En algunos jardines y parques de esta ciudad, también en sus colinas y en la montaña, se puede ya escuchar el canto de la abubilla, una música suave que para muchos de nosotros es la manera dulce de recordar que la primavera sigue en marcha. No es un canto melodioso como el de muchas otras aves. Tampoco uno que se caracterice por sutilezas, pero sí uno tan peculiar que es difícil no identificarlo con el pájaro copetudo que lo canta. Ese «up-up-up» que es la raíz onomatopéyica de los muchos sobrenombres con los que se le conoce en las diferentes regiones de España y Portugal.
También en el resto de Europa, África y Asia. El nombre con el que la bautizó Lineo viene de sus motes latinos y griegos: Upupa y epops, nombres que podrían pasar por los de un par de arlequines de alguna comedia escrita en un país más allá de las estrellas. Quienes la reconocemos a simple vista, la podemos encontrar en el costado central-izquierdo de El jardín de las delicias. Está ahí muy cómoda, retozando junto a otras aves que el Bosco pintó en gran tamaño. Un petirrojo y un carpintero verde. También un ánade y un martín pescador, además de otra ave extraña que no existe en ninguna parte del mundo que no sea la imaginación del artista. Disfrutado y jugando con ellas, también se encuentran algunas personas desnudas, puestas ahí para resaltar el elemento fantástico de la composición, aunque para estos fines sirven como una escala comparativa. La abubilla, por lo general pequeña, se eleva en tamaño sobre hombres y bestias en el jardín del Bosco.
Enrome, desde luego. Mucho más, incluso, de lo que fue uno de los parientes verdaderos de la abubilla común, hoy extinto. Los ornitólogos la catalogan como Upupa antaios, aunque por lo general se le conoce más bien como abubilla de Santa Elena, en virtud de haber sido nativa de la isla en la que Napoleón hizo su patíbulo. De ella se conoce solo lo que algunos científicos han logrado deducir de un único —e incompleto— resto a medio fosilizar. No les ha sido fácil determinar cuáles habrían sido sus dimensiones exactas, pero decir que su longitud llegó a ser de hasta cincuenta centímetros no es una exageración. Eso haría de ella un ave dos veces más grande que la abubilla convencional, diferenciándose de ella también por su aparente incapacidad de tomar vuelo. Tal vez esta fue una de las taras que la llevó a la extinción entre los siglos XVI y XVII, cuando el descubrimiento y la colonización de Santa Elena introdujo ratas envalentonadas y gatos hambrientos en los niveles superiores de la pirámide alimentaria de la isla. Sumado eso, además, a la confianza hacia los colonos que acabaron con su estirpe bajo la excusa de cocinar su carne tierna en toda clase de guisos y sopas. También para decorar sombreros, capas y cinturones con sus plumas de mucho color.
Para fortuna de la abubilla común y sus dos hermanas (Upupa marginata, de Madagascar, y Upupa africana, de donde dice su nombre), el destino por el momento no parece ser el mismo que el del pariente desaparecido de Santa Elena. Sus números se estiman entre los cinco y los diez millones, y aunque se le considera en peligro en algunos países nórdicos y eslavos, su población general es segura y estable. Una sorpresa, considerando el número de especies que han desaparecido, o están por desaparecer, debido a la actividad de nuestras manos y sus derivados. Salvo por el ocasional desgraciado que por diversión le revienta el pecho con una bala o una piedra, la abubilla se defiende bien de sus depredadores terrestres. Así también de los celestes, dígase algunas especies de búhos, halcones y azores. A diferencia de su pariente de Santa Elena, la capacidad de volar le salva la vida todos los días.
La desaparición de la abubilla de Santa Elena se suma a las más de 160 especies de aves no voladoras que han entregado el alma debido a la depredación comercial —o mera glotonería— de nuestra especie. El inmenso Moa de Nueva Zelanda (Dinornithiformes), exterminado por los maorí hace ya más de 500 años; el Alca gigante del Atlántico Norte (Pinguinus impennis), muerto por la codicia de los taxidermistas americanos y europeos del siglo diecinueve, así como por el hambre de los marineros entre los continentes; el ave elefante de Madagascar (Aepyornithidae), que fue parte de la dieta de los nativos, hasta que se comieron al último hace más de mil años; el Dodo de la isla de Mauricio (Raphus cucullatus), muerto a finales del siglo diecisiete por la cacería y la deforestación a manos de los holandeses. También, como ocurrió con la abubilla de Santa Elena, por la introducción de especies depredadoras que devastaron el balance en la tranquila Mauricio.
El dodo fue un animal simpático y bonachón. Tan inocente, que le encantaba acercarse a esos hombres de uniformes coloridos, quienes luego de darle caricias y chuchulucos le daban también muerte a palos, pues deseaban saborear su carne, descrita por algunos cronistas posteriores como más bien mala. De casi un metro de altura, al dodo le gustaba pasear a sus anchas por aquella isla cuya bonanza fue la razón por la que perdió la capacidad de volar. Sus ancestros, una especie de palomas pretéritas, llegaron a Mauricio hace 26 millones de años, y la falta de depredadores y abundancia de comida terminaron por engordarlos hasta el punto en que sus alillas ya no pudieron elevarles. Su gigantismo fue el mismo que le ocurre con frecuencia a muchas otras aves y reptiles en islas apartadas. Islas en las que la ausencia de grandes depredadores deja un nicho ecológico que con el tiempo es ocupado por otros animales que alcanzan tamaños mayores de lo normal. Así ocurrió también con la abubilla de Santa Elena.
Para muchos, la historia del dodo es un ejemplo de cómo la buena vida atrofia el ingenio, la agresión y las capacidades para la supervivencia. También es un buen ejemplo de cómo nuestra especie es capaz de poner fin a las demás, aunque eso no significa que no pueda enmendarlo. Así visto, traer al dodo de vuelta de la extinción es una posibilidad real para los teóricos detrás de Colossal Biosciences, una compañía especializada en biotecnología. Tan real, prometen, como traer de vuelta también al mamut y al tigre de Tasmania, a la paloma pasajera y —si a alguien le interesa— tal vez también a la abubilla de Santa Eulalia.
No se trata de llevar una crianza controlada de especies vivas para así obtener características similares a las de aquellas que ya desaparecieron, como han hecho algunos ganaderos en Alemania y Países Bajos en su intento por obtener algo parecido al ya extinto uro euroasiático. Se trata, en teoría, de un auténtico proceso de desextinción con el cual traer de vuelta a cualquier animal del que se posea material suficiente para reconstruir su genoma. En el caso del dodo, Colossal Biosciences ya ha logrado secuenciar y ensamblar este genoma gracias al ADN extraído del cráneo de un espécimen que alguien en el Museo de Historia Natural de Dinamarca tuvo la bondad de facilitarles. Ahora falta extraer algunas células germinales en los órganos reproductivos de una paloma de Nicobar (Caloenas nicobarica), la especie viva que comparte mayor parecido genético con el dodo, y luego editar sus genes para asemejarlos a los de aquella ave tan desgraciada de la isla Mauricio. Una vez que esto ocurra, las células editadas se insertarán de vuelta en un huevo de paloma, luego de lo cual verá la luz de nuestros días un ave similar al dodo. Con el tiempo, la cruza de estos pseudo dodos resultará en el original y auténtico.
O al menos esa es la promesa. Como ocurre con muchas tecnologías, sobre todo en estos tiempos tan desencantados, la exageración y la grandilocuencia son las divisas del país. No faltan aquellos para quienes las palabras de Colossal Biosciences —que el año pasado recaudó una inversión de 75 millones de dólares— son una forma de propaganda para endiosar egos e hinchar billeteras. Incluso a pesar de que uno de sus fundadores, George McDonald Church, es una de las cabezas detrás de la optimización de la herramienta de edición genética CRISPR/Cas, importante en los intentos de su compañía por traer de vuelta a cuanta especie extinta cuyo genoma sea capaz de reconstruir. Especies extintas que se encontrarán de vuelta en un mundo muy diferente al que dejaron atrás.
En caso de ser exitosa una operación como la resurrección del dodo, el misterio estará luego en determinar si se trata o no de uno, o si se está hablando de una hibridación. El dodo fue dodo gracias a las condiciones únicas con las que sus antepasados evolucionaron en la isla de Mauricio, igual como ocurrió con la abubilla de Santa Elena. No importa demasiado que exista un parentesco genético entre la paloma de Nicobar y el dodo. No, cuando la primera es una especie con características y comportamientos tan diferentes a las de la segunda. Sobre todo, por su capacidad por el vuelo. Mientras que la paloma de Nicobar lo hace con gracia y excelencia, el dodo lo único que podrá hacer es quedarse ahí parado y observar.
El debate aún está abierto sobre naturaleza versus crianza, pero el veredicto parece estar en una buena mezcla de las dos. Introducir ambientes que emulen las condiciones en las que especies extintas se desarrollaron es una de las ideas sobre las que Colossal Biosciences sustenta su tesis, a pesar de los posibles problemas. En el caso del dodo, sería necesario erradicar a las especies invasoras que en los últimos siglos han hecho su casa de la isla Mauricio. En el caso de proyectos más ambiciosos, como la desextinción del mamut, sería necesario recrear ambientes similares a las estepas del Pleistoceno, lo cual se dice fácil cuando no se piensa en las limitaciones técnicas y económicas, por no decir algo sobre las consecuencias que no se pueden prever. Cuando una especie desaparece, otra emerge para ocupar su lugar, y la introducción en el mundo moderno de especies extintas puede llegar a tener el mismo efecto sobre las actuales como lo tuvo la introducción de ratas y gatos para el dodo de Mauricio y la abubilla de Santa Elena.
Para quienes ven estos asuntos desde una rúbrica más práctica, restaurar especies extintas es tan solo una excusa para financiar tecnologías cuyas aplicaciones serán más inmediatas, aunque menos fantásticas. Los distintos proyectos de conservación que intentan preservar la biodiversidad del planeta se beneficiarán por las herramientas desarrolladas por Colossal Biosciences. Por otro lado, para quienes vemos esto desde una óptica más bien cínica, llama la atención que uno de sus mayores inversionistas sea In-Q-Tel, la sociedad de capital de riesgo vinculada con la CIA.
Sería sencillo traer de vuelta a la abubilla de Santa Elena, aunque solo porque algo puede hacerse no significa que deba hacerse. Se dice que el progreso no se detiene, pero ese es un mantra religioso como cualquier otro. El progreso, con frecuencia, se ha detenido en nuestra historia. Algunas veces durante siglos, y por lo general debido a alguna catástrofe. Ahora, en cambio, vivimos en tiempos en los que el progreso puede incluso ser detenido por los mismos frutos del progreso. Asuntos como la devastación nuclear, la modificación genética de virus fuera de control, o cualquier otro desliz por el momento inimaginable, producto de la hýbris y la bancarrota moral que tan bien nos caracteriza.
La vida está garantizada para las abubillas que hoy nos quedan, pero ¿qué se puede decir sobre lo que pasará mañana? La ruleta rusa no discrimina entre a quienes el revolver apunta, y en la última década han desaparecido 467 especies, según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza. Tal vez es una ilusión pensar que el dodo volverá a esta tierra, pero al menos lo que se aprenderá en la búsqueda de semejante fantasía evitará que la entrañable abubilla termine como terminó aquel desgraciado pariente suyo. Allá en la isla de Santa Elena.