto secreto de Heráclito! Su odio hacia el oscuro sería saciado, privaría a la humanidad de un pensamiento que todos reputaban como excelso sin que nadie lo conozca completamente y él se llevaría a la tumba el secreto más resguardado de la filosofía jonia. Así lo hizo.
Desde su sucia cueva llegó al más esplendoroso lugar de la tierra. Su camino de bajada desde la montaña fue el mismo de ascenso subiendo los innumerables peldaños del recinto4. Arcado por su leve giba, con un caminar a saltos debido a su cojera poco ostensiva, llegó adonde esperaba. Sus pequeñas y oscuras manos asían una lámpara sagrada robada a un guardia dormido.
Violó la cámara sacra principal donde olores, colores y materiales exóticos lo deslumbraron. Embriagado por el esplendor, descorrió el velo bordado con hilos de oro y rayos púrpura que cubría la estatua de la diosa. Se arrebató al encontrar que Artemisa tenía una veintena de voluptuosas tetas. Se espantó y subyugó: el secreto de los sacerdotes era el conjunto de tetas extirpadas y ofrendadas por las amazonas. Ellos habían tallado una estatua de madera evocando a la diosa frigia Cibeles5. Era una deidad ofrendada para que les prodigue raudales de bienestar, vida y fertilidad. Volcado hacia una pirámide verde, después de forzarla, Eróstrato se solazó con las joyas vírgenes. Pero, pronto su atención se focalizó en el papiro de Heráclito. Lo leyó y descubrió en el poema, la suprema revelación del saber críptico. Ratificó gustosamente, que su alma seca, endurecida en la privación y la soledad, refractaria a los vapores húmedos del placer otorgados por el vino y el sexo, sería superior a las almas húmedas de la mayoría6.
Comprendió que la humedad del alma la precipita en el placer que es su muerte, que el cuerpo se regocija en tal humedad y que la plenitud espiritual es la sequedad y el calor7. El calor del fuego forjaría almas como la suya, resistentes y fibrosas. El fuego fraguaría la fortaleza que derrote las tentaciones acuíferas. No obstante, descubrió paradójicamente, que lo contrario también es lo mismo: su naturaleza proclive a la celebridad, una naturaleza candente asociada con el fuego que le insuflaba pasión, podría costarle la ruina de su alma8.
Eróstrato comprendió que su deseo por la fama insuflaba ardor a su corazón, haciendo que su alma se precipite, paradójicamente, en el húmedo camino de la perdición. Entendió que el alma transitaría por insondables, incomprensibles, inconmensurables y extremas profundidades de la verdad9. En medio de tales revelaciones volvieron a asaltarle bajas pasiones: celebridad fácil e instantánea, venganza contra el oscuro, los efesios, el sátrapa y los sacerdotes, además de la astuta idea de encubrir su deleznable acción con la justificación de la celebridad. Quemó el manuscrito y el templo.
Notas
1 “La muerte de la tierra hace nacer el agua, la muerte del agua hacer nacer el aire, la muerte del aire engendra el fuego. Y a la inversa”. Cfr. de Jean Brun, Heráclito o el filósofo del eterno retorno. Trad. Ana María Aznar Menéndez. Editorial Edaf. Colección Filósofos de todos los tiempos. Madrid, 1976. Fragmento 76°, p. 185.
2 “Los malos son los enemigos de los hombres que dicen la verdad”. Véase de Jean Brun, Heráclito o el filósofo del eterno retorno, Op. Cit., p. 225. Fragmento dudoso según Hermann Diels.
3 “El camino más corto para alcanzar buena fama es hacerse bueno”. Ídem.
4 “El camino hacia lo alto y el camino hacia lo bajo es uno y el mismo”. Heráclito, Fragmentos, Trad. Luis Farré. Editorial Aguilar, Colección Iniciación Filosófica, Buenos Aires, 1977. Fragmento 60°, p. 129.
5 Es la diosa Artemisa Polimastros o diosa virgen de múltiples senos. Se asocial con Cibeles por las connotaciones comunes de vida, fertilidad, muerte y resurrección. La diosa frigia era más antigua, se le ofrendaba desde el neolítico, asociándosela con la Madre Tierra, deidad de cavernas, montañas, murallas y fortalezas. Representaba la tierra fértil, diosa de la naturaleza y “señora de los animales”, especialmente de leones y abejas. Cfr. de Robert Graves, La diosa blanca: Gramática histórica del mito poético. Trad. Luis Etchavarri. Alianza Universidad. Sección Humanidades. Madrid, 1996.
6 “El alma seca es la más sabia y la mejor”. Heráclito, Fragmentos, Op. Cit. Fragmento 118°, p. 153.
7 “El convertirnos en agua para las almas es gozo o muerte. Cada uno de nosotros vive de la muerte de aquellas; y estas viven nuestra propia muerte”. Ídem. Fragmento 77°, pp. 136-7.
8 “Es difícil luchar con el propio ánimo. Lo que anhela, lo compra a cuenta del alma”. Ídem. Fragmento 85°, p. 140. La traducción de thymos (θύμος) como “ánimo”, significaba también inclinación humana, modo de ser e, incluso, el corazón de cada hombre.
9 “No hallarás los límites del alma, no importa la dirección que sigas, tan profunda es su razón (λόγος)”. Ídem. Fragmento 45°, p. 121.