Es una palabra rara y fea, oxímoron, pero es la que define la técnica de crispación mental con la que Marcelo Viquez quiere hacernos replantear algunos temas pendientes. “Contradicción en sus términos” (esa es su definición latina literal), que “consiste en usar dos conceptos de significado opuesto en una sola expresión, generando así un tercer concepto”. Ese tercer concepto generado de manera cuasi hegeliana es, en su caso, la obra que podemos ver en la exposición.
Si un arma no hace daño, ni puede aparentemente hacerlo, ¿es de verdad un arma? Esa es la primera cuestión que se plantea. Ya se comentó en una anterior muestra (“Los comunes”) este asunto crucial, y se constató que “el estallido de una bomba que no puede estallar es terrible porque no termina nunca”. Un arma que no hace daño es una mentira que nadie puede creerse: todo, absolutamente todo es capaz de hacer daño, y no hay arma ni ninguna otra cosa en este mundo que se libre de ello. La trampa de Marcelo consiste en proclamar una inocencia de intenciones que nada quiere saber de lo que después ocurre, o puede ocurrir. Todo puede resultar dañino, incluso el agua (como bien saben los chinos, que inventaron la célebre tortura de la gota, que lleva su nombre), sólo depende de quien se ponga a los mandos.
En la muestra las armas tienen forma de herramientas del campo y del taller, las cruces reciben el nombre de espadas (eso remite a la madre del artista, que desde su viudez ya no ve cruces cuando dos elementos se intersectan en ángulo recto sino espadas), a las ruedas de camión que arreglaba el artista de joven le ha surgido un semi sarcófago de mármol, y una puerta de madera en vez de habilitar el paso entre dos espacios se presenta ella misma como puro escenario, una puerta que escenifica una puerta imposible.
Muchas de las piezas tridimensionales cuentan con la madera como uno de los materiales de base. En el caso de la pieza que simula una puerta con un arabesco en la parte alta, pese a tratarse también, como he dicho, de un escenario, no por ello pierde el carácter de pasadizo entre dos mundos diferentes: el de la riqueza, la finura, el adorno, por un lado, que viene enfatizado en aquel remate de madera de la parte superior; y, por otro, el del trabajo, la vida tasada, incluso la esclavitud y la dependencia, representado por los palets con los que se ha confeccionado la hoja de la presunta puerta. La misma madera, el mismo material, para dos mundos separados. Todo ello componiendo una suerte de puerta, ya digo, que parece anunciar otra realidad escondida tras tanta injusticia. Y justo en sentido contrario -pero hablando de lo mismo-, en la citada pieza de la rueda, es el receptáculo de madera el que adquiere el rol de fetiche elitista junto a la piedra pulida de mármol. Se nos presenta como una funda para transitar por un pavimento específico. En vez de hacerlo con uno de esos exoesqueletos para neumáticos de nieve y de hielo, aquí se propone uno que sirva para circular por los refinados aposentos de los ricos coleccionistas de huesos (o de arte, que es lo mismo).
(Y hablando de exoesqueletos, ya sabemos que en “La metamorfosis” de Kafka, cuando Gregory Samsa despierta convertido en un escarabajo -ese insecto de esqueleto exterior-, lo que en realidad se nos quiere decir es que su miedo al mundo ha devorado de tal manera sus pesadillas que al final ha generado la coraza que presuntamente lo tiene que proteger. La traslación de este sentido a la obra de la rueda de Marcelo es, pues, directa y cristalina).
La madera, por otra parte, suele ser sinónimo de buena suerte. De ahí aquel dicho de “tocar madera” que se esgrime para invocarla. Pero la suerte sólo quiere saber de estadística cuando trata con gente a quien ella misma, la suerte, sortea. Con sus elegidos la suerte no es tan escrupulosa, y se entrega como una cualquiera. Y eso tiene que ver tanto con la vida como con la muerte.
“Nuestras armas no hacen daño”, de Marcelo Viquez, es una muestra de recorrido conceptual que enlaza los objetos encontrados en el mundo exterior, por ahí, ya erosionados por la vida y por la muerte, con las imágenes generadas en ese otro territorio de búsqueda que es la zona interior de sí mismo. En este sentido, el apropiacionismo llega hasta el límite en el que puede afirmarse incluso que Marcelo Viquez, cuando crea su obra, lo que hace es apropiarse de lo que ha encontrado dentro de sí, sedimento de la vida y de la muerte, para darle una forma nueva, una significación nueva. Y de esta manera desvelar otras rutas de interpretación de una realidad que para nada es como se presenta a simple vista. De ahí que las armas que verdaderamente hacen daño no estén a nuestro alcance, sino que pertenezcan a otra realidad inalcanzable en la que los que detentan el Poder se ríen de los niños —por decirlo en pocas palabras.
Hay otro aspecto en estas armas, en estos artefactos de extraña manufactura (aunque diríase que han sido fabricados únicamente con la mente, o sea, que provienen no de la manufactura sino más bien de la “mentefactura”), que remite a la intromisión del hombre en la naturaleza hasta el punto -por su envergadura en tiempos de alta tecnología- que ya nada se escapa a ese intervencionismo. ¡Hasta los troncos de los árboles crecen con el perfil propio del aserradero! La pieza que incorpora un espejo por el que puede atisbarse el futuro (pura geometría fabril), y su dibujo asociado, hablan de todo ello además de entroncar con una anterior serie de trabajos de Marcelo que ya fueron mostrados en parte en una exposición, “Riesgo necesario”, en el museo de Es Baluard de Palma en 2014.
Una pieza especialmente significativa en esta exposición es el díptico formado por una especie de libro fosilizado y el vídeo en el que se muestra su confección. El libro había sido, en una vida anterior, un rollo de papel de aluminio industrial, propio de la hostelería, que entró en completo gripado. A pesar de que, como todo libro, contiene pedazos de memoria, testimonios del pasado en cada una de sus “páginas”, en este caso es imposible leerlo. Se trata de un libro para mirar desde fuera, un libro que se puede leer sin saber leer, un libro para analfabetos gramaticales -aunque no para analfabetos en artes plásticas. El vídeo asociado traslada por último un nuevo oxímoron conceptual: si los libros se facturan usualmente a través de la mente (usual-mente, ya digo), éste en cambio ha sido, literalmente, “manufacturado”. Se trata de un libro obrero, un espécimen representante de la llamada “baja cultura”. Un producto de la destilación de la indigestión entre clases.
Toda la obra de Marcelo Viquez tiene ese rasgo autobiográfico (como se hace evidente en la pieza que recoge un trozo de pared de una chabola derribada por el Ayuntamiento de Palma en el poblado de Son Banya), que le da, pese a lo críptico de alguna de sus propuestas, el peso de la verdad y de la autenticidad, además, claro está, del valor de lo simbólico, tan acusado en ella. Críptico a veces, crítico siempre, Marcelo Viquez dibuja el camino que lleva hacia dentro de nosotros mismos. Que nos encontremos y que no nos defraude lo que hallemos es algo que ya no depende de él.
Carlos Jover