El Extranjero. — De todos los hombres, yo soy el último en menospreciar o condenar el mundo de la materia. Siento por él la más sincera reverencia y piedad, al igual que por Hestia, Afrodita, Prometeo y todos los dioses de la generación y el arte; pues sé que la materia, el más antiguo de los seres, es el más fértil, el más profundo, el más misterioso; ella engendra todo, y no puede ser engendrada; lo más propio del espíritu es, en cambio, ser engendrado a partir de las armonías de las otras cosas, sin que él a su vez engendre nada.
(Jorge Santayana, Diálogos en el limbo, «El secreto de Aristóteles»)
1. La fuente idealista de las absurdidades filosóficas
El movimiento no existe; el mundo es sueño; el mundo es mi sensación; la idea de hombre es más real que el hombre concreto de carne y hueso; los objetos existen solamente mientras alguien los percibe; el espacio y el tiempo son formas puras a priori de la sensibilidad; la mente puede existir sin el cerebro; poseemos un espíritu inmortal; los animales son máquinas; nuestro cerebro-mente es un ordenador; con símbolos se construyen mundos; el Yo Absoluto Infinito… etc. El conocedor de al menos parte de la historia de la filosofía idealista extenderá fácilmente esta lista de absurdos.
No hay necesidad de ser Sancho Panza, basta con ser razonable para quedar perplejo. ¿Cómo afirmar que el movimiento no existe si para pensar la proposición tiene que haber una actividad neuronal, si para expresarla en voz alta hay que mover la lengua? Si el mundo depende de mi sensación, ¿cómo explicar que las cosas existieron antes de mi nacimiento y existirán después de mi muerte? ¿Cómo creer que el espacio, que sería una forma pura a priori de mi sensibilidad, es la habitación de las cosas, de los animales y de las estrellas? Por lo demás, con símbolos se construyen obras de arte, teorías, no mundos. Lo alarmante de la situación es que tales afirmaciones han sido hechas por personas inteligentes y cultas. ¿Es acaso la locura filosófica esencial a la condición humana?
Uno de los problemas es saber por qué razón el significado, la referencia y la verdad de una proposición se pierden hasta ceder el lugar al sinsentido. En suma, hay dos grandes doctrinas metafísicas y cada una tiene varias ramas: el realismo y el idealismo. Los realismos y los idealismos que no son metafísicos son filosofías truncas. De acuerdo al realismo metafísico, existe una realidad inteligible, y esta inteligibilidad es al menos parcialmente conocible. El conocimiento de las cosas es posible porque el ser humano es tan natural como ellas. Hay entonces una simpatía entre el organismo humano y las cosas, «lo semejante es conocido por lo semejante» (Empédocles). En última instancia el significado, la referencia y la verdad de una proposición están dados por la realidad natural. La verdad y la falsedad son la correspondencia o la ausencia de correspondencia entre lo afirmado y el hecho real. En algunos casos esta relación entre el lenguaje o un sistema símbolos con las cosas o con los hechos reales es clara; en otros, esta relación empieza a oscurecerse a medida en que se asciende en la escala de la abstracción. Por eso, por ejemplo, hay quienes piensan que las matemáticas, incluso la geometría más cercana de lo visible, son ficticias.
Ahora bien, una de las fuentes principales de los absurdos es el axioma idealista según el cual no existe una realidad inteligible. Viviríamos encerrados en nuestra interioridad y no se puede hablar de cosas naturales sino solo de objetos constituidos por nuestras facultades. La noción de abstracción a partir del mundo sensible desaparece. Así la verdad no es asunto de comparar lo que se afirma con hechos reales externos a nuestra mente, sino que se trata de obtener una coherencia con lo que se piensa, de elaborar convenciones cómodas, ideas y proposiciones útiles en función de algún proyecto. Como desde este punto de vista no tiene sentido buscar una correspondencia con las cosas como son, se supone que la verdad es relativa a las circunstancias del pensamiento. Ella cambia de una sociedad a otra y de un período cultural a otro. Se entiende que el abandono de la metafísica realista y naturalista sea una vía privilegiada hacia la absurdidad.
Otra vía hacia el sinsentido es la práctica de generalizar cometiendo la falacia de la cuantificación, es decir, la aplicación de una idea verificada localmente a todo un dominio: se lleva un razonamiento hasta las últimas consecuencias. Todavía otra fuente de absurdidades consiste en confundir el universo del discurso con el universo real, lo que pertenece al símbolo con lo propio de la naturaleza. Así, del hecho de que existen dos lenguajes, uno psíquico que describe lo mental y otro físico referente a lo material, se ha concluido que existen dos mundos paralelos. Menos mal que gracias a una bondadosa obra divina hay entre ellos una armonía preestablecida. Y todavía otros estudiosos, atentos a lo cultural o a los formalismos matemáticos, han agregado un tercer mundo, el cultural o el matemático (ver por ejemplo los mundos de Karl Popper o de Roger Penrose).
De la observación de que para conocer alguna propiedad de una cosa debe esta ser estable, quedarse quieta, se llegó a afirmar que solo lo inmutable existe; o bien que los entes inmutables, como los objetos matemáticos, son más reales que los cuerpos en movimiento. La idea de hombre sería entonces más real que el hombre concreto de carne y hueso. La falla está en que el criterio de conocimiento humano pasa a ser criterio de realidad. El hombre, siguiendo a Protágoras, se autoproclama «la medida de todas las cosas». El relativismo y el antropomorfismo se imponen con mayor o menor fuerza según las interpretaciones. Algunos pensadores se han abocado directamente al problema de lo absurdo en filosofía, y las soluciones han sido tan simplistas como las formulaciones del problema. El resultado es que tanto el diagnóstico como el valor de las soluciones son restringidos.
Puesto que la filosofía es, entre otras cosas, un tipo de discurso, es posible que el sinsentido de algunas ideas se deba a que el hombre, finito y falible, un cuerpo capaz de entrar en contacto con los sensible, utiliza el lenguaje para hablar de lo que no es sensible. El ser humano ha caído en la tentación de hacer afirmaciones acerca del origen y del fin del Universo engañándose, es decir sin querer darse cuenta de que cuando va más allá de lo accesible dadas nuestras propiedades de animal humano el conocimiento llega a ser rápidamente solo creencia simbólica: se tiene fe en lo imaginable gracias al lenguaje natural y a los formalismos matemáticos. Al hombre le complace hablar del espíritu y de la libertad como si tuviera experiencia de esos objetos o procesos, lo que no es el caso. «Estamos hechos para ignorar que no somos libres» (Paul Valéry, Cahiers, I, p. 498).
2. David Stove y su reacción ante las locuras filosóficas
Después de haber examinado la racionalidad de la inducción (cf. The Rationality of Induction, Clarendon, Oxford, 1986) y de habernos hecho sonreír mostrándonos en qué consiste el irracionalismo de Karl Popper y de sus discípulos (cf. Popper and After: Four Modern Irrationalists, Pergamon Press, Oxford, 1982), D. Stove (1927-1994) tomó la pluma para generalizar sus ataques contra lo absurdo de la filosofía tradicional. El resultado, valioso, es The Plato Cult, Basil Blackwell, Oxford, 1991. Al titular este escrito «Locuras filosóficas» le pedí prestado parte del subtítulo: And Other Philosophical Follies.
Se trata, reconoce D. Stove, de horrores a favor de los cuales no existe ninguna evidencia, de inventos de los idealistas, herederos de las preocupaciones religiosas y teológicas. Y como si no estuviera claro que el origen del idealismo está en la religión y en la teología, el autor recuerda que Kant escribió que había que abolir el conocimiento para hacerle un lugar a la fe.
Todo aquel familiarizado con la historia de la filosofía medieval sabe que el idealismo comenzó con el énfasis puesto en el sujeto. Nació en la Edad Media, en particular en el pensamiento de San Agustín. Con él, el ser humano llega a ser una intimidad no-natural y se pretende que ella es el origen del conocimiento. La consecuencia inmediata de la creencia en este encierro en la intimidad del sujeto es la imposibilidad humana de llegar a conocer las cosas tal como son en sí. Eso es contrario a la actitud realista y naturalista según la cual, lo vimos, se comienza con las cosas naturales. Luego los idealistas modernos más o menos religiosos, más o menos interesados en los asuntos teológicos, mantienen tal cual la prioridad del sujeto en los asuntos metafísicos y gnoseológicos.
Hago notar que José Ortega y Gasset diría que los idealistas —entre muchos otros, Descartes, Malebranche, Leibniz, Kant, Fichte, Schelling, Hegel— son «ontofóbicos», le tienen horror a la realidad, mientras que los realistas son «ontofilios», aman la realidad. El autor habría apreciado esta observación. El resultado, piensa D. Stove, es que nuestra salud mental se resiente. Bertrand Russell, antes que él, vio en la falta de respeto a lo que tanta gente cree y acepta una de las tres condiciones para elaborar una buena filosofía. Las otras dos serían el estar bien informado científicamente y el talento personal (este último no depende de uno).
La denuncia de D. Stove emana de una actitud que superpone el positivismo, el naturalismo y el materialismo, punto de vista compartido, dice él, por la mayoría de los pensadores anglosajones contemporáneos. Tales doctrinas estarían inscritas en el sentido común y en la utilización razonable del lenguaje natural. Se reconoce en consecuencia que el hombre es, entre otras cosas, un mamífero terrestre diurno. El animal más inteligente que conocemos. Sin embargo, nace, se desarrolla y muere como los otros animales. Puesto que todo el mundo reconoce esta verdad y que a pesar de eso muchos continúan defendiendo tesis idealistas, se sigue que tales personas viven una doble vida, con toda sinceridad.
A quienes piensan que los filósofos idealistas deben tener buenas razones para creer en su doctrina, el autor hace ver que esta no consta, en sentido estricto, de razonamientos justificados, de verdaderos argumentos, sino que —reflejo positivista de D. Stove— son la expresión de sus sentimientos. Se trata de textos dogmáticos, aunque la forma exterior de sus filosofías no lo indique así claramente. Si hay argumento, su forma es trivial y tautológica: si p, entonces p. Recuérdese que para la tradición positivista solo tiene significado cognitivo el enunciado matemático (analítico) o el enunciado empírico capaz de verificación por lo menos indirecta, parcial y en principio. Todo otro enunciado es absurdo, y la metafísica no sería otra cosa que la manifestación de un estado emotivo cara al mundo.
Quisiera señalar que D. Stove tiene en mente solo la metafísica irracional desconectada de la ciencia. Pienso, por mi parte, que la metafísica racional no es la expresión de nuestras emociones: precede a la ciencia, está subyacente a ella y la prolonga. Y es así como concibo la filosofía de la naturaleza, es decir, como la elaboración de un sistema metafísico-científico, lógicamente coherente y donde todo lo existente encuentre su lugar. Puesto que la naturaleza es una red compacta de causas múltiples y variadas, es continua, y el objetivo del sistema metafísico-científico es la descripción y explicación de esta unidad continua. Toda otra metafísica está mezclada con mitos o con elucubraciones fantásticas.
El realismo del sentido común de D. Stove no es científico ni científicamente revisable. El realismo científico es otro nombre para el cientificismo: se considera que la ciencia experimental y la tecnociencia son omnipotentes, que tienen la última palabra sobre todas nuestras interrogantes. El buen sentido precede a la ciencia. Sin embargo, ¿hay acaso un sentido común universal?, ¿cuáles son las verdades que se imponen por su evidencia de tal manera que no es posible no reconocerlas como tales? El sentido común tiene una larga historia desde el comienzo de la filosofía moderna en el siglo 17 y es concebible de dos maneras: (I) es en gran parte el residuo de descubrimientos. Por ejemplo, hoy ya no se piensa, como tantos antiguos lo creyeron, que el centro de la mente es el corazón y que la función del cerebro es refrigerar el cuerpo. (II) El sentido común está conformado por evidencias sensibles y empíricas incontestables contra las cuales ningún escéptico puede hacer algo. «Nadie puede negar que tengo una mano» (G.E. Moore), y dado el empirismo inscrito en el sentido común, le parece a B. Russell que desde Locke solo los británicos tienen este sentido común. Es entonces probablemente su concepción del sentido común la que induce a D. Stove a caracterizar su naturalismo mediante un número restringido de evidencias y de sus consecuencias, mínimo común denominador del cual forma parte, por ejemplo, el hecho de que el hombre es un mamífero terrestre.
El autor no lo dice, pero deberíamos exigir también a la ciencia no ir contra el sentido común. Según varios especialistas de la mecánica cuántica, los objetos que ellos estudian existen mientras son observados y se comportan de una manera u otra según la manera de examinarlos, relativismo bien conocido desde antaño por los encuestadores en los asuntos sociales. Algunos biólogos creen que el sistema nervioso central es cerrado razón por la cual el mundo externo, las otras personas, la comunicación, serían solo un sueño internamente elaborado: Berkeley resucitado. Además, se constata que muchos físicos de hoy son superficiales y alérgicos a la metafísica. D. Stove lo hace notar —con gracia— que, en nuestros días, para ellos, lo que se hace no es física si no es entretenido, si no es divertido. Considérese entre otras cosas los nombres elegidos para las partículas elementales. No vivimos en la época de Bach ni en la de Beethoven sino en la de Cole Porter. ¿Cómo dar cuenta de esta frivolidad? Probablemente porque los físicos ya no sacan sus problemas de la percepción natural. Se han alejado demasiado de nuestros problemas vitales. Sus descubrimientos son muchas veces verificados y apreciados solo por unos pocos equipos de investigación contables con los dedos de una mano y cuya mantención cuesta una fortuna.
Convencido de que existe la necesidad urgente de una nosología del pensamiento D. Stove muestra, con tal diagnóstico, las huellas dejadas en él por Wittgenstein. El calificativo de absurdo, de ausencia de significado cognitivo que pretendía describir la metafísica tradicional es reemplazado ahora por la idea de locura, de enfermedad mental. El autor está consciente de que no hay una anomalía mental única contra la cual habría un remedio único como lo han creído los empiristas y los positivistas desde Hume hasta Carl Hempel. Tampoco basta con exigir la analiticidad o la verificación para apartar nuestras mentes del sinsentido. Por momentos D. Stove se inquieta y se siente mal al no encontrar nítidamente las fallas de los discursos sin sentido. Hay muchas y de órdenes diferentes. Lo raro en Parménides no es lo mismo en Descartes ni en Leibniz, lo que a su vez es diferente de lo absurdo en Hegel, y así sucesivamente. Pero esta multiplicidad de desvíos no impide encontrar en el presente volumen este leitmotiv: una gran parte de las absurdidades son atentados cometidos contra el lenguaje natural. A comienzos del siglo 20 los primeros filósofos analíticos habían presentado un diagnóstico parecido.
Fiel a la tradición positivista, D. Stove actúa primero como destructor. Willard Van Orman Quine dice que el objetivo principal de The Plato Cult es la jerigonza de la filosofía europea. Por mi parte puedo testimoniar que, en Francia, salvo excepción, la prosa filosófica desde el siglo 20 hasta ahora, comienzos del siglo 21, no ha heredado la admirable sabiduría, claridad y estética de sus predecesores en ciencia y en filosofía. Dicho eso, W.V. Quine pretende olvidar que dos de los siete ensayos de D. Stove en este volumen están dirigidos contra la filosofía estadounidense reciente, Philosophy and Lunacy: Nelson Goodman and the Omnipotence of Words y «“Always apologize, always explain”: Robert Nozick’s War Wounds».
Veamos el caso de N. Goodman. Radicalizando el pragmatismo de W. James, nos quiere hacer creer que con símbolos (palabras, sonidos, colores) se pueden construir mundos —absurdidad que ya mencioné— mientras se sabe que existe un mundo dotado de las propiedades que la metafísica y la ciencia intentan describir y explicar. Y propongo que se agregue a la lista de locuras la afirmación del mismo W.V. Quine: «Ser, es ser el valor de una variable», versión lógica de las ideas, no menos absurdas, de que existe solo aquello sobre lo cual se puede hablar, o que los límites del mundo son los límites del lenguaje o los límites de los formalismos lógico-matemáticos.
3. Lo significativo de la filosofía naturalista y realista
La propuesta positivista de renunciar a la metafísica en nombre de la ciencia tiene como consecuencia indeseable no solamente la de encerrarnos en un horizonte inmediato, sino que deja a la misma ciencia sin sentido. El filósofo trata de ver lejos y se interesa no solamente en lo actual, sino también en lo potencial de donde emerge lo actual.
Hay dos clases de ciencia: unas son teóricas, dirigidas hacia la comprensión de los fenómenos, y otras son prácticas, dirigidas hacia el bienestar. La ciencia teórica queda sin sentido si se le quitan las raíces metafísicas. Yendo a contrapelo del positivismo que busca desesperadamente criterios, reglas o normas de cientificidad o de significación cognitiva, es preferible acercarse a la metafísica de manera verdaderamente positiva aplicando un principio de generosidad, i.e. tratando de ver primero lo que ella tiene de necesario y de explicativo.
Finalmente ¿qué es la filosofía y para qué sirve? Después de limpiar y preparar el terreno hay que construir. Reconózcase que desde la Antigüedad los realistas y los naturalistas han imaginado y concebido ideas y metáforas idóneas, profundas y de largo alcance. Han sido, son y serán pensadores que colaboran significativamente con el sentido común, con la ciencia y con la metafísica.
Una ilustración eminente de teoría naturalista y realista es el aristotelismo. El de Aristóteles, no aquel del aristotelismo medieval: «El Filósofo jamás reprochó a los naturalistas el ser naturalistas a la sazón, y el mismo fue el más grande de ellos… Aristóteles fue un naturalista mucho más puro de lo que sus discípulos han sospechado» (Jorge Santayana, Diálogos en el limbo, «El secreto de Aristóteles»).
Otros dos ejemplos altamente valiosos de naturalismo y de realismo son el atomismo mecanicista de Leucipo y de Demócrito y la física y metafísica continuistas de los estoicos griegos. El aristotelismo, el atomismo, el mecanicismo y el continuismo estoico están constituidos de intuiciones profundas y de largo alcance actualmente renovadas y renovables. La metafísica no es necesariamente la expresión de nuestras emociones, sino, lo dije, el antecedente y la extensión racional de la ciencia. No se separa al sujeto de la naturaleza. La separación es una de las fuentes inagotables de absurdos idealistas. El hombre es un recién llegado en un mundo que le preexiste. Estas proposiciones no son locuras filosóficas. D. Stove asentiría.
En suma, toda persona animada por la necesidad de entender algo a fondo termina reconociendo que la ciencia y la metafísica, ambas con su dejo de locura, son inevitables. Es un hecho que inspira respeto y contemplación.