Unos miran la diferencia sexual como creada por Dios, hacedor del Universo, en el que toda creación tiene una razón para ser. La teoría cuántica, por el contrario, nos dice que nunca hubo una creación. Antes del universo había algo menos que la nada. Para la nada existir (la simetría de las cosas, la materia sin diferenciación) tenía que haber un mínimo de energía, o sea, había algo mucho menos que la nada. Y entonces, para que surgiera el universo como lo conocemos, debía haber un universo como no lo conocemos.
Nada salió de la nada sino que de menos de la nada. La cuántica dice que nacimos por un accidente que arruinó la tranquilidad, la simetría de las cosas. O sea, el universo como creemos conocerlo no estaba para surgir. El culpable, nos dice, es la partícula divina, el bosón de Higgs, que vino a romper con esa unidad anterior. En esto, la cuántica se asemeja a la dialéctica de Hegel. La negatividad es el motor de la historia.
Podemos también intuir que la diferenciación sexual surgió de la misma manera, o sea, fue un accidente. Hemos nacido con genitales distintos cuando pudimos haber sido creados unisexo, o simplemente, pudimos habernos reproducido por partenogénesis. Y prueba de esto es que la fontanería es bastante primitiva. ¿A quién se le pudo ocurrir unir los fluidos humanos con los sexuales? ¿No sería lógico pensar que más bien fue un demonio quien nos puso a orinar con el mismo instrumento que usamos para otra cosa? ¿O no sería más cómodo reproducirnos por huevos? De esta manera, podríamos haber llegado más rápido a la equidad de género: hombres y mujeres nos turnaríamos empollando.
La verdad es que para sentirnos atraídos por los órganos sexuales tenemos que hacernos los locos con las otras funciones que tienen porque, si lo hiciéramos, ¿tendríamos ganas de acercarnos a ellos sabiendo lo que hacen a otras horas? Sentimos deseo por el género y no por los genitales. De ahí que la orientación sexual se establece temprano y mucho antes de que conozcamos la anatomía. Los niños empiezan a gustar de otros niños y al mismo tiempo, sienten disgusto por los órganos sexuales. Estos, para ellos, son tan feos que se parecen a los zapatos de Angela Merkel, pero con pelos.
Lacan tuvo razón en argumentar que el sexo no pertenece a lo real sino a lo imaginario: sin fantasía, no existe el deseo. Además, nos atraemos por las diferencias. Lo que nos llama la atención es lo que tiene el otro que carecemos. Esto pasa igual con los homosexuales y los transexuales. Por todas estas razones, hemos hecho de la diferencia en el género y los órganos genitales algo demasiado importante; hemos creado conductas «opuestas», psicologías diferentes, atracciones sexuales limitadas, cuando en realidad pudimos haber prestado atención a otras cosas.
¿Es posible cambiar la atracción sexual? En vez de atraernos por las diferencias sexuales, podríamos hacerlo por las religiosas o las filosóficas. Los amores surgirían, entonces, entre islámicos y cristianos, o entre comunistas y neoliberales y el sexo sería quizás hasta mejor que el de los heterosexuales o de los homosexuales. Los conservadores irían a ligar a los bares de los comunistas; unos recitarían citas de Zizek y otros las de Jordan Peterson. !Hasta chispas saldrían!