En el Medievo, nuestros cuerpos eran la casa del pecado. Restringidos de los placeres de la vida por la religión, la visión era que estos servían para el trabajo y eran presa fácil de las tentaciones del demonio. En estas últimas, se incluían los placeres del licor y del sexo, ambos vicios y pecados mayores. El cuerpo era una envoltura material y sucia, nada respetable que albergaba un alma pura. Entre menos lo consintiéramos, más rápido llegaríamos al Cielo. Con el Renacimiento, el cuerpo era fuente de admiración y de disciplina. Hicimos bellas obras de arte porque el cuerpo nos parecía una máquina bien diseñada. Como tal, cada una de sus funciones debería trabajar en equipo. En el siglo XVII, empezamos a comer con cubertería, o sea con cuchillo, tenedor y cuchara. Luego, se creó el dormitorio. Si antes los padres tenían relaciones sexuales ante la mirada de hijos y de familiares, ahora este aspecto animal se relegaba a un cuarto aparte. Con el capitalismo, en el siglo XVIII, el cuerpo se le envió a fábricas, tiendas o entes burocráticos, Se ponchaba una tarjeta de ingreso y se laboraba todo el día en una parte del producto generado. Ante las desigualdades de ingreso, el cuerpo se politizó. Unos acapararon los alimentos y otros pasaron hambres. Pronto surgiría el cuerpo que protestaría la injusticia social.
La posmodernidad nos trajo el cuerpo como templo del placer. Empezamos a hacer ejercicio, a comer sano, a disfrutar la vida. Entendimos que nos merecíamos un hermoso lugar donde vivir y un carro, un barco y un avión que nos llevaran a pasear. En términos de psicología, nuestro cuerpo se hizo hedonista. Lo político dejó de importarnos mientras pudiéramos comprarnos las chuchería que se nos antojara.
Después de los años sesenta, el cuerpo se estancó: por los embotellamientos y el terrorismo, no podemos movernos. Debemos estar encerrados en comunidades protegidas y hemos ganado sobrepeso. En lo mental, es un cuerpo histérico, listo a reventar. De un momento a otro, explotamos o saldamos cuentas y matamos a cualquiera. Es, finalmente, paranoide: en un cerrar de ojos, podemos ser arrollados o liquidados a balazos. Para un cuerpo así tenemos una cultura correspondiente. Nuestros medios de comunicación nos advierten cómo podemos prevenir un millón de catástrofes. Lo que antes intuíamos como mala suerte, ahora es culpa nuestra: coma esto, úntese esto, haga esto, no haga aquello, visite al médico, no vaya a conciertos, trague esto y evitaremos esto y aquello. Los medios nos asustan: nos avisan de los horrores, que por descuido, se nos vienen encima. ¿Y qué pasa si aún siguiendo esto y aquello te falla? Pues deberías haber cambiado tus hábitos o corrido antes al médico. La culpa es realmente tuya.
Entre más atrapado en lo social, empezamos a modificarlo. La nueva libertad es tatuarlo, agrandarlo o reducirlo y como recomienda Eddy Small, gritar quién eres al vestirlo. Y lo más importante, hacerlo verse siempre joven por medio de la plástica, el bótox y las inyecciones de grasa. El cuerpo es cada día más andrógino y se usa para tener relaciones con cuerpos distintos. Como dijo Woody Allen, la bisexualidad es la manera más fácil de subir en un 50 por ciento tus posibilidades de tener sexo el sábado por la noche.
Actualmente, en China, existen chips que se insertan en el cerebro para controlar la conducta. También se modifica el ADN para hacer mejores cuerpos. A la vez, se crean órganos en animales que substituirán los humanos. El cuerpo se llena de prótesis y de hígados híbridos de chancho. Steven Hawkins poco antes de morir, podía alzar, con su pensamiento, una cuchara. En California, hacen muñecos anatómicamente correctos para el sexo. Finalmente, podremos dividir mente y cuerpo y llevar ambos en una llave maya.